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CE SIII E 9 de 2007

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DERECHOS COLECTIVOS - Ley motiv / INTERESES COLECTIVOS - Acción popular

Puede afirmarse que de la misma manera que la libertad y la dignidad humana constituyen el principio y fin -la razón de ser- de los derechos humanos, la ley motiv de los derechos colectivos, es decir, el centro de gravedad filosófico-jurídico de los mismos es la coexistencia humana y la dignidad social. De hecho, son impensables los derechos colectivos sin sociedad, o mejor sin comunidad -tanto la política como la puramente social-, pues la cara hacia la cual miran estas garantías es precisamente hacia la convivencia humana, en función de asegurar los bienes jurídicos y materiales necesarias para dignificar la existencia en comunidad. En este orden de ideas también es cierto que la conciencia social se encuentra en la base de los derechos colectivos, pero sin que desaparezca, desde luego, la conciencia individual. De este modo, la aparición de los derechos colectivos, así como su defensa, se incrusta, mejor que otros derechos, en los valores que encarna el sistema político denominado Estado Social de Derecho -art. 1 CP.-, donde la idea de comunidad y la  preocupación por el futuro de todos prevalece fuertemente, al punto que determina el comportamiento individual y también las políticas públicas. En medio de todo, y en un contexto histórico marcado por la preminencia de los derechos fundamentales, lo cierto es que en Colombia la Carta Política de 1991 elevó a la categoría de norma constitucional los derechos e intereses colectivos, así como las acciones populares -artículo 88-, e indicó que su regulación correspondía hacerla al legislador, quien, en este sentido, expidió la ley 472 de 1998.

ACCION POPULAR - Generalidades / ACCION POPULAR - Objeto / ACCION POPULAR - Particular / ACCION POPULAR - Derechos protegidos

Esta disposición (art 88 C.P.) prevé que las acciones populares tienen por objeto proteger y defender los derechos e intereses colectivos, y que las conductas que dan lugar a su ejercicio, ante la jurisdicción de lo contencioso administrativo, están referidas, por regla general, a la acción u omisión de las personas públicas y de las privadas que ejercen funciones administrativas, siempre y cuando las pretensiones busquen proteger los derechos e intereses colectivos. No obstante, es claro que los particulares también pueden violar estos derechos y ser objeto de esta medida de protección. Ahora bien, una de las inquietudes fundamentales, en torno a las acciones populares, luego de definir que su objeto es la protección de una categoría muy específica de derechos -al igual que la acción de tutela protege un tipo de derechos especialmente determinado, los fundamentales-, es que es necesario definir cuáles son ellos. Esta pregunta tiene las siguientes respuestas posibles. De un lado, que son derechos colectivos los definidos, expresamente, por la Constitución Política. Al interior de este grupo hay, a su vez, dos fuentes donde ellos se hallan. En primer lugar, en el propio art. 88, el cual dispone que son derechos colectivos el patrimonio, el espacio, la seguridad y la salubridad públicos, la moral administrativa, el ambiente y la libre competencia económica. No obstante, y en segundo lugar, estos no son todos los derechos. Hay otra fuente constitucional, contenida en el Título II, capítulo 3 -arts. 78 a 82- que se titula “De los derechos colectivos y del ambiente”. Para la Sala no hay duda que tanto los unos como los otros son derechos de esta naturaleza, y por esa razón pueden ser protegidos con la acción popular, cuando quiera que sean amenazados o vulnerados. De otro lado, existe una fuente adicional, auténticamente creadora de derechos colectivos, por autorización del propio Constituyente -art. 88-. Se trata de la ley, concretamente de la 472 de 1998, que en el artículo 4 señaló cuáles otros derechos son colectivos, y por tanto son susceptibles de protección con la misma acción constitucional. No obstante, además de esta ley, cualquiera otra y también los tratados internaciones -leyes en sentido formal- también pueden ampliar éste catálogo de derechos. No obstante lo anterior, la Sala puntualiza que no todos los derechos colectivos, de origen constitucional, están contenidos en los artículos 88 y 78 a 82 CP, pues es perfectamente posible hallar en dicha Norma otros que comparten la misma naturaleza. En este sentido, su identificación precisa la deberá ir haciendo esta Corporación, en cada caso concreto. De otro lado, en el espectro de los derechos colectivos de origen legal, también se debe indicar que si bien la ley 472 identifica el grueso de ellos, nada obsta para que en otras leyes se incluyan más, identificación que suele hacerse de manera expresa por el legislador.

MORALIDAD - Concepto

La moralidad, también denominada “ética” en otros contextos, hace referencia al obrar correcto, es decir, al comportamiento adecuado, en términos valorativos. Constituye en sí misma una pauta de conducta, en principio individual, que determina la manera como se debe actuar en determinados casos de la vida práctica. De este modo, la acción humana se limita y orienta por una escala de valores que, impuesta por el mismo individuo, conduce sus acciones cotidianas, según los parámetros trazados unilateralmente. De esta manera, la realización de conductas buenas y el cumplimiento de los deberes son representativos del obrar ético, surgiendo el hombre virtuoso, es decir, el individuo que representa un modelo de vida buena a seguir. La virtud es, entonces, un parámetro de medición de la vida ética y, en este sentido, alcanzarla forma parte del ideal moral. Como se puede apreciar, no se trata de un concepto de fácil comprensión, si se tiene en cuenta que su fundamento depende, en principio y en ocasiones, de la actitud y el compromiso individual de cada sujeto. La razón y la conciencia moral se erigen, en esta medida, en las herramientas con las cuales el hombre discierne sobre su conducta y reflexiona sobre los comportamientos más adecuados. La humanidad pone, de este modo, la confianza sobre esa capacidad de cognición y espera que con su ayuda se descubran los valores más útiles para cada persona y para la sociedad.

MORAL - Relación con el derecho / DERECHO - Relación con la moral

Lo que se puede dar por sentado es que nuestro derecho ha recogido y toma en cuenta la moral de varias maneras: i) en primer lugar, como fuente de inspiración del contenido de muchas normas positivas -no de todas, desde luego-, las cuales son producto de la discusión pública, a cargo de los órganos institucionales que producen el derecho positivo, pero también a cargo de la sociedad civil, quien de diversas maneras, institucionalizadas o informales, hace sentir su voz sobre los diferentes temas que interesan a ambos sistemas normativos. ii) En segundo lugar,  la ética también está recogida en la norma jurídica, como norma positiva, de manera que la moral y el derecho se unen, en perfecta armonía, confundiéndose en una sola. En este caso, aplicar la norma jurídica o la moral no tiene diferencia práctica, a los ojos de un espectador lego. iii) En tercer lugar, hoy en día la moral es, de manera importante, un criterio de interpretación del derecho positivo, al considerarse como un principio general del derecho. Esta posición le permite asumir una función creativa frente a la norma jurídica, de alcances insospechados en cuanto a los resultados, produciendo una influencia de proporciones incalculables, por lo menos en forma a priori. Esta multifacética relación entre moral y derecho permite afirmar que existen contextos propios de la moral y del derecho, en cuyos campos la intromisión del uno en el otro no sólo es innecesaria, sino, incluso, nefasta para el desarrollo de cada uno de estos sistemas normativos. ¡Esto es bastante obvio! No obstante, también es cierto que la influencia y las relaciones de ambos, en otros casos, no sólo es necesaria sino indispensables para que el derecho se construya según ciertos parámetros morales, que son lo que comparten y están dispuestos a observar los ciudadanos. Este reconocimiento facilita la construcción moral de la sociedad, con la ayuda del derecho.

MORAL ADMINISTRATIVA - Principio. Derecho / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Principio. Derecho

Vale la pena tener en cuenta que la moralidad, como valor jurídico y político, no fue creada propiamente por la Constitución Política de 1991. De hecho, tiene antecedentes preconstitucionales, en distintas leyes. No obstante lo anterior, lo que sí es cierto es que como “derecho colectivo” existe desde la expedición de la Constitución de 1991, lo cual marca una diferencia frente a las normas preconstitucionales, que la trataban como principio o como deber, pero en otros contextos. Finalmente, en la actualidad la moralidad posee una doble connotación constitucional: i) Constituye un “principio”, incluido en varias normas de la Carta Política, entre ellas en el art. 209 CP.; pero ii) también es un “derecho”, del tipo de los colectivos, lo que le imprime características especiales que demandan distinguir los momentos diferenciados de su existencia.

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Concepto jurídico indeterminado / CONCEPTO JURIDICO INDETERMINADO - Moralidad administrativa / CONCEPTO JURIDICO INDETERMINADO - Concepto

El derecho a la moral administrativa carece de la concreción normativa que caracteriza otros derechos, que si bien pueden ser amplios y bastos en su contenido, tienen un sentido más preciso. Es el caso, por ejemplo, de los derechos al medio ambiente o al patrimonio, de mayor claridad conceptual y práctica; lo que no significa que no ofrezcan problemas en su aplicación, pero sin duda menores en su comprensión a priori. De manera que el derecho colectivo a la moral administrativa pertenece a ese tipo de nociones que en el derecho administrativo se denominan conceptos jurídicos indeterminados, es decir, significaciones demasiado amplias, imprecisas y hasta vagas, cuya concreción no es posible lograr con su sola enunciación. Este tipo de conceptos los utiliza comúnmente el legislador, y también el Constituyente, ante la dificultad que se presenta de tratar con precisión y rigor una materia, bien por imposibilidad conceptual o bien por imposibilidad fáctica de incluir en una palabra más precisa todo el universo de supuestos que pretenden regular. Esto hace que se deba apelar a expresiones omnicomprensivas de un acervo de situaciones que deben caber en el supuesto de la norma creada, correspondiendo a otra autoridad, la que aplica la norma, interpretar el concepto y definir si se debe o no aplicarse a un caso concreto. La labor de precisión del concepto jurídico indeterminado, con la pretensión de definir su posible aplicación o desecharla, por no corresponder con el caso, es creadora de derecho, o por lo menos aclaratoria del creado por el legislador. De hecho, uno de los primeros problemas que ofrece este tipo de conceptos es que no se sabe, de manera inmediata, si es aplicable al caso que se somete a examen, siendo necesario definirlo previamente para, posteriormente, determinar si el asunto concreto encuadra en el supuesto de la norma. Desde luego que las múltiples aplicaciones del concepto, bien en la vía administrativa o en la jurisdiccional, según corresponda, ayudan a precisarlo, poco a poco, dándole concreción y sentido preciso, facilitando la aplicación a los casos futuros. Esta labor, lenta y puntual, también da lugar, frecuentemente, a que el operador jurídico encuentre diferentes contextos aplicativos de la norma, de manera que con frecuencia surgen matices en la aplicación de la misma, creándose una multiplicidad de significados locales del concepto, haciendo aún más técnico el uso del mismo.

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Especie de moral / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Moralidad política. Género /  MORALIDAD ADMINISTRATIVA

En primer lugar, la moral a que se refiere el artículo 88 CP. no incluye todo tipo de moral, entre ellas, la subjetiva o particular, sino sólo la administrativa. De manera que aquellas conductas consideradas como éticamente buenas o virtuosas, pero que pertenecen al campo estrictamente personal, o al religioso, e incluso al social, y que no alcanzan a tener trascendencia política y jurídica, no están incluidos en este concepto. Atendiendo a tal criterio, este derecho-principio no protege la moralidad en abstracto, ni la moralidad en general, sino una especie de ella: la que el Constituyente dio en llamar “moral administrativa”. Así, entonces, ciertas conductas consideradas como éticamente incorrectas no pueden ser objeto de protección a través de la acción popular, porque pueden constituir violaciones a la moral privada, la cual se deberá seguir protegiendo a través de otro tipo de acciones que recojan los efectos de las conductas particulares moralmente indeseables. En segundo lugar, este concepto, pese a la distinción anterior, la cual delimita bastante bien el tema, sigue siendo problemático, porque el adjetivo “administrativo” puesto a la moral sugiere algunas ideas concretas, preconstruidas por el derecho público, y cuyo significado puede darle un giro determinado al alcance del concepto. Veamos por qué. La primera aproximación que podría dársele al concepto sugeriría que la expresión “administrativa” indica que sólo cuando actúa la rama ejecutiva o administrativa del poder público cabría controlar dichas decisiones por medio de la acción popular. En este orden de ideas, se sostendría que la moral administrativa es propia del ejercicio de la función administrativa, no así del ejercicio de otras funciones públicas. Desde luego que en este primer concepto de aproximación también se incluirían las demás ramas del poder público, siempre que ejerzan, en el caso concreto, función administrativa. Del mismo modo, incluiría a los particulares, siempre que ejerzan esta misma función. La Sala, sin embargo, descarta esta acepción restringida, y opta por una un poco más amplia, según la cual, para los solos efectos del art. 88 CP., dicho concepto no hace referencia concreta y exclusiva a una función pública, o a quienes extraordinariamente la ejerzan, sino que se refiere al concepto de “moral pública”, como género de la moral política. En este sentido, el derecho colectivo a la moralidad, en principio, es exigible de todos los órganos que ejercen tareas o actividades a cargo del Estado, en cualquiera de las ramas del poder público, pero no es protegible, a través de esta acción, la vulneración a este principio, en que incurran las autoridades jurisdiccionales y la legislativa. Esta interpretación, amplia y garantista, es la que mejor se acomoda a filosofía de la Constitución, así como a los derechos colectivos que se analizan y a la acción a través de la cual se protegen. Otro entendimiento limitaría, innecesaria e injustificadamente, el campo de aplicación de un derecho cuyo propósito no es otro que proteger el ordenamiento jurídico de las desviaciones, provengan de la rama del poder publico que provenga. Incluso, esta idea aplica a toda la rama ejecutiva, sin importar si ejerce una función administrativa. Recuérdese, en este sentido, que en ocasiones algunas entidades estatales realizan tareas que no comportan el ejercicio de la función administrativa. Es el caso de algunas tareas que ejecutan las empresas industriales o comerciales del Estado y las sociedades de economía mixta, quienes, pese a que no ejercen la función pública en casos concretos, pueden llegar a violar la “moral administrativa” en esos eventos, pues el adjetivo “administrativo”, se insiste, no se relaciona con el ejercicio de la función pública, si no con la ejecución de actividades por parte del Estado. Este entendimiento es el que mejor se compadece con el art. 88 CP., y con la filosofía político-jurídica que lo inspiró, pues la necesidad de proteger los derechos colectivos fue el sentido que inspiró al Constituyente para crear una acción que defendiera a la comunidad de ciertas acciones del Estado.

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Corrupción / CORRUPCION - Moralidad administrativa

Algún tipo de conexión debe existir entre esta distorsión de la conducta pública y privada éticamente correcta, y la existencia de la política, de la administración pública y de los negocios privados. En efecto, con el tiempo, los niveles de la corrupción han llegado a alterar el equilibrio mínimo y vital que debe existir en una sociedad, y los efectos de la misma sobre los distintos niveles de las relaciones públicas y privadas han modificado los patrones de conducta y de credibilidad en términos de valores, tanto individuales como colectivos. La situación se hace más difícil si se tiene en cuenta que el acto de corrupción es un fenómeno expansivo, en términos de sujetos involucrados, pues alrededor de él se gesta una cadena de amigos que va ampliando su círculo y contagia a un número cada vez mayor de personas, lo que, en términos prácticos, se traduce en un relajamiento expansivo de los valores colectivos que le hacen perder fuerza a los valores éticos sociales, debilitándose la moral pública, debido a su, cada vez más, gran espacio de acción en la gestión de lo público. Esta proliferación, y además aceptación social y particular de conductas contrarias a las reglas del correcto funcionamiento de la vida de relación con los demás, ha propiciado y hasta fomentado la aparición de los anti-valores que se asientan en el tejido social y se posan en lo más interno de las estructuras individuales, familiares, comunitarias y políticas de la sociedad, creando nuevos parámetros de conducta que trasforman a la sociedad misma, acostumbrándola a convivir en un medio que no fomenta la civilidad y la conducta éticamente buena entre los miembros de la sociedad, lo que termina minando el sustrato ético de la sociedad política, que si no es portadora de valores morales mínimos acerca de los correcto y lo bueno, termina generando y atentando contra los siguientes principios estructurantes de una comunidad política moderna, como la colombiana.

CORRUPCION - Derechos humanos  /  DERECHOS HUMANOS - Corrupción

La corrupción atenta directamente contra los derechos fundamentales de las personas, pues ¿de qué manera podrían asegurarse estos derechos donde algunas personas están dispuestas a violentar en los demás su igualdad, el respeto a la dignidad humana, el acceso a las posibilidades de distinto orden que concede el Estado, al trabajo, etc.?  Por razones lógicas, siempre la corrupción afectará los derechos humanos de quienes no participan de ella, pues es propio de todo acto de corrupción negar a los demás algunos derechos potenciales o reales, para adjudicárselos a sí mismo o a una persona a quien se tiene interés en beneficiar. La conexión entre derechos humanos y corrupción no es ocasional ni extraña. Por el contrario, cada acto de corrupción tiende, por su propia naturaleza, a comportar un desprecio por los demás hombres de la comunidad, pues siendo claro que en el acto de corrupción tanto el corrupto como el corruptor buscan su propio beneficio, o el de un tercero; entonces esto lo hacen a costa de los derechos de los demás, actitud que es suficientemente indicativa del rechazo que se hace a los otros, al punto que su suerte no le importa al corrupto, sino únicamente el beneficio que obtiene con el acto de vandalismo que realiza, en relación con los derechos de los demás.

CORRUPCION - Efectos / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Corrupción.  Efectos

El múltiple impacto negativo sobre las bases mismas de un Estado y todos sus componentes, hay que asumir la defensa contra tan grave mal de la sociedad moderna -desarrollada y subdesarrollada-, exigiendo respuestas adecuadas por parte del propio Estado, encargado, en nombre de la eticidad, de sostener los principios morales sobre los cuales se sustenta el poder público constituido por la asociación de hombres.  Asumir la defensa contra la corrupción es lo mismo que apropiarse de la reconstrucción nacional en términos éticos, a la vez que responde a la política mundial de defensa contra la misma, tarea a la que están entregados la mayor parte de los países del mundo, incluidos los desarrollados. Se trata pues de una de las causas de los mayores males que aqueja al mundo moderno. Lo anterior sintetiza la importancia de que el Estado, y sus funcionarios, actúen éticamente, pues no cabe duda que las acciones incorrectas causan desolación en la vida institucional y social, propiciando la perversión del sistema, por falta de credibilidad en la corrección de las acciones públicas, destruyéndose, de contera, la confianza que debería existir entre quienes se asocian para buscar la felicidad y la tranquilidad, a través de las instituciones públicas.

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Legalidad / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Principios generales del derecho / PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO - Moralidad administrativa

La jurisprudencia de esta Sección ha sostenido, en múltiples fallos que reiteran la misma posición, que la moralidad administrativa guarda una estrecha relación con la legalidad concreta, es decir, que se atenta contra ella si se viola, a su vez, la ley o el ordenamiento jurídico en general. No obstante, también se tiene dicho, a manera de precisión, que no toda violación al ordenamiento jurídico implica la vulneración de la moralidad administrativa, porque no siempre las normas involucran un principio o deber moral en su interior. (…) Esta posición refleja, perfectamente, la estrecha relación que existe entre legalidad y moralidad, justificada para proteger a los individuos de la tiranía de los valores, es decir, del riesgo que se corre de que cualquier juez diga, en cada caso concreto, qué es lo moral y lo inmoral, al margen de las normas positivas, sorprendiendo, por tanto, a las personas involucradas en la toma de un decisión pública. La anterior posición fue recientemente flexibilizada por esta Sala, avanzando un poco más en la protección del derecho colectivo, abriendo el concepto de moralidad, para relacionarlo, ahora, con la violación a los “principios generales del derecho”. De esta manera, la legalidad pura y simple deja de ser el comienzo y el fin de la moralidad administrativa, el lugar en el cual se recoge en forma completa, para convertirse en uno de los espacios a través de los cuales se expresa la moralidad. Los principios se convierten en uno de los criterios de control de la protección de la moralidad, de manera que se pasa de observar si un mandato concreto ha sido violado por una acción u omisión de una entidad estatal, o de un particular en ejercicio de una función pública, para apreciar si un principio se ha desconocido, y con él se viola, a su vez, la moralidad administrativa. En este sentido, no se desconoce que una de las más importantes técnicas de identificación del contenido concreto de la moral administrativa, pero también la más simple y sencilla, es la verificación de la observancia de las normas jurídicas, portadoras, en muchas ocasiones, de valores morales. Sin embargo, este derecho colectivo no lo puede reducir el juez a esta condición, so pena de comprimir su riqueza material. Esta postura, además, es excesivamente formalista, y carece de sentido lógico ante la abundancia moral de la acción humana y de la actividad pública, así persiga un fin bueno: garantizar la seguridad jurídica, evitando “sorpresas” para la administración pública, por parte de los jueces, quienes en un momento dado podrían considerar que moral es algo al margen de la norma positiva. No obstante, este criterio esconde un sacrificio excesivo al derecho colectivo a la moral administrativa.  Nota de Relatoría: Ver sobre LEGALIDAD:  Sentencia de 4 de noviembre de 2004. Exp. AP-2305; Sentencia de 2 de junio de 2005. Exp. AP-720; Sentencia del 24 de agosto de 2005. Exp. AP- 00601; sobre PRINCIPIOS: sentencia de junio de 2001 -exp. AP 166 de 2001; sentencia de febrero 21 de 2007, exp. AP-0355

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Juez. Control / ACCION POPULAR - Moralidad administrativa / JUEZ POPULAR - Moralidad administrativa. Control / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Diferente  a control de legalidad / JUEZ POPULAR - Vicios morales

El juez debe verificar si el fin empleado es aceptable, y si los medios para alcanzarlos lo son igualmente. De este modo, puede ocurrir que un fin público inaceptable se realice por medios aceptables, o que un fin público aceptable se lleve a cabo por medios inadmisibles, desde el punto de vista moral. Todos estos aspectos de la acción requieren de un control, y bastaría con que un elemento de la cadena de la realización de las acciones administrativas se rompa, para que la protección, a través de la acción popular, deba actuar. En ocasiones, la manera de medir estas conductas puede hacerse por intermediación del derecho puro; en otras por medio de la moral pura; otras veces en forma combinada, dando lugar a un amplio espectro de colaboración entre el derecho y la moral, en sus distintas facetas. De esta manera, deberá ocurrir que la trampa, la astucia, el engaño político, la mentira, el desorden y otras formas de acción u omisión de tinte inmoral, que no siempre dan al traste con la legalidad material o formal de una actuación estatal, deben reconducirse a través de las acciones populares. En este sentido, el mal comportamiento bien puede afectar la moral, sin afectar la legalidad, debiendo el juez popular corregir el comportamiento moral del Estado y sus funcionarios. Entre otras cosas, porque no puede creerse que siempre el acto controlado por medio de la acción popular es un contrato o un acto administrativo -susceptibles de confrontarse contra las normas positivas-, pues es claro que las puras actuaciones materiales también pueden amenazar o violar la moral administrativa. El análisis racional, los principios jurídicos y los valores señalan a la administración lo que es correcto e incorrecto, de la manera aceptada por la sociedad, para lo cual el juez deberá verificar ese comportamiento, hasta determinar si vulnera la moralidad administrativa, sin temor a que esta actitud produzca un desorden social en los valores; por el contrario, debe afianzarlos y asegurarlos. Desde este punto de vista, no se puede confundir el reto que tiene el juez de hacer efectivo y real el derecho colectivo a la moral administrativa, a través de canales distintos al típico control de legalidad; con la dificultad que existe de  controlar la moral pública. Construir una moral aplicada, al lado del derecho y al rededor de éste, es la tarea que se debe acometer para hacer efectiva la Constitución, y contribuir al desarrollo y sublimación de la moral pública, cada vez más perfecta y elevada. El juez de la acción popular, por tanto, debe pasar de buscar en las actuaciones administrativas simples “vicios legales”, a buscar también “vicios morales”, ambos con la misma capacidad destructora del ordenamiento jurídico. Esta situación refleja, de mejor manera, que el juez de la acción popular está invitado -incluso obligado-, por la Constitución y el legislador, a realizar un juicio moral sobre las acciones públicas, sin que deba sentir temor a adentrarse en terrenos movedizos, pues desde 1991 la moralidad administrativa adquirió el rango de derecho, ya no sólo de principio abstracto, y de su mano se debe hacer una nueva lectura de las actuaciones públicas, ya no sólo la de la legalidad, sino también la de la moralidad.

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Fuentes / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Normas positivas / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Principios generales del derecho / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Moral

Hoy en día es posible desentrañar la moral administrativa en varios lugares, unos más comunes que otros, unos más complejos que otros, unos más grandes que otros: i) al interior de la norma positiva -la Constitución, la ley, los reglamentos, y en general o cualquier norma del ordenamiento jurídico que desarrolle un precepto moral-; lugar en el cual, comúnmente, buscan los abogados la moralidad pública; ii) en los principios generales del derecho y en los concretos de una materia, los cuales mandan, desde una norma, actuar de un modo determinado, aunque menos concreto que el común de las normas positivas. Esta fuente de la moralidad administrativa es menos precisa, pero no por ello menos concreta en sus mandatos. Admite, por esta misma circunstancia, un alto nivel de valoración, pero sin tolerar el capricho. Finalmente, iii) la moral administrativa también se halla por fuera de las normas, pero dentro del comportamiento que la sociedad califica como correcto y bueno para las instituciones públicas y sus funcionarios, en relación con la administración del Estado. Esta fuente de la moral administrativa exige del juez mayor actividad judicial, pero con ayuda de la razón y del sentido común ético puede calificar los distintos comportamientos administrativos a la luz de la moral exigible de quien administra la cosa pública. Este lugar, más abstracto aún que el anterior, exige una ponderación superior, en manos del juez, de la conducta administrativa, a la luz de la ética pública.

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Violación de la ley  /  VIOLACION DE LA LEY - Moralidad administrativa

Considera a Sala, tal como lo ha manifestado en otras ocasiones, que no todo desconocimiento a la ley vulnera la moralidad administrativa, situación que acontece en este caso, en el cual, si bien es cierto la norma aplicable establece un término en el cual la administración debe actuar -y de hecho así debe hacerlo-, esta violación no entraña la afectación a la moralidad, como derecho colectivo. En este tipo de eventos se debe distinguir entre la pura y simple violación a la ley, de la afectación material a la moralidad pública. En el primer caso, la trasgresión encarna la necesidad de corregirla, por los causes que el ordenamiento jurídico tenga dispuestos para el efecto, y en el segundo además de la trasgresión se presentan una afectación a la moral pública. En este orden de ideas, y en el caso concreto, la inobservancia del término que tiene la administración para actuar no implica, per se, la violación al derecho colectivo, sino una trasgresión que no pone en riesgo a la moral, aunque sí la responsabilidad personal de los funcionarios. No obstante, no se puede colectivizar toda trasgresión a la ley, porque absorbería éste derecho a los demás, incluidos sus correspondientes mecanismos de acción.

INCENTIVO ECONOMICO - Niega. Revoca decisión

Respecto del incentivo a que tendría derecho el actor -punto apelado por éste-, y que el Tribunal tasó en 10 salarios mínimos legales mensuales vigentes a cargo del Departamento Archipiélago, decide la Sala negar este estímulo económico, de conformidad con lo previsto en el artículo 39 de la ley 472 de 1998, dado que se revocará la decisión, en los términos analizados en el punto anterior y, en general, porque los distintos hechos denunciados por el actor no prosperaron, y la actitud probatoria en el proceso tampoco permitió llegar a niveles de detalle mayores que ayudaran a vislumbrar el sentido pleno del alcance de las denunciadas formuladas por el actor popular.

           CONSEJO DE ESTADO

SALA DE LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO

SECCION TERCERA

Consejero ponente: ENRIQUE GIL BOTERO

Bogotá, treinta (30) de agosto de dos mil siete (2007)

Radicación número: 88001-23-31-000-2004-00009-01(AP)

Actor: JAIME MIGUEL TORRES PADILLA

Demandado: DEPARTAMENTO DEL ARCHIPIELAGO SAN ANDRES Y PROVIDENCIA Y OTROS

Referencia: ACCION POPULAR

Corresponde a la Sala decidir el recurso de apelación interpuesto por  el Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN- y el actor, contra la sentencia proferida por el Tribunal Administrativo de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, el 23 de noviembre de 2006, la cual resolvió proteger el derecho colectivo a la moralidad administrativa, conminando al Departamento -Grupo de Rentas Departamentales, a legalizar las tornaguías dentro del término legal, y prevenir a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-, a ejercer con mayor diligencia algunas de sus funciones -fls. 602 a 631, Cdno. ppal.-.

I.  ANTECEDENTES

1. La demanda y sus pretensiones.  

La presentó el 3 de diciembre de 2004 el señor Jaime Miguel Torres Padilla. La dirigió contra i) la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-, ii) la Gobernación del Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, iii) la Fábrica de Licores de Antioquia -FLA-, iv) la Industria Licorera de Caldas, v) el Señor Aníbal Muriel Cruz y vi) el Grupo Litoral SA. -fls. 2 a 18, Cdno. 1-. Formuló las siguientes pretensiones:

“1. El cese inmediato de los actos que estén realizando o tenga por realizar la DIRECCIÓN DE IMPUESTOS Y ADUANAS NACIONALES (DIAN), la GOBERNACIÓN DEL DEPARTAMENTO ARCHIPIÉLAGO SAN ANDRÉS, PROVIDENCIA Y SANTA CATALINA, la FÁBRICA DE LICORES DE ANTIOQUIA, la INDUSTRIA LICORERA DE CALDAS, el Señor ANIBAL MURIEL CRUZ y el GRUPO LITORAL, que estén ocasionando vulneración de los derechos fundamentales y colectivos a la MORALIDAD PÚBLICA, AL PATRIMONIO PÚBLICO, a la SALUD y a la EDUCACIÓN, en perjuicio de la comunidad del Archipiélago San Andrés, Providencia y Santa Catalina.

2. Ordenar a los responsables a devolver , restituir o recuperar los dineros, con sus respectivos intereses y rendimientos financieros, por concepto de impuestos que hubieran gravado los licores que tenían que ingresar al Departamento para su comercialización, pero que por razón de maniobras fraudulentas generadas por las conductas activas y omisivas de los Demandados, DIRECCIÓN DE IMPUESTOS Y ADUANAS NACIONALES (DIAN), la GOBERNACIÓN DEL DEPARTAMENTO ARCHIPIÉLAGO SAN ANDRÉS, PROVIDENCIA Y SANTA CATALINA, la FÁBRICA DE LICORES DE ANTIOQUIA, la INDUSTRIA LICORERA DE CALDAS, el Señor ANIBAL MURIEL CRUZ y el GRUPO LITORAL, no ingresaron al territorio insular, durante los años 2.000, 2.001, 2.002, 2.003 y lo que va transcurrido del año 2004.

3. Imponer las sanciones del caso y que sean de competencia del Tribunal, a las personas naturales y jurídicas, públicas o privadas, que resulten responsables por acción o por omisión, de la vulneración de los Derechos Colectivos a la Moralidad, al Patrimonio Público, a la Salud y a la Educación.

4. Ordenar la reparación de los daños causados en las personas de la comunidad, en las entidades prestadoras de salud y en los entes prestadores de educación, causados por la insufuciencia de recursos.

5. Ordenar y oficiar a las autoridades de investigación, para que se adelanten las diligencias rigurosas sobre las actividades de venta, despacho, embarque, contabilidad e ingreso de licores y cigarrillos nacionales que son introducidos al Archipiélago.

6. Promover las acciones fiscales, penales y administrativas a que haya lugar con respecto a las personas que tengan la calidad de Servidores Públicos, que resulten involucrados.

7. Reconocer y ordenar el pago a favor del suscrito, del incentivo según el artículo 39 de la ley 472 de 1998.

8. Reconocer y ordenar el pago a favor del Suscrito, del 15% sobre los dineros recuperados por el Departamento, por concepto de impuesto a licores, que resulten probados en el proceso.”

2. Los hechos.

El actor narra, en síntesis, los siguientes fundamentos de hecho:

1. El Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina está exento de pagar IVA por la adquisición de algunos productos en el interior del país -ley 1 de 1972 y ley 47 de 1993-, en beneficio de los habitantes del Archipiélago, a quienes se les reduce, con esta medida, el costo de vida en la isla.

2. Esta exención la vienen aprovechando, “fraudulenta y torticeramente”, las industrias licoreras de Caldas y Antioquia, quienes desvían a otros departamentos sus productos, pese a que son facturados con destino al Archipiélago, logrando ilícitamente:

“a. Aprovecharse de los beneficios que la ley consagra a favor de las industrias Licoreras del país, que comercializan sus productos en el territorio insular.

“b. Eludir el pago de impuesto de IVA

“c. Repartirse el dinero que debe generar el pago del 16% por concepto de IVA, entre algunas personas que se encuentran metidas en el negociado.

“d. Evitar la generación del impuesto al consumo, que debe recibir el Departamento insular.” (fl. 4, Cdno. ppal)

3. Las personas involucradas en estos hechos realizan una “triangulación o contrabando técnico”, en el cual las industrias licoreras de Antioquia y Caldas simulan enviar sus productos al Archipiélago de San Andrés Providencia y Santa Catalina, sin que lleguen a éste, reenviándolos, con maniobras fraudulentas, a otros destinos del territorio nacional, para ser comercializados allí.

4. Esos hechos ocasionan una disminución del consumo de licor en el Archipiélago de San Andrés Providencia y Santa Catalina y, en consecuencia, una reducción en los impuestos al consumo y otros, generando un impacto negativo en el fisco departamental y una mengua en sus ingresos, impidiendo subsidiar los servicios a la salud, educación y deporte.

5. Los datos consolidados de ventas de licores en el Departamento de San Andrés, que tiene la Asociación Colombiana de Industrias de Licores -ACIL-, no corresponden con las que manejan las entidades involucradas. Existen diferencias entre las cantidades de aguardiente y ron despachadas por la empresas productoras, con las efectivamente recibidas en la Isla.

6. En las tornaguías de movilización que presenta la Gobernación del Archipiélago también se encuentran inconsistencias, como: i) falta de soportes de legalización o no legalización -art. 9, decreto 3071 de 1997-, ii) fechas de legalización fuera de límite -art. 10, decreto 3071 de 1997-, iii) facturas liquidadas con el impuesto unidad, inferior al resto de las facturas con las mismas cantidades y iv) Tornaguías sin sello de entrada al Departamento por parte de la DIAN -arts. 1, 3 y 5 del decreto 3071 de 1997 y ley 788 de 2002-.

7. Con las acciones de las empresas productoras y distribuidoras -Fábrica de Licores de Antioquia, Industria Licorera de Caldas, Grupo Litoral SA. y el Señor Aníbal Muriel Cruz- y con las omisiones de las autoridades de control por esos hechos -Departamento de San Andrés y DIAN-, se genera la violación del derecho a la moralidad pública y al patrimonio público, y se pone en riesgo la salud y la educación en el Departamento.

8. Sobre los derechos colectivos invocados como vulnerados, dice que la moralidad pública debe guiar la conducta de los funcionarios vinculados al Estado. Sobre el patrimonio público, conformado por los dineros, bienes y recursos de la nación y de la comunidad, se ven afectados porque se recibe menos cantidades de productos, disminuyendo los impuestos, porque “la cantidad gravable es menor a la adquirida”.

3. Contestación de la demanda.

El Tribunal admitió la demanda el 19 de enero de 2005. Ordenó notificarla a los demandados e informar a los miembros de la comunidad, a través de un medio masivo de comunicación -fls. 107 a 108, Cdno. Ppal.-.

Las medidas cautelares solicitadas las declaró improcedentes. En su reemplazó solicitó a la Secretaría de Hacienda de los departamentos de Caldas y Antioquia la relación de tornaguías correspondientes a los años 2002 y 2003; y a la Fábrica de Licores de Antioquia y a la Industrial Licorera de Caldas, la relación de productos que se vendieron, con destino al Archipiélago, en los años 2002 y 2003.

Las personas demandadas  adujeron que:

3.1.  El Grupo Litoral SA. Se refirió al contrato suscrito con la Fábrica de Licores de Antioquia -FLA-, cuyo objeto es distribuir los productos que ésta produce, en el marco de un convenio entre los departamentos de Antioquia y el Archipiélago.

Adujo que i) no ha ejecutado actos fraudulentos, ni se ha enriquecido torticeramente por pertenecer a la ACIL, ii) que no se puede hablar de elusión del IVA, porque en el departamento exista una exclusión del régimen a ese impuesto, iii) niega que la “triangulación o contrabando técnico”  se esté presentando, pues los productos entran al Departamento amparados y legalizados con la tornaguía, iv) que con las conductas descritas no se produce una disminución al impuesto al consumo, porque este se cobra y se paga en la fuente -al cierre de la operación de compra con el productor-, por lo que en ese instante se genera un debido pagar a favor del destinatario de los productos, sin que interese si fueron consumidos o no en el lugar de destino, v) que las cifras de venta de licores pueden no coincidir, porque para el manejo de inventarios existen varias metodologías, vi) que los productos que se despachan al Archipiélago han llegado a su destino, se han consumido allí y los impuestos causados se han cancelado oportunamente, vii) que la actividad de comercialización de licores en el Archipiélago se ha ejecutado respetando la moralidad y el patrimonio público.

Concluye proponiendo como medida exceptiva la de cumplimiento de la totalidad de las obligaciones impuestas por el decreto 3071 de 1997 y la ley 223 de 1995.

3.2. Aníbal Muriel Cruz. Manifestó sobre los hechos de la demanda que unos son ciertos, otros no y los demás no le constan. Agregó que las acciones populares no pueden utilizarse para jugar con la honestidad y honra de comerciantes como él, quien ha mantenido un comportamiento intachable durante toda su vida.

3.3. El Departamento de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-. Se opuso a las pretensiones de la demanda, por carecer de fundamento fáctico y jurídico.

Luego de plantear algunos aspectos técnicos y normativos sobre los impuestos al consumo de licores y al IVA en este producto, dijo que el primero no está bajo su control, porque no le compete fiscalizar ese tipo de bienes. Respecto al IVA señaló que el Archipiélago goza de un tratamiento especial en la materia, excluyéndolo del IVA, y que no se usufructúa de esta renta -art. 22, ley 47 de 1993-, por tanto no puede resultar afectado porque los licores no lleguen allí como lugar de destino.

Luego de establecer una diferencia entre la competencia aduanera y la tributaria, dijo que la primera sólo se encarga de controlar operaciones de productos que llegan al territorio nacional procedentes del extranjero, y la segunda se encarga del recaudo, fiscalización, determinación, discusión y cobro de impuestos nacionales. En cambio, de los tributos locales, como el consumo de licores, se encargan las entidades territoriales.

Agregó que si en algunas tornaguías de licores se encuentran sellos de la DIAN, es porque apoyaron a las autoridades departamentales en el control, pero no porque sea de su competencia directa.

Manifestó que esta acción popular es improcedente, porque no existe violación, por parte de la DIAN, al patrimonio público o a la moralidad administrativa, ni a los derechos a la salud o la educación. Así mismo, califica la demanda de temeraria, afirmando que más que una acción popular es una denuncia fiscal de evasión de impuestos territoriales, que debió ponerse en conocimiento del organismo competente.

3.4. El Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Manifestó que la DIAN es quien atiende la relación de las mercancías provenientes de otros departamentos que tienen su destino final en el puerto de San Andrés, y que ella es quien debe confrontar lo consignado en el manifiesto de carga que entrega el transportador, una vez concluido el descargue, y verificar que guarde coherencia con lo consignado en los documentos.

La obligación del Departamento consiste en registrar y permitir la legalización de lo soportado, con base en el documento de “conocimiento de embarque”, que compete elaborar a la DIAN.

3.5.  La Fábrica de Licores y Alcoholes de Antioquia -FLA-. Guardó silencio dentro del término de traslado de la demanda.

3.6. La Industria Licorera de Caldas. Dijo que la venta indirecta que hace de sus productos en el Archipiélago se realiza a través del señor Aníbal Muriel Cruz, quien responde de los impuestos a que haya lugar.

Le parece temerario y de mala fe afirmar que la licorera de Caldas utiliza fraudulentamente la exención tributaria de que goza el Archipiélago, y que no debe prosperar la acción popular, porque se trata de pretensiones genéricas, y además no es posible determinar la vulneración o agravio a los derechos colectivos, por falta de soporte documental. Agrega que el accionante está abusando de sus derechos, al poner en marcha el aparato judicial sin argumentos legales de peso y sin pruebas, y que sólo lo anima la búsqueda del incentivo que reclama.

Adicionalmente, propuso como excepción la falta de legitimación en la causa por activa, por considerar que el demandante debió utilizar los mecanismos que le otorga la ley para poner en marcha el aparato estatal -Secretaria de Hacienda- y para iniciar investigaciones y sancionar, si es del caso, las irregularidades de carácter tributario.

4. Actuación procesal.

4.1.  Audiencia de pacto de cumplimiento. El Tribunal, mediante auto de 13 de abril de 2005, citó a la audiencia de pacto de cumplimiento, la cual no se surtió por falta de notificación a la Industria Licorera de Caldas.  La audiencia fue reprogramada, y fracasó por ausencia de acuerdo entre las partes.

4.2. Trámite del proceso y alegatos de conclusión.  El proceso se abrió a pruebas, mediante auto de 31 de agosto de 2005, y posteriormente se dio traslado a las partes para alegar de conclusión -fls. 547 Cdno. Ppal.-. Lo hicieron el Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, la DIAN y el Ministerio Público.

4.2.1. El Departamento Archipiélago San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Reiteró los argumentos expuestos sobre la responsabilidad plena de la DIAN en la elaboración de los manifiestos de carga y de constatar la correspondencia entre carga-mercancía.

En cuanto a las pruebas, señaló que, según el dictamen pericial, los libros oficiales y soportes, facturas de ventas, tornaguías, recibos de pagos de impuestos y soportes contables de cada uno de los implicados, se corresponden con la relación que presentó la Secretaria de Hacienda -Grupo de Rentas del Departamento-.

4.2.2. Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-. Insistió en la improcedencia de las pretensiones del accionante, reiterando, para apoyar su postura, que la DIAN no es competente en materia de impuesto al consumo de licores nacionales, como el ron y aguardiente. Indicó que es diferente el impuesto al consumo que genera el ingreso de mercancías al Archipiélago, del consumo que genera la introducción de licores nacionales de un departamento a otro, y que la competencia de la DIAN se limita a controlar mercancías de origen extranjero. De otro lado, afirma que no existe entre el Departamento y la DIAN un convenio interinstitucional de apoyo fiscalizador al control de los impuestos territoriales.

Finalmente, dice que el perito incurre en un error al atribuir a la DIAN competencia sobre mercancías nacionales, y que no existe violación al patrimonio público, ni a la moralidad administrativa, ni a la salud, ni a la educación, por parte de la DIAN.

4.2.3. El Ministerio Público. El Procurador Judicial emitió concepto favorable a los demandados. Manifestó que todos los involucrados ofrecieron explicaciones suficientes para demostrar que no han violado las normas que deben respetar, y que no hay pruebas para atribuir una responsabilidad. En consecuencia, pide que no se acceda a lo solicitado en demanda.

5. LA SENTENCIA APELADA.

El a quo accedió, en parte, a las súplicas de la demanda. Protegió el derecho colectivo a la moralidad administrativa y conminó al Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina -Grupo de Rentas Departamentales-, a legalizar las tornaguías dentro del término legal -15 días- y prevenir a la DIAN para que ejerza, con mayor diligencia, las funciones de fiscalización y control dentro del ámbito de su competencia, respecto del ingreso y salida de licores del Departamento y, particularmente, su internación a territorio continental. En ese sentido resolvió:

“PRIMERO: Protéjase el derecho colectivo a la moralidad administrativa del Departamento Archipiélago de San Andrés Providencia y Santa Catalina -Grupo de Rentas Departamentales, conmínese para que, realice las legalizaciones de las Tornaguías, dentro del término legal establecido en el Decreto 3071 de Diciembre 23 de 1997.

SEGUNDO: Prevéngase a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-, para que ejerza con mayor diligencia sus facultades de fiscalización y control dentro del ámbito de su competencia, respecto del ingreso y salida de licores del Departamento Archipiélago y particularmente su internación a territorio continental.

TERCERO: Niéguense las demás pretensiones en relación a las otras entidades demandadas.

CUARTO: Señalase como incentivo a favor del actor JAIME MIGUEL TORRES PADILLA, con cédula de ciudadanía No. 7.958.628 de Estanislao (Bolivar), la suma equivalente a diez (10) salarios mínimos mensuales vigentes, los cuales deberán ser cancelados por el Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.

QUINTO: Confórmase un Comité para la Verificación del cumplimiento del presente fallo, que se reunirá por convocatoria del magistrado sustanciador, el cual estará integrado por las siguientes personas: el magistrado conductor del proceso, la parte demandante, el Gobernador y/o Secretario de Hacienda del Departamento, un representante de la Fábrica de Licores de Antioquia, de la Industria Licorera de Caldas, el señor Anibal Muriel Cruz, un representante del Grupo Litoral y el Ministerio Público.

SEXTO: Por Secretaría envíese copia de la demanda, del auto admisorio y de la presente providencia a la Defensoría del Pueblo con destino al Registro Público Centralizado de las Acciones Populares y de las Acciones de Grupo que se interpongan en le país.

SÉPTIMO: Una vez ejecutoriada la providencia, archívese el expediente previas las anotaciones del caso.

OCTAVO: Sin costas por no aparecer causadas.”

Respecto de la excepción de falta de legitimación por activa, propuesta por la Industria Licorera de Caldas, manifestó que no procede, pues de conformidad con el art. 12 de la ley 472 de 1998, “toda persona natural” está legitimada para ejercer la acción popular, sin que se requieran condiciones especiales.

Respecto de los derechos a la salud y la educación, expuso que son de carácter subjetivo e individual, en consecuencia, la acción popular no es la vía adecuada para buscar su protección.

Expresó que también se logró determinar que por el licor que ingresó al Departamento se pagó el impuesto al consumo.

Las razones que adujo para resolver el asunto de fondo, respecto de los demandados, luego de ocuparse del marco normativo en que se regula el tema de los licores, fueron:

Sobre el Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Señaló que su competencia incluye la legalización de los licores que ingresan al Departamento, según el Decreto 3071 de 1997 sobre tornaguías, y el manejo del impuesto al consumo de licores.

En cuanto a éste último, expresó que durante el período a que se refiere la acción popular los impuestos fueron recaudados, razón por la cual no se vulneró la moralidad administrativa.

En lo que respecta a la legalización de las tornaguías, manifestó que no se cumple a cabalidad con el decreto 3071 de 1997, específicamente en lo que tiene que ver con el plazo máximo de 15 días con que se cuenta para hacerlo. Concluyó que la falta de organización y control apareja demoras en el giro o transferencia del impuesto al consumo, pues su pago depende de la legalización, afectándose la moralidad administrativa.

Sobre la DIAN señaló que su función es verificar la relación carga-descarga que llega del territorio nacional a la Isla, efectuar el control y la vigilancia para que los licores nacionales despachados al territorio insular sean los correctos y evitar que la mercancía sea reenviada al Continente.

Concluye que si bien, y según el material probatorio obrante en el expediente, no se estableció la práctica fraudulenta denominada “triangulación de licores” que denuncia el actor, debe implementar, al igual que el Departamento Archipiélago, las medidas necesarias para evitar, en el futuro, maniobras encaminadas a defraudar el erario.

Sobre las Fabricas de Licores de Antioquia y de Caldas. Señaló que lo de su competencia es la introducción de licores y el recaudo del impuesto al consumo -art. 203 y 204 de la ley 223 de 1995-. Atendiendo a lo probado en el proceso, concluye que se ha cancelado la totalidad del impuesto al consumo por los productos vendidos al Departamento. Además, todas las tornaguías que amparan el envío de sus productos a la isla se encuentran legalizadas. Dado lo anterior, no cabe reproche en su contra.

Sobre los distribuidores Aníbal Muriel Cruz  y el Grupo Litoral SA., señaló que los productos de cuya distribución se encargaban, vendidos por las licoreras al Departamento, durante los años 2002 y 2003, fueron legalizados.

Finalmente, en cuanto al incentivo, le reconoció al actor la suma de 10 salarios mínimos legales mensuales vigentes, y su pago lo impuso al Departamento, responsable de la amenaza al derecho colectivo.

6.  EL RECURSO DE APELACIÓN.

La DIAN, el Departamento Archipiélago y la parte actora se mostraron inconformes con la decisión, y sustentaron sus recursos de la siguiente manera:

6.1. El Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.

Manifestó que no se viola la moralidad administrativa. Además, está demostrada la transparencia, claridad y debida diligencia en el manejo del patrimonio público. Solicita desestimar la responsabilidad y supuesta violación que se le endilga, revocando los artículos 1 y 4 de la sentencia apelada, con base en los siguientes argumentos:

- La oficina de rentas departamentales siempre ha cumplido con la legalización de las tornaguías, según van siendo entregadas por el transportador -art. 3071 de 1997-.

En este sentido, las inconsistencias encontradas obedecen a causas que le son ajenas, especialmente porque las certificaciones de los conocimientos de embarque no se le entregan a tiempo, y sin ellos no puede legalizar las tornaguías.

- La DIAN es la responsable de constatar la correspondencia entre lo consignado en el manifiesto de carga y los documentos de transporte de mercancías, con lo que efectivamente llega al territorio insular, así como de vigilar la mercancía que se despacha del mismo, según el Estatuto Aduanero y el concepto DIAN 004 de 2004.

- Aún si la legalización de las tornaguías se hubiera hecho por fuera del término legal, la administración departamental no ha dejado de percibir el recaudo por concepto del impuesto al consumo de licores.

6.2. La Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales-DIAN

Señaló que la sentencia impugnada desconoce la competencia y funciones que le fueron asignadas a ella por la ley, pues pese a que el problema gira alrededor de impuestos pertenecientes a entidades del orden territorial, se le endilgan a la DIAN ciertas irregularidades en su administración. En este sentido, señala que ella no es responsable de verificar y ejecutar actos que tienen que ver con la introducción, en el territorio insular, de licores nacionales.

En este sentido, dice que entre las funciones que a ella competen, contenidas en el art. 5 del decreto 1071 de 1997, no se encuentra el control y fiscalización de los licores nacionales. La DIAN sólo hace control sobre la mercancía que llega a la isla procedente del exterior, no de la que procede del territorio nacional, pues no necesita de la actuación aduanera.

Si se estudia la ley 223 de 1995, donde se define el manejo que se le da al impuesto al consumo de licores, el decreto 3071 de 1997 -sobre el control de transporte a través del Sistema Único Nacional de control de transporte de productos gravados con impuesto al consumo- y el decreto 1222 de 1986 -CRD-, se concluye que el control y fiscalización de los licores nacionales compete a la entidad territorial, luego ésta debe implementar las medidas necesarias para evitar las maniobras que defrauden al erario.

A la DIAN solo compete verificar, antes de movilizar la mercancía del departamento de origen, que cuente con la tornaguía expedida por la autoridad competente, de manera que el Departamento es el encargado de legalizar las tornaguías, “… dando fe de que el producto llegó completo y conforme a la tornaguía de origen...” -fl. 666, cdno. Ppal-.

En conclusión, solicita que se modifique el art. 2º del fallo, desestimando la prevención que se le hace a la DIAN, en cuanto al ejercicio de funciones y competencias asignadas por ley a la entidad territorial.

6.3 El demandante.

Interpuso el recurso de apelación por dos motivos: primero, por considerar incongruente el fallo, al señalar que las tornaguías fueron legalizadas extemporáneamente, sin efectuar un análisis con mayor profundidad para “verificar la ocurrencia o no de los hechos aludidos en la acción que instauré”. Segundo, por no compartir la forma en que se tasó el incentivo.

El recurrente, pese a manifestar en su escrito de apelación que lo sustentaría en la oportunidad legal, no lo hizo durante el término de traslado que se le corrió.

7. Trámite de segunda instancia -alegatos-.

Los recursos fueron admitidos el 4 de mayo de 2007. El 6 de junio se corrió traslado a las partes para alegar, pero sólo la DIAN lo hizo -fls. 684-689, Cdno. Ppal-. Esencialmente reiteró los argumentos expuestos en el recurso de apelación.

CONSIDERACIONES

Para resolver el caso concreto la Sala estudiará, previamente, i) la importancia y origen de la acción popular, como institución que protege los derechos colectivos; al interior de lo cual se harán algunas consideraciones generales sobre ésta categoría de derechos, ii) luego se abordará, desde una perspectiva fundamentadota, el alcance del derecho colectivo a la moral administrativo, considerando su contenido interno, la relación entre moral y derecho, y el concepto, propiamente tal, de moral administrativa.

Posteriormente se  resolverán los siguientes aspectos en que se delimitan los motivos de impugnación: iii) la prueba de la ocurrencia de los hechos narrados en la demanda, iv) la competencia de la DIAN  para controlar y fiscalizar los licores que llegan al Archipiélago, procedentes del territorio nacional, v) la afectación a la moralidad administrativa por las inconsistencias encontradas en el proceso de legalización de tornaguías, y vi) el incentivo a que tiene derecho el actor.

1.  Las acciones populares

1.1. Consideraciones generales sobre los derechos e intereses colectivos y las acciones populares.

Hablar modernamente de los derechos e intereses colectivos no deja de contener cierta paradoja sociológica, en una época donde el individualismo jurídico viene marcando la pauta en materia de derechos y de comportamiento social.

En efecto, los derechos colectivos no parecen, pero sólo a simple vista, expresar la línea del desarrollo jurídico más moderno, pues los derechos fundamentales han monopolizado la atención, tanto a nivel interno como internacional, al punto que se han convertido en una de las modernas fuentes de legitimación del poder político y normativo, símbolo de la racionalidad estatal contemporáne

.

No obstante esto, la sociedad moderna también reclama, cada vez más, una mirada hacia lo social, apoyada en el ordenamiento jurídico, para evitar que se adormezca la conciencia colectiva del hombre, necesitada de ser expresada en un haz de derechos que, como los fundamentales, asuma la defensa del interés general y proteja adecuadamente a la colectividad.

Esta situación concretiza la idea de que la modernidad vive en la época de la civilización de los derechos, es decir, en un momento en el cual las garantías y la protección, expresan, destacan y contienen los aspectos más relevantes de la civilidad política, la jurídica propiamente dicha, lo social, lo cultural y lo moral, pero acrecentados en términos comparativos con el pasado; de manera que el derecho, puesto al servicio de estas instituciones sociales, ha potencializado todo su contenido en términos jurídicos, rescatándolos y elevándolos a un nivel de exigencia material.

En este sentido, la sociedad contemporánea, también en términos sociales, económicos, políticos y jurídicos, demanda un equilibrio entre el individualismo y la colectividad, entre el interés particular y el general, entre el hombre y la sociedad, para lo cual se necesitó erigir recientemente, de manera reforzada en su protección, una serie de derechos que defienden lo que pertenece e interesa al grupo social en su conjunto.

Los derechos colectivos, entonces, destacan la dimensión social del hombre y también su pertenencia a la comunidad y al Estado, es decir, su vida en relación con los demás, en un intento de forzar al reconocimiento del otro, pero no a título de individualidad física y psíquica -en el sentido en que lo hacen los derechos fundamentales-, sino como miembro de un grupo, como integrante de la sociedad de la cual hace part

''''

. En este mismo orden de ideas expresa Albert Calsamiglia que “Existe la tendencia a considerar que los derechos jurídicos son individuales. Se piensa en muchas ocasiones que el interés del individuo es contradictorio con el interés de la colectividad y que por eso se garantiza el derecho. Creo que esta tesis es equivocada. El mundo de los derechos individuales puede verse desde la perspectiva del interés individual y desde esta perspectiva es evidente que aparece como individualista, es decir como garantizadora de intereses particulares. Pero los derechos pueden verse también desde el punto de vista de la colectividad. Los derechos y los valores sociales pueden ser dos aspectos de la misma cosa. No tiene sentido la libertad de expresión individual como derecho si a su vez no existen unos valores compartidos por toda la sociedad que defienden la libertad de expresión. La idea de que los valores colectivos e individuales siempre son contradictorios es falsa. Algunas veces puede haber enfrentamiento entre un derecho individual y una aspiración colectiva, pero una sociedad que defiende los derechos individuales no sólo defiende un valor del individuo sino también un valor colectivo y público. El derecho individual sólo es derecho jurídico si también es un valor jurídico colectivo.

En este sentido, puede afirmarse que de la misma manera que la libertad y la dignidad humana constituyen el principio y fin -la razón de ser- de los derechos humanos, la ley motiv de los derechos colectivos, es decir, el centro de gravedad filosófico-jurídico de los mismos es la coexistencia humana y la dignidad social. De hecho, son impensables los derechos colectivos sin sociedad, o mejor sin comunidad -tanto la política como la puramente social-, pues la cara hacia la cual miran estas garantías es precisamente hacia la convivencia humana, en función de asegurar los bienes jurídicos y materiales necesarias para dignificar la existencia en comunidad.

En este orden de ideas también es cierto que la conciencia social se encuentra en la base de los derechos colectivos, pero sin que desaparezca, desde luego, la conciencia individual. De este modo, la aparición de los derechos colectivos, así como su defensa, se incrusta, mejor que otros derechos, en los valores que encarna el sistema político denominado Estado Social de Derecho -art. 1 CP.-, donde la idea de comunidad y la  preocupación por el futuro de todos prevalece fuertemente, al punto que determina el comportamiento individual y también las políticas pública

.

Este hecho no descarta ni minimiza la presencia de un fenómeno psicológico que amenaza constantemente a los derechos colectivos. Se trata de que la relación hombre-derecho colectivo no siempre es pacífica, incluso, podría calificarse de tormentosa, en muchos casos, por la inclinación humana a estimar como bueno o mejor lo que sirve a cada cual -salvo los casos de verdadera superación moral individual-. No obstante, la cultura de los derechos viene haciendo un esfuerzo por enseñar a los hombres a querer lo que no pertenece a nadie con exclusividad, a fin de dinamizar y potencializar la existencia de los derechos colectivo''''''''.

En medio de todo, y en un contexto histórico marcado por la preminencia de los derechos fundamentales, lo cierto es que en Colombia la Carta Política de 1991 elevó a la categoría de norma constitucional los derechos e intereses colectivos, así como las acciones populares -artículo 8

-, e indicó que su regulación correspondía hacerla al legislador, quien, en este sentido, expidió la ley 472 de 1998.

Esta disposición prevé que las acciones populares tienen por objeto proteger y defender los derechos e intereses colectivos, y que las conductas que dan lugar a su ejercicio, ante la jurisdicción de lo contencioso administrativo, están referidas, por regla general, a la acción u omisión de las personas públicas y de las privadas que ejercen funciones administrativas, siempre y cuando las pretensiones busquen proteger los derechos e intereses colectivos. No obstante, es claro que los particulares también pueden violar estos derechos y ser objeto de esta medida de protección. Esto se deduce de la ley, que dispone al respecto:

“Art. 2. ACCIONES POPULARES. Son los medios procesales para la protección de los derechos e intereses colectivos. Las acciones populares se ejercen para evitar el daño contingente, hacer cesar el peligro, la amenaza, la vulneración o agravio sobre los derechos o intereses colectivos, o restituir las cosas a su estado anterior cuando fuere posible'.

“Art. 9. PROCEDENCIA DE LAS ACCIONES POPULARES. Las acciones populares proceden contra toda acción u omisión  de las autoridades públicas o de los particulares, que hayan violado o amenacen violar los derechos o intereses colectivos.'

La consagración de esta categoría de derechos contribuye, como lo vienen haciendo los derechos fundamentales, desde su propia orilla, a intensificar la exigencia de que se gobierne con más prudencia, es decir, observando una serie de valores, ahora también los de carácter colectivo. Este propósito se logra en la medida en que la toma de las decisiones públicas, o con incidencia en ella, ahora debe consultar, con una presencia reforzada, criterios que no eran determinantes -no por eso inexistentes- en el pasado.

De este modo, ya no será lo mismo decidir, actuar o abstenerse de hacerlo respetando ciertos derechos existentes y determinantes, que hacerlo considerando otros más. Sin duda, esta situación supone una exigencia máxima para las entidades públicas encargadas de velar por la protección, cada vez más compleja, de una serie de derechos que se imbrican de una manera casi imperceptible, y luego inexpugnable.

Ahora bien, una de las inquietudes fundamentales, en torno a las acciones populares, luego de definir que su objeto es la protección de una categoría muy específica de derechos -al igual que la acción de tutela protege un tipo de derechos especialmente determinado, los fundamentales-, es que es necesario definir cuáles son ellos. Esta pregunta tiene las siguientes respuestas posibles.

De un lado, que son derechos colectivos los definidos, expresamente, por la Constitución Política. Al interior de este grupo hay, a su vez, dos fuentes donde ellos se hallan.                                                                                                                                     

En primer lugar, en el propio art. 88, el cual dispone que son derechos colectivos el patrimonio, el espacio, la seguridad y la salubridad públicos, la moral administrativa, el ambiente y la libre competencia económica.

No obstante, y en segundo lugar, estos no son todos los derechos. Hay otra fuente constitucional, contenida en el Título II, capítulo 3 -arts. 78 a 82- que se titula “De los derechos colectivos y del ambiente

. Para la Sala no hay duda que tanto los unos como los otros son derechos de esta naturaleza, y por esa razón pueden ser protegidos con la acción popular, cuando quiera que sean amenazados o vulnerados.

De otro lado, existe una fuente adicional, auténticamente creadora de derechos colectivos, por autorización del propio Constituyente -art. 88-. Se trata de la ley, concretamente de la 472 de 1998, que en el artículo 4 señaló cuáles otros derechos son colectivos, y por tanto son susceptibles de protección con la misma acción constitucional. No obstante, además de esta ley, cualquiera otra y también los tratados internaciones -leyes en sentido formal- también pueden ampliar éste catálogo de derechos. Dispone esta norma que:

“Art. 4. DERECHOS E INTERESES COLECTIVOS. Son derechos e intereses colectivos, entre otros, los relacionados con:

a) El goce de un ambiente sano, de conformidad con lo establecido en la Constitución, la ley y las disposiciones reglamentarias;

b) La moralidad administrativa;

c) La existencia del equilibrio ecológico y el manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. La conservación de las especies animales y vegetales, la protección de áreas de especial importancia ecológica, de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas, así como los demás intereses de la comunidad relacionados con la preservación y restauración del medio ambiente;

d) El goce del espacio público y la utilización y defensa de los bienes de uso público;

e) La defensa del patrimonio público;

f) La defensa del patrimonio cultural de la Nación;

g) La seguridad y salubridad públicas;

h) El acceso a una infraestructura de servicios que garantice la salubridad pública;

i) La libre competencia económica;

j) El acceso a los servicios públicos y a que su prestación sea eficiente y oportuna;

k) La prohibición de la fabricación, importación, posesión, uso de armas químicas, biológicas y nucleares, así como la introducción al territorio nacional de residuos nucleares o tóxicos;

l) El derecho a la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente;

m) La realización de las construcciones, edificaciones y desarrollos urbanos respetando las disposiciones jurídicas, de manera ordenada, y dando prevalencia al beneficio de la calidad de vida de los habitantes;

n) Los derechos de los consumidores y usuarios.

“Igualmente son derechos e intereses colectivos los definidos como tales en la Constitución, las leyes ordinarias y los tratados de Derecho Internacional celebrados por Colombia.

“PARAGRAFO. Los derechos e intereses enunciados en el presente artículo estarán definidos y regulados por las normas actualmente vigentes o las que se expidan con posterioridad a la vigencia de la presente ley.”

No obstante lo anterior, la Sala puntualiza que no todos los derechos colectivos, de origen constitucional, están contenidos en los artículos 88 y 78 a 82 CP, pues es perfectamente posible hallar en dicha Norma otros que comparten la misma naturaleza. En este sentido, su identificación precisa la deberá ir haciendo esta Corporación, en cada caso concreto.

De otro lado, en el espectro de los derechos colectivos de origen legal, también se debe indicar que si bien la ley 472 identifica el grueso de ellos, nada obsta para que en otras leyes se incluyan más, identificación que suele hacerse de manera expresa por el legislador.

Concretando un poco estos aspectos, en función del caso concreto, pero sin alejarse de la teoría general de los derechos e intereses colectivos, cabe decir que entre ellos la Constitución Política mencionó, en forma directa, la moralidad administrativa -el fue objeto de solicitud de protección a través del recurso de apelación-. Sobre su alcance y contenido esta Sección se pronunciará a continuación.

2. La moral administrativa.

La Constitución Política de 1991 erigió la moralidad administrativa como un derecho colectivo, tutelado a través de la acción popular, en los términos analizados anteriormente. Para comprender el alcance de este derecho colectivo la Sala analizará, a continuación, el contenido del mismo y su relación con figuras afines.

2.1. Concepto de moralidad: Tensión y complementariedad entre la moral individual y la moral social.

La moralidad, también denominada “ética” en otros contextos, hace referencia al obrar correcto, es decir, al comportamiento adecuado, en términos valorativo. Constituye en sí misma una pauta de conducta, en principio individual, que determina la manera como se debe actuar en determinados casos de la vida práctica. De este modo, la acción humana se limita y orienta por una escala de valores que, impuesta por el mismo individuo, conduce sus acciones cotidianas, según los parámetros trazados unilateralmente.

De esta manera, la realización de conductas buenas y el cumplimiento de los debere

 son representativos del obrar ético, surgiendo el hombre virtuoso, es decir, el individuo que representa un modelo de vida buena a seguir. La virtud es, entonces, un parámetro de medición de la vida ética y, en este sentido, alcanzarla forma parte del ideal moral.

Como se puede apreciar, no se trata de un concepto de fácil comprensión, si se tiene en cuenta que su fundamento depende, en principio y en ocasiones, de la actitud y el compromiso individual de cada sujeto. Esta idea destaca una de las facetas de la moralidad: la personal, subjetiva o individual, cuya existencia y construcción depende de la capacidad de cada individuo de dictarse sus reglas de comportamiento, como legislador soberano de este espacio de la vida.

No obstante esta circunstancia, el hecho de que cada hombre tenga una potestad creadora de los criterios de su conducta, no le resta valor a la moral individual, pues, desde este punto de vista, ella no se define por la capacidad de imponerse ciertas reglas de conducta, desde fuera del sujeto, sino que valora la aptitud humana de señalarse, a sí mismo, reglas sobre el buen comportamiento.

De hecho, desde el punto de vista de la ética más noble y pura, es deseable que unilateralmente cada individuo cree, se dicte e imponga los valores éticos que debe observar, con la esperanza de que la coincidencia de estos comportamientos, por la sumatoria de los sujetos que piensan y actúan del mismo modo, redunde en la creación de una comunidad de actitudes buena

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Esta cualidad da cuenta de la “conciencia moral” del hombre, es decir, de su capacidad de reflexionar, con ayuda de la razón, para construir parámetros de comportamiento apropiados para los seres humanos. Esta facultad humana de saber, desde el interior del corazón y el espíritu, cuáles conductas son éticamente buenas o malas, correctas o incorrectas, constituye el motor más importante de la reflexión moral y de la creación de este tipo de normas.

La razón y la conciencia moral se erigen, en esta medida, en las herramientas con las cuales el hombre discierne sobre su conducta y reflexiona sobre los comportamientos más adecuados. La humanidad pone, de este modo, la confianza sobre esa capacidad de cognición y espera que con su ayuda se descubran los valores más útiles para cada persona y para la sociedad.

Existe, no obstante, una deficiencia en ese proceso de construcción de la moral individual, como base de la existencia de una ética aplicada, lo que hace dudar de la capacidad de definir, por sí solo, lo que es ético y lo que no lo es. Pensar lo contrario constituye una ética ingenua. Se trata de que no es posible confiar en que todos los hombres coincidirán en dictarse las mismas normas morales -por lo menos las más importantes-, con el mismo contenido y el mismo nivel de vinculación, logrando así que la observancia de una conducta se generalice. Este riesgo crece porque existen hombres que no están dispuestos a dictarse reglas de conducta buenas, que limiten su capacidad de obrar, es decir, sujetos que actúan sin prejuicios éticos, y que prefieren actuar, frente a los demás, usando la fuerza, la astucia, el engaño, entre  otros antivalores.

Se debe aceptar y reconocer, moralmente hablando, la existencia de esta condición humana, es decir, la incapacidad que demuestran algunos individuos para dominar sus pasiones, e incluso la preferencia por convivir con ella–

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Esta actitud demuestra el desinterés humano, por parte de algunas personas, de perfeccionarse moralmente, o mejor, su apatía por construir un sentido de vida más acorde con la condición privilegiada que tiene el hombre, en el contexto de los demás seres vivos que habitan el mundo.

En los términos más simples de la axiología, es claro que la superación de la condición humana natural supone tener la actitud decidida de vencer las pasiones, es decir, las inclinaciones humanas más bajas que hacen que el hombre tenga ciertos sentimientos y, luego, ciertos comportamientos egoístas para con el resto de la humanidad. Esa inclinación a ser dominado por las sensaciones y sentimientos más bajos debe combatirla el mismo hombre, hasta sobreponerse de esta condición y superarla con ayuda de sentimientos más nobles, que hacen más humana la existencia en el mund

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Este hecho pone en cuestión la convicción de algunos, sana pero también ingenua, de que el hombre, sólo, puede actuar bien; de manera que es necesario construir y reclamar una moral objetiva, exigible y oponible a todas las personas, que no dependa, por tanto, de la voluntad soberana del individuo, y que pueda imponerse a cualquiera que viva en la socieda

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A esta moral, de carácter social y pública, le corresponde la tarea de construir y sugerir un comportamiento debido, a partir de una escala de valores aceptada por los miembros de la comunidad. De hecho, una ética que no se universalice difícilmente permitirá que surjan las condiciones para vivir con tranquilidad en la sociedad política.

Esta actitud trasformadora da el paso de la moral privada hacia la moral pública, de la moral individual a la social, de la moral subjetiva a la objetiva. Así se garantiza, también, la mínima uniformidad de la conducta ética, sin la cual existiría una desventaja en la existencia para los sujetos morales que actúan por vocación propia, lo que haría imposible vivir en comunidad a los individuos éticos y a los sujetos amorale

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De otro lado, la moral que se comparte en sociedad sólo usualmente se alcanza mediante la imposición, a través de las distintas instituciones sociales -como la familia, la empresa, la sociedad civil o el Estado-, lo que contribuye a construir consensos de comportamiento, estimados como éticamente buenos y virtuosos. El óptimo ético, desde luego, consiste en la formación de una voluntad moral universal y  uniforme, dictada por todos y cada uno de los individuos de una sociedad concreta, quienes, de manera coincidente, confluyen a proponer, crear y observar un mismo comportamiento, socialmente aceptables.

No obstante, como la naturaleza humana no ha dado nunca la garantía de que todos los hombres pueden llegar a acuerdos en estas materias, y considerado el riesgo que se corre si algunos individuos se resisten a compartir el mínimo ético que una sociedad concreta exige, entonces ha sido necesario dictar e imponer conductas morales a éstos, quienes sólo por la presión están dispuestos a acatar los parámetros éticos que la sociedad demanda.

De hecho, bastaría con que un solo hombre se negara a aceptar, respetar y aplicar el criterio moral compartido por los demás ciudadanos, para que éstos corrieran el inminente riesgo de verse sometidos a las conductas amorales de aquél, quien por no tener límites éticos tendría la inclinación y posibilidad de someter a la sociedad, la cual, a su turno, asumiría, como actitud inicial, la tolerancia ética, ante su incapacidad moral de actuar del mismo modo que su provocador, pero, finalmente, se destruiría el consenso moral, ante la imposibilidad humana de soportar a los agresores.

La moral social resulta siendo, en este contexto, un acuerdo, expreso o tácito, sobre los valores y deberes que tienen los ciudadanos para consigo mismo y con los demás. Sin embargo, la moral subjetiva no es exactamente la misma moral social, pues la primera puede tener un tamaño mayor o menor que la primera, según la convicción de cada individuo; reflejando este aspecto la soberanía moral que, por naturaleza, tienen los hombre

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Sin embargo, la moral social debería llegar a reflejar los valores construidos por todos los individuos virtuosos de una sociedad, para que, de esa manera, no desaparezcan los valores individuales, y, en su lugar, se reflejen en el espacio donde los hombres comparten con los demás. Este proceso constituye una especie de reproducción, a escala mayor, de los valores individuales, hasta llevarlos, por aceptación generalizada, a la sociedad, representada por las distintas instituciones sociale–

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Este proceso de construcción de la moral social, usualmente inducido a través de la educación y la costumbre, pero también por medio de la presión que ejercen algunos órganos sociales fuertes -como la familia, la sociedad civil o el Estado-, busca salvaguardar los valores morales individuales dignos de conservación -como, por ejemplo, el respeto a los derechos fundamentales, la protección al débil, la consideración con los menos favorecidos, el repudio a las mentiras y el engaño, etc.- hasta generalizarlos e incrustarlos como valores sociales, exigibles de todo ciudadano.

Este camino hacia la generalización de la moral, imperceptible a los ojos del individuo común, pero no para los observadores de los procesos de trasformación social -filósofos, sociólogos, sicólogos, y en menor medida abogados- pretende universalizar la moral más provechosa para una sociedad concreta, buscando que adopte lo valores más altos posibles.

Una sociedad éticamente fuerte, no hay duda, generaliza la mayor cantidad de valores posibles en sus ciudadanos, enseñándoles a amar y respetar, por convicción personal, primero que todo, cada uno de los valores estimados como útiles y necesarios para tal fin. No obstante, y en segundo lugar -de ser necesario-, la misma sociedad impondrá a los ciudadanos indiferentes la obligación de respetar los acuerdos éticos, a fin de instituir una sociedad buena y justa, donde se conviva con tranquilidad.

Todo este proceso trascurre en una dialéctica social que oscila entre la actitud natural y espontánea del ciudadano, y la inducción, a través de hechos sociales, naturales e incluso normativos, que asientan la moral pública.

No obstante lo dicho, no puede establecerse una distinción tajante entre la moral individual y la social. Por el contrario, la relación es permanente y se conecta, casi imperceptiblemente, en la conciencia de cada individuo, quien aprecia, determina y juzga, en todo momento, en términos morales, las conductas que debe realizar él o sus congéneres. De esta manera, fluye una especie de comunicación constante entre los dos mundos de la moral, provocando una recreación perseverante y perenne de las actitudes éticas y de los valores morales.

Una variante de esta idea, en caso de concretarse en la vida práctica, mostraría que la generalización de la moral individual, hasta producirse la colectiva o social, conduce a la liberación del hombre de sus pasiones e individualidad, hasta asumir la vida del otro como propia, es decir, hasta sentir la necesidad, felicidad, angustia, temor y tristeza de los demás como suya, por lo menos como próximas, elevándose el nivel ético a la altura de los más sensibles sentimiento humanos de preocupación por la suerte de los demás y del compromiso de hacer un esfuerzo por alcanzar la felicidad de todos.

Este proceso mantiene a la moral activa, en sus distintas facetas, porque se somete a prueba por parte de cada individuo y también de la sociedad, generándose un proceso, a su vez, de revisión constante de su contenido, bien para ajustarlo o bien para modificarlo.

De aquí también se sigue que, al margen de las posiciones iusnaturalistas o positivistas, la moral no siempre es la misma, pues si bien ciertas conductas tienen una alta capacidad de permanecer en el tiempo, no necesariamente todos los comportamiento morales subsisten iguales: unos surgen, otros se trasforman y algunos más desaparecen.

De otro lado, la idea de moral social, por su misma forma de construcción, y también de imposición, es bastante más compleja que la moral individual, en cuanto a los medios de los cuales se sirve para implementarla. De hecho, a ella le corresponde asumir la tarea de unificar el sentido de moral de la comunidad, y socializar sus contenidos, sin sacrificar la moralidad individual que permanece, siempre, en el interior de cada sujeto, en constante ebullición.

Esta complejidad también se distingue en el hecho de que su debida apreciación, y posterior paso a la formulación universal, requiere de complejos y delicados juicios de comprensión del entendimiento humano, a fin de extraer de cada sujeto lo bueno moral y luego extenderlo, con posibilidades de éxito, sobre el grueso de la capa social. Esta tarea debe explotar, con inteligencia política, las máximas virtudes individuales, para extenderlas a un pueblo, pero sin caer en un moralismo inútil, que termine atormentando la vida cotidiana, hasta cansar a los hombres.

No sobra decir, por oposición a lo destacado hasta este punto, que la despreocupación o indiferencia moral, por parte de un individuo, encarna un desprecio por la suerte de los demás y de la sociedad entera, así como por el compromiso de que exista una comunidad ética. Esta actitud exige de la comunidad política un esfuerzo superior para someter a los individuos que así se comportan, pues, en términos éticos, la comunidad tendrá que soportar su inactividad hasta presionar un comportamiento acorde con el que comparte el común de los miembros de la sociedad, aunque corriendo el riesgo, constante, de que, ante el menor descuido, estos individuos dejen de observar la moral pública instituida.

2.2. Relación entre moral y derecho.

Históricamente, la moral ha sido un concepto problemático, tanto en su dimensión individual como social, alrededor de lo cual difícilmente ha existido consenso sobre su contenido y alcance, pese al esfuerzo de generalización social que se presenta en casos y comunidades concretas.

No obstante, para distinguirla del derecho ha dicho la doctrina, de manera consistente, que existe una diferencia evidente con la moral, representada en los siguientes conceptos, todos ellos contrapuestos: i) la moral es autónoma, porque se la impone el hombre, mientras que el derecho es heterónomo, porque lo dicta un órgano público que lo impone aún contra la voluntad del ciudadan

. ii) La moral es incoercible, porque de su inobservancia no se sigue un castigo institucional, mientras que el derecho es coercible, porque la fuerza es un medio admisible para hacer cumplir su contenid

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. iii) La moral es interna, porque está dirigida a la conciencia individual -fuero interno-, mientras que el derecho externo, porque se ocupa principalmente de la regulación exterior del comportamiento humano -fuero externo

. iv) La moral es unilateral porque en ella las desventajas, deberes u obligaciones no son correlativas a las ventajas de otro individuo, mientras que el derecho es bilateral, porque establece ventajas para una persona y en forma correlativa desventajas para otr.

Pese a este esfuerzo de distinción, no debe olvidarse que la moral siempre ha ejercido una influencia determinante sobre el contenido probable del derecho, y que si bien se presentan grandes diferencias entre ambos conceptos, también existen marcadas y recíprocas relaciones e influencias, haciendo espinoso el tratamiento de la materia. De hecho, los comportamientos morales indiferentes para el derecho no son los que ponen en aprietos este tema, son las actitudes morales con influencia social los que hacen difícil saber hasta dónde el derecho actúa sólo y con independencia, y hasta dónde la moral impone su ideología sobre los operadores jurídicos, así estos crean estar aplicando el derecho y no la moral.

De ahí que la clásica distinción ideológica entre iusnaturalistas y positivistas haya encontrado, alrededor de este concepto, un punto de divergencia bastante representativo en la historia jurídica. De hecho, aquéllos confían, desde este punto de vista, en que el derecho es, sobre todo, un producto moral o, por lo menos, que se encuentra influenciado y determinado fuertemente por él, así sea desde el punto de vista de la hermenéutica con la cual se deben abordar las normas que conforman el sistema jurídico. Los últimos, por el contrario, rechazan la presencia de la moral, antepuesta al derecho positivo, pues la inseguridad que surge si el criterio moral del operador jurídico reemplazara la norma positiva destruiría la noción de derecho moderno.

No cabe duda, luego del paso del tiempo, que esta tensión histórica ha dado lugar a que la sociedad política y la comunidad jurídica hayan tomado partido, de manera alternada, por diversas posiciones frente a este problema filosófico que ofrece el derecho, y del mismo modo perpetúa la diferencia ideológica entre iusnaturalistas de nuevo cuño y positivistas reformistas. Así, por ejemplo, la época medieval se caracterizó por la prevalencia de la moral como determinante del derecho, tanto así que ambos conceptos alcanzaban a confundirse. Fue la época del predominio de la religión sobre el derecho, y también la época de mayor florecimiento del ius naturalismo de tipo religioso. La ilustración, por el contrario, se levantó contra ese modo de ver la moral, y también el derecho, y estableció condiciones para objetivarla, llevando la reflexión ética a la norma, e impidiendo que pudiera construirse por fuera de ella. De esta manera, la norma positiva expresaba la concreción moral de la sociedad, y quiso evitarse que la tiranía de los valores individuales -incluido el religioso- sorprendiera a los individuos.

Si bien podrían desglosarse otros períodos de la historia de la moral y del derecho, y del positivismo y el iusnaturalismo, esto es suficiente para comprender que su relación, de discordia y de consenso, parcial o total, según la problemática de que se trate, ha formado parte de la evolución de esta disciplina socia

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No obstante, la época actual, que no ha escapado a esta disputa, sólo que se ha refinado en su conceptualización, parece haberle dado paso a un nuevo iusnaturalismo y a un nuevo positivismo, expresado en la importancia que le viene dando a los principios y a los valores. Se trata de la influencia ejercida de manera directa, a través de su consagración expresa -lo cual satisface parcialmente al positivismo-, pero también de una influencia hermenéutica, a través de la necesidad de resolver los casos concretos con ayuda de la interpretación de los principios -lo cual pertenece más al campo de iusnaturalismo de corte clásico-.

La sociedad moderna, tanto la política como la jurídica, han vuelto a darle gran importancia a los principios y los valores, entre ellos la moralidad, de manera que este hecho también caracteriza fuertemente la situación actual de la relación entre moral y derecho.

Quizá lo propio de la época moderna no sea debatir y tomar partido alrededor de esta clásica distinción de escuelas, pero sí en relación con la importancia de la moralidad como principio y como derecho constitucional.

En este sentido, lo que se puede dar por sentado es que nuestro derecho ha recogido y toma en cuenta la moral de varias maneras: i) en primer lugar, como fuente de inspiración del contenido de muchas normas positivas -no de todas, desde luego-, las cuales son producto de la discusión pública, a cargo de los órganos institucionales que producen el derecho positivo, pero también a cargo de la sociedad civil, quien de diversas maneras, institucionalizadas o informales, hace sentir su voz sobre los diferentes temas que interesan a ambos sistemas normativos. ii) En segundo lugar,  la ética también está recogida en la norma jurídica, como norma positiva, de manera que la moral y el derecho se unen, en perfecta armonía, confundiéndose en una sol

 

 

 

. En este caso, aplicar la norma jurídica o la moral no tiene diferencia práctica, a los ojos de un espectador lego. iii) En tercer lugar, hoy en día la moral es, de manera importante, un criterio de interpretación del derecho positivo, al considerarse como un principio general del derecho. Esta posición le permite asumir una función creativa frente a la norma jurídica, de alcances insospechados en cuanto a los resultados, produciendo una influencia de proporciones incalculables, por lo menos en forma a priori.

Esta multifacética relación entre moral y derecho permite afirmar que existen contextos propios de la moral y del derecho, en cuyos campos la intromisión del uno en el otro no sólo es innecesaria, sino, incluso, nefasta para el desarrollo de cada uno de estos sistemas normativos. ¡Esto es bastante obvio! No obstante, también es cierto que la influencia y las relaciones de ambos, en otros casos, no sólo es necesaria sino indispensables para que el derecho se construya según ciertos parámetros morales, que son lo que comparten y están dispuestos a observar los ciudadanos. Este reconocimiento facilita la construcción moral de la sociedad, con la ayuda del derecho.

Esta última también refleja la función instrumental de la moral, que siempre ha servido de faro al derecho para construirse. De hecho, por grandes y profundas que sean las disputas entre iusnaturalistas y positivistas, o entre nuevas y viejas doctrinas del derecho, ninguno puede negar la importancia práctica y legitimadora que tiene la moral en la elaboración de las normas positivas, y también en su aplicación. Esta función, de guía del derecho y también del Estado y del individuo -aisladamente considerado-, expresa la visión ética objetiva que toda sociedad, organizada como Estado, pretende mantener en su interior, como organización social y política consolidada.

No en vano, entre las tareas rutinarias que siempre han debido asumir los órganos públicos hacedores del derecho y también los aplicadores de éste -como los jueces, por ejemplo- se encuentra cómo hacer compatible la moral y el derecho, en los casos en que deben caminar de la mano. Esa pretendida articulación, necesaria en muchos casos concretos, hace parte de la función natural que deben arrogarse estos órganos, a quienes se les ha encomendado la tarea de hacer el derecho y/o de aplicarlo, manteniéndolo vigente y legítim

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2.3. La moral administrativa.

Los anteriores planteamientos conforman la base para adentrarse en el estudio del derecho colectivo a la “moral administrativa”, a que se refiere el art. 88 CP. Se advierte que el concepto mismo resulta problemático, porque la “moral” a secas no constituye el objeto de este derecho, sino la moral “administrativa”, lo cual supone pensar y afrontar varios tipos de problemas.

2.3.1. Origen constitucional del derecho colectivo a la moral administrativa. A diferencia de muchos otros derechos colectivos, la moral administrativa tiene fundamento constitucional, pues ella lo creó directamente, al enunciarlo en el art. 88. Por el contrario, también dispuso que el legislador podía crear otros derechos colectivos, de lo cual se ocupó éste en el art. 4 de la ley 472 de 199

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De manera que en la relación de derechos que el artículo citado contempló, la inclusión de la moralidad administrativa no es más que una reproducción del derecho creado en la Constitución, y que sólo para fines pedagógicos y de completitud de la materia fue incluido en dicha norma, pues, en términos de eficacia, no era necesario que lo hicier

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Sin embargo, vale la pena tener en cuenta que la moralidad, como valor jurídico y político, no fue creada propiamente por la Constitución Política de 1991. De hecho, tiene antecedentes preconstitucionales, en distintas leye

  

 

  

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No obstante lo anterior, lo que sí es cierto es que como “derecho colectivo” existe desde la expedición de la Constitución de 1991, lo cual marca una diferencia frente a las normas preconstitucionales, que la trataban como principio o como deber, pero en otros contextos.

Finalmente, en la actualidad la moralidad posee una doble connotación constitucional: i) Constituye un “principio”, incluido en varias normas de la Carta Política, entre ellas en el art. 209 CP.; pero ii) también es un “derecho”, del tipo de los colectivos, lo que le imprime características especiales que demandan distinguir los momentos diferenciados de su existencia.

2.3.2. La moral administrativa es un “concepto jurídico indeterminado”. El derecho a la moral administrativa carece de la concreción normativa que caracteriza otros derechos, que si bien pueden ser amplios y bastos en su contenido, tienen un sentido más preciso. Es el caso, por ejemplo, de los derechos al medio ambiente o al patrimonio, de mayor claridad conceptual y práctica; lo que no significa que no ofrezcan problemas en su aplicación, pero sin duda menores en su comprensión a priori.

De manera que el derecho colectivo a la moral administrativa pertenece a ese tipo de nociones que en el derecho administrativo se denominan conceptos jurídicos indeterminados, es decir, significaciones demasiado amplias, imprecisas y hasta vagas, cuya concreción no es posible lograr con su sola enunciación.

Este tipo de conceptos los utiliza comúnmente el legislador, y también el Constituyente, ante la dificultad que se presenta de tratar con precisión y rigor una materia, bien por imposibilidad conceptual o bien por imposibilidad fáctica de incluir en una palabra más precisa todo el universo de supuestos que pretenden regular. Esto hace que se deba apelar a expresiones omnicomprensivas de un acervo de situaciones que deben caber en el supuesto de la norma creada, correspondiendo a otra autoridad, la que aplica la norma, interpretar el concepto y definir si se debe o no aplicarse a un caso concret

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La labor de precisión del concepto jurídico indeterminado, con la pretensión de definir su posible aplicación o desecharla, por no corresponder con el caso, es creadora de derecho, o por lo menos aclaratoria del creado por el legislador. De hecho, uno de los primeros problemas que ofrece este tipo de conceptos es que no se sabe, de manera inmediata, si es aplicable al caso que se somete a examen, siendo necesario definirlo previamente para, posteriormente, determinar si el asunto concreto encuadra en el supuesto de la norma.

Desde luego que las múltiples aplicaciones del concepto, bien en la vía administrativa o en la jurisdiccional, según corresponda, ayudan a precisarlo, poco a poco, dándole concreción y sentido preciso, facilitando la aplicación a los casos futuros. Esta labor, lenta y puntual, también da lugar, frecuentemente, a que el operador jurídico encuentre diferentes contextos aplicativos de la norma, de manera que con frecuencia surgen matices en la aplicación de la misma, creándose una multiplicidad de significados locales del concepto, haciendo aún más técnico el uso del mismo.

Estas cualidades también le aplican al concepto de “moral administrativa”, sobre el cual ya la jurisdicción de lo contencioso administrativo ha ido precisando no sólo su alcance, sino también su sentido focalizado.

2.3.3. La moral administrativa no incluye todo tipo de moral, pero sí protege la que está inmersa en el ejercicio de algunas funciones públicas. Para acabar de definir el concepto de “moral administrativa” deben hacerse dos precisiones adicionales, que delimitan espacial y técnicamente el mismo.

En primer lugar, la moral a que se refiere el artículo 88 CP. no incluye todo tipo de moral, entre ellas, la subjetiva o particular, sino sólo la administrativa. De manera que aquellas conductas consideradas como éticamente buenas o virtuosas, pero que pertenecen al campo estrictamente personal, o al religioso, e incluso al social, y que no alcanzan a tener trascendencia política y jurídica, no están incluidos en este concepto. Atendiendo a tal criterio, este derecho-principio no protege la moralidad en abstracto, ni la moralidad en general, sino una especie de ella: la que el Constituyente dio en llamar “moral administrativa”. Así, entonces, ciertas conductas consideradas como éticamente incorrectas no pueden ser objeto de protección a través de la acción popular, porque pueden constituir violaciones a la moral privada, la cual se deberá seguir protegiendo a través de otro tipo de acciones que recojan los efectos de las conductas particulares moralmente indeseables.

En segundo lugar, este concepto, pese a la distinción anterior, la cual delimita bastante bien el tema, sigue siendo problemático, porque el adjetivo “administrativo” puesto a la moral sugiere algunas ideas concretas, preconstruidas por el derecho público, y cuyo significado puede darle un giro determinado al alcance del concepto. Veamos por qué.

La primera aproximación que podría dársele al concepto sugeriría que la expresión “administrativa” indica que sólo cuando actúa la rama ejecutiva o administrativa del poder público cabría controlar dichas decisiones por medio de la acción popular. En este orden de ideas, se sostendría que la moral administrativa es propia del ejercicio de la función administrativa, no así del ejercicio de otras funciones públicas. Desde luego que en este primer concepto de aproximación también se incluirían las demás ramas del poder público, siempre que ejerzan, en el caso concreto, función administrativa. Del mismo modo, incluiría a los particulares, siempre que ejerzan esta misma función.

La Sala, sin embargo, descarta esta acepción restringida, y opta por una un poco más amplia, según la cual, para los solos efectos del art. 88 CP., dicho concepto no hace referencia concreta y exclusiva a una función pública, o a quienes extraordinariamente la ejerzan, sino que se refiere al concepto de “moral pública”, como género de la moral política.

En este sentido, el derecho colectivo a la moralidad, en principio, es exigible de todos los órganos que ejercen tareas o actividades a cargo del Estado, en cualquiera de las ramas del poder público, pero no es protegible, a través de esta acción, la vulneración a este principio, en que incurran las autoridades jurisdiccionales y la legislativa.

Esta interpretación, amplia y garantista, es la que mejor se acomoda a filosofía de la Constitución, así como a los derechos colectivos que se analizan y a la acción a través de la cual se protegen. Otro entendimiento limitaría, innecesaria e injustificadamente, el campo de aplicación de un derecho cuyo propósito no es otro que proteger el ordenamiento jurídico de las desviaciones, provengan de la rama del poder publico que provenga.

Incluso, esta idea aplica a toda la rama ejecutiva, sin importar si ejerce una función administrativa. Recuérdese, en este sentido, que en ocasiones algunas entidades estatales realizan tareas que no comportan el ejercicio de la función administrativa. Es el caso de algunas tareas que ejecutan las empresas industriales o comerciales del Estado y las sociedades de economía mixta, quienes, pese a que no ejercen la función pública en casos concretos, pueden llegar a violar la “moral administrativa” en esos eventos, pues el adjetivo “administrativo”, se insiste, no se relaciona con el ejercicio de la función pública, si no con la ejecución de actividades por parte del Estado.

Este entendimiento es el que mejor se compadece con el art. 88 CP., y con la filosofía político-jurídica que lo inspiró, pues la necesidad de proteger los derechos colectivos fue el sentido que inspiró al Constituyente para crear una acción que defendiera a la comunidad de ciertas acciones del Estado.

2.3.4. La moral administrativa puede estar inmersa en una amplia variedad de acciones, instrumentos y decisiones del Estado. A diferencia de muchos otros derechos colectivos, la moral administrativa tiene la cualidad y característica de ser un derecho provisto de una alta potencialidad de proyectarse sobre la realidad, en el sentido en que no se encuentra anclada en un tipo de acto o momento específico, sino que puede manifestarse a través de distintas acciones e instrumentos.

Es el caso de los contratos estatales, los actos administrativos, las simples o puras acciones materiales del Estado, entre otras formas de actuación administrativa. Incluso, las omisiones pueden involucrar una amenaza o violación al derecho a la moral administrativa, de manera que ningún medio parece escapar a la posibilidad de que a través de él se manifieste la moral administrativa. De aquí se puede concluir que, por lo menos en forma a priori, no se puede descartar ninguna forma de expresión de la voluntad del Estado como posible medio amenazante o vulnerante de este derecho.

1.3.5. Sentido, contenido e importancia del derecho colectivo a la moral administrativa. Su relación estrecha, pero no exclusiva con la corrupción. Como todo derecho, cualquiera sea su rango, el de la moral administrativa tiene un sentido que explica y justifica su existencia.

En parte, de lo analizado sobre la moral en general, y en particular sobre la moral objetiva o pública, es posible inferir la importancia y utilidad de este derecho, en la vida institucional y jurídica colombiana. Sin embargo, es necesario destacar la trascendencia que tiene este derecho en el contexto de los demás que conforman el ordenamiento jurídico.

En este orden de ideas, resulta innegable que la elevación de la moral a derecho colectivo destaca su especial vinculación con la exigencia ética de que el Estado y sus funcionarios actúen correctamente en relación con las tareas que tienen a su cargo, así como en la forma como deben desarrollarla. Esta preocupación refleja la elevación de la conciencia moral del colectivo social y del Estado de Derecho, tratando de unirlo con los fines del Estado moderno.

Este hecho también pone de presente que el Estado no puede existir sin la moralidad como supuesto de subsistencia y de su acción permanente, lo cual si bien nunca se ha negado -de hecho ha existido desde antes-, ahora se ratifica, pero ya no como principio exigible en los procedimientos administrativos, o en el obrar en ciertos contextos especiales, sino como derecho público presente en todos y cado uno de los comportamientos estatales.

De esta manera se refuerza el principio ético-político que ordena actuar correctamente, en relación con la cosa pública, sublimándose al máximo la importancia y necesidad que existe de potenciar las acciones buenas y correctas, dirigidas al cumplimiento de los deberes públicos para con los ciudadanos. Esta actitud conduce, en el corto plazo, a la universalización reforzada de la ética pública, con un sentido expansivo y vinculante de todos los sujetos involucrados en el quehacer estatal.

La moral administrativa, así concebida, debe producir también una eticidad social generalizada y también objetiva, que recoge las conductas buenas de los sujetos individualmente considerados y las universaliza, produciendo, a continuación, una actitud de regreso, es decir, que la propagación de una conducta correcta, exigida desde la ley y desde la jurisprudencia, hace sujetos políticos más virtuosos e íntegros, elevando y consolidando una cultura moral más arraigada.

La consolidación de una moral pública objetiva también sirve para que cada ciudadano sienta como propia la suerte que corren en el mundo los demás miembros de la sociedad, de manera que contribuye a afirmar la unidad social de medios y de fines de acción, por el sólo hecho de que se compartan los propósitos morales del Estado. Esto mismo hace que la moral individual se trasforme y perfeccione, por el hecho de que la moral colectiva la rescata y asume; pero, a su vez, la moral colectiva se recrea, por el hecho de que la moral individual se eleva y acrecienta, en el sentido de la perfección, hasta influenciarse la una sobre la otra, propiciando un progreso y refinamiento del comportamiento social e individual en la vida cotidiana.

Tan noble oficio que cumple la moral tiene, sin embargo, su contrapartida más evidente, pero no la única, en la corrupción. Ésta enfermedad de las sociedades de todos los tiempos tiene la capacidad de destruir la unidad ética que pudiera alcanzarse entre los individuos y la colectividad.

En la actualidad, uno de los temas que integra la denominada “agenda mundial”, es decir, el catálogo de asuntos de los que se ocupan los Estados desarrollados del mundo, es el impacto que la corrupción genera sobre la sociedad política y la privada en todos los países del mund.  Lo particular de este asunto es que los efectos de la corrupción han llegado a preocupar a los Estados de todos los continentes, lo que refleja fielmente el alcance que este flagelo ha tenido en la sociedad del presente y del porvenir, sobre los Estados ricos y pobres, los del este y el oeste, los del norte y los del sur.

Pero a este nivel de preocupación nacional y global no se ha llegado por casualidad. Algún tipo de conexión debe existir entre esta distorsión de la conducta pública y privada éticamente correcta, y la existencia de la política, de la administración pública y de los negocios privados. En efecto, con el tiempo, los niveles de la corrupción han llegado a alterar el equilibrio mínimo y vital que debe existir en una sociedad, y los efectos de la misma sobre los distintos niveles de las relaciones públicas y privadas han modificado los patrones de conducta y de credibilidad en términos de valores, tanto individuales como colectivos.

La situación se hace más difícil si se tiene en cuenta que el acto de corrupción es un fenómeno expansivo, en términos de sujetos involucrados, pues alrededor de él se gesta una cadena de amigos que va ampliando su círculo y contagia a un número cada vez mayor de personas, lo que, en términos prácticos, se traduce en un relajamiento expansivo de los valores colectivos que le hacen perder fuerza a los valores éticos sociales, debilitándose la moral pública, debido a su, cada vez más, gran espacio de acción en la gestión de lo público.

Esta proliferación, y además aceptación social y particular de conductas contrarias a las reglas del correcto funcionamiento de la vida de relación con los demás, ha propiciado y hasta fomentado la aparición de los anti-valores que se asientan en el tejido social y se posan en lo más interno de las estructuras individuales, familiares, comunitarias y políticas de la sociedad, creando nuevos parámetros de conducta que trasforman a la sociedad misma, acostumbrándola a convivir en un medio que no fomenta la civilidad y la conducta éticamente buena entre los miembros de la sociedad, lo que termina minando el sustrato ético de la sociedad política, que si no es portadora de valores morales mínimos acerca de los correcto y lo bueno, termina generando y atentando contra los siguientes principios estructurantes de una comunidad política moderna, como la colombiana.

- La corrupción atenta contra los derechos humanos. La corrupción atenta directamente contra los derechos fundamentales de las personas, pues ¿de qué manera podrían asegurarse estos derechos donde algunas personas están dispuestas a violentar en los demás su igualdad, el respeto a la dignidad humana, el acceso a las posibilidades de distinto orden que concede el Estado, al trabajo, etc.?  Por razones lógicas, siempre la corrupción afectará los derechos humanos de quienes no participan de ella, pues es propio de todo acto de corrupción negar a los demás algunos derechos potenciales o reales, para adjudicárselos a sí mismo o a una persona a quien se tiene interés en beneficiar.

La conexión entre derechos humanos y corrupción no es ocasional ni extraña. Por el contrario, cada acto de corrupción tiende, por su propia naturaleza, a comportar un desprecio por los demás hombres de la comunidad, pues siendo claro que en el acto de corrupción tanto el corrupto como el corruptor buscan su propio beneficio, o el de un tercero; entonces esto lo hacen a costa de los derechos de los demás, actitud que es suficientemente indicativa del rechazo que se hace a los otros, al punto que su suerte no le importa al corrupto, sino únicamente el beneficio que obtiene con el acto de vandalismo que realiza, en relación con los derechos de los demás.

En este orden de ideas, quién habría de desconocer que la corrupción al interior de un hospital no atenta contra la salud o la vida de los ciudadanos, o que la corrupción en un centro educativo no atenta contra la educación, o que la corrupción en un centro penitenciario no afecta la dignidad de los presos, o que el robo en los contratos atenta contra la estabilidad económica del país y su capacidad para asumir tareas y prestar servicios esenciales de los habitantes de un Estado? ¡Nadie!

- La corrupción genera exclusión.  Lo anterior ayuda a entender que la corrupción también genera exclusión de los ciudadanos que no participan de ella, pues quien no lo practica no accede a determinados bienes o servicios, que se entregan a quienes se los reparten en forma irregular -puestos de trabajo, ayudas económicas, cupos de vivienda, de estudio-. Ante esta situación los ciudadanos honestos se ven privados de muchos derechos y por tanto excluidos de determinadas esferas de lo público, y aún de lo privado, a la vez que son separados de los lugares en los cuales se debería asegurar la posibilidad de que ellos también pudieran participar.

Esta situación termina generando violencia, porque los excluidos tienen ocasión, e incluso razón, para reclamar, por la fuerza y el terror, lo que por el derecho y la moral pública debió estar a su alcance. Esta violencia que instaura la corrupción no sólo se expresa en términos armados, sino también en medios menos violentos, pero al fin y al cabo desestabilizadores de la paz y la convivencia, como por ejemplo la desidia, la apatía y la discordia permanente entre los hombres.

- La corrupción conduce al subdesarrollo.  Es apenas evidente que cuando los funcionarios públicos y los ciudadanos de un Estado viven entre los intersticios que dejan las normas, entre los negocios prohibidos y en medio de la ilegalidad, el impacto sobre las posibilidades de desarrollo es enorme, tanto así que la reducción de los recursos públicos, producto de los actos de corrupción sobre el erario, puede desestabilizar la economía de un país, tanto que muchos han entrado en crisis a causa del despilfarro y el robo -fundamentalmente en la contratación estatal-.

- La corrupción destruye el sustrato moral de una sociedad política. La pérdida de los valores también es una consecuencia lógica del incremento de los actos de corrupción, tanto que en ocasiones el parámetro moral cambia: lo que antes era incorrecto deja de serlo, porque los hombres se acostumbran a vivir entre el fango y dejan de percibirlo como desagradable.

- La corrupción atenta contra la legitimidad del poder. Un Estado afectado por la corrupción es un espacio político donde las personas dudan de lo que en nombre de él se hace. Se sospecha de la bondad de las leyes, de los actos del Gobierno, de la justicia de los fallos de los jueces, de la intencionalidad expresada por los funcionarios públicos en todas las decisiones que toman. En este contexto todo está dispuesto para que cualquier persona asuma el poder por su propia mano, pues se duda de la acción de todo el aparato estatal y se pierde la credibilidad en lo que representa al poder público.

Teniendo en cuenta lo anterior, es decir, este múltiple impacto negativo sobre las bases mismas de un Estado y todos sus componentes, hay que asumir la defensa contra tan grave mal de la sociedad moderna -desarrollada y subdesarrollada-, exigiendo respuestas adecuadas por parte del propio Estado, encargado, en nombre de la eticidad, de sostener los principios morales sobre los cuales se sustenta el poder público constituido por la asociación de hombres.

Asumir la defensa contra la corrupción es lo mismo que apropiarse de la reconstrucción nacional en términos éticos, a la vez que responde a la política mundial de defensa contra la misma, tarea a la que están entregados la mayor parte de los países del mundo, incluidos los desarrollados. Se trata pues de una de las causas de los mayores males que aqueja al mundo moderno.

Lo anterior sintetiza la importancia de que el Estado, y sus funcionarios, actúen éticamente, pues no cabe duda que las acciones incorrectas causan desolación en la vida institucional y social, propiciando la perversión del sistema, por falta de credibilidad en la corrección de las acciones públicas, destruyéndose, de contera, la confianza que debería existir entre quienes se asocian para buscar la felicidad y la tranquilidad, a través de las instituciones públicas.

2.3.6. Aspectos en los que se materializa la moralidad administrativa. Aunque de manera general la filosofía política ha explicado las bondades de la existencia de una moral pública, en los términos antes analizados, es preciso concretar, en términos de la moral administrativa, a qué se refiere la Constitución Política de 1991 con este concepto y cuál es su contenido más probable.

2.3.6.1. Moralidad y legalidad. Criterio riguroso de moral administrativa. La jurisprudencia de esta Sección ha sostenido, en múltiples fallos que reiteran la misma posición, que la moralidad administrativa guarda una estrecha relación con la legalidad concreta, es decir, que se atenta contra ella si se viola, a su vez, la ley o el ordenamiento jurídico en general.

No obstante, también se tiene dicho, a manera de precisión, que no toda violación al ordenamiento jurídico implica la vulneración de la moralidad administrativa, porque no siempre las normas involucran un principio o deber moral en su interior. En este sentido ha dicho la Sala:

En sentencia de noviembre de 2004, que:

 

“La violación del derecho a la moralidad administrativa implica siempre la vulneración por parte de los servidores públicos de la Constitución o la ley, o la omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones (art. 6 Constitución Política), pero no siempre la vulneración del principio de legalidad implica la violación de la moralidad administrativa, pues para que tal consecuencia se produzca es necesario, además, que la decisión u omisión cuestionada se hayan realizado con desviación de poder, o con un interés ajeno al que debe inspirar el acto.

 

En el sub examine, se echan de menos esos requisitos. No puede concluirse que por la sola omisión en la transferencia de recursos de una entidad estatal a otra de la misma naturaleza, se afecte la moralidad administrativa, pues, tal como se indicó con anterioridad, el desconocimiento de ese derecho se presenta cuando la actuación de la administración se encuentra desligada de los fines y principios que regulan la administración, y obedece a finalidades de carácter particular con el objeto de favorecer intereses propios o de terceros con claro desconocimiento de los principios de la administración.

 

No puede olvidarse que la administración además de cumplir con las obligaciones que le impone el ordenamiento legal también debe tener en cuenta la conveniencia en el cumplimiento de sus obligaciones. Así, la conducta pudo estar fundada en criterios válidos en algún momento para la administración, como por ejemplo la falta de claridad en el precepto legal, lo que impedía contar con la certeza necesaria para cumplir con la norma.

 

Correspondía a los actores demostrar, además de la omisión, la presencia de elementos de carácter subjetivo contrarios a los fines y principios de la administración, esto es: conductas amañadas, irregulares o corruptas que favorecen el interés particular a costa de ignorar los fines y principios de la recta administración. Esa prueba se echa de menos.

 

En ese mismo sentido, en sentencia de junio de 2005:

“La moral administrativa consiste en la justificación de la conducta de quien ejerce función pública, frente a la colectividad, no con fundamento en una óptica individual y subjetiva que inspire al juez en cada caso particular y concreto, sino en la norma jurídica determinadora de los procedimientos y trámites que debe seguir éste en el cumplimiento de la función pública que le ha sido encomendada.

 

Por contera la vulneración a la moral administrativa no se colige de la apreciación individual y subjetiva del juez en relación con la conducta de quien ejerce función pública; tal inferencia, como lo ha concluido la Sala surge cuando se advierte la inobservancia grosera, arbitraria y alejada de todo fundamento legal, de las normas a las cuales debe atenerse el administrador en el cumplimiento de la función pública. Cabe agregar que la sola desatención de los trámites, procedimientos y reglamentos establecidos normativamente para el ejercicio de la función pública, en que el encargado de la misma incurra, no lleva a concluir automáticamente y sin fórmula de juicio, la vulneración al derecho colectivo a la moralidad administrativa; es necesario además, que de la conducta transgresora del ordenamiento establecido pueda predicarse antijuridicidad, entendido este elemento como la intención manifiesta del funcionario de vulnerar los deberes que debe observar en los procedimientos a su cargo.

 

Así, se concluye que la moralidad administrativa está inescindiblemente vinculada al cumplimiento de las funciones que se establecen en la norma para el ejercicio de un cargo, porque es en el ordenamiento jurídico donde la actuación del encargado de la función pública encuentra su justificación frente a la colecitividad y por ende está estrechamente relacionada con el principio de legalidad, cuya vulneración puede darse por extralimitación o por omisión de las autoridades públicas en el ejercicio de sus funciones (artículo 6 de la C.N.), comprometiendo la responsabilidad del agente causante de la vulneración, no sólo frente al Estado y los directamente afectados en un derecho subjetivo amparado en una norma, sino frente a la colectividad interesada en que se mantenga la moralidad administrativa, derecho cuyo disfrute no corresponde a un titular determinado y concreto sino a toda la comunidad.

Y en agosto del mismo año se dijo que:

“En efecto, la moralidad administrativa, se refiere al ejercicio de la función administrativa conforme al ordenamiento jurídico y a las finalidadades propias del cumplimiento de las funciones públicas, determinadas por la satisfacción del interés general y no por intereses privados y particulares, sin que cualquier vulneración al ordenamiento jurídico, en el ejercicio de tal función, lleve consigo de manera automática, vulneración a la moralidad administrativa, por cuanto, no toda violación al principio de legalidad, lleva consigo necesariamente violación del derecho colectivo a la moralidad administrativa.  

 

Es menester escindir la violación al principio de legalidad cuya protección es ajena a la acción popular y propia de las acciones ordinarias, de la vulneración a la moralidad administrativa, esta si pasible de protección a través de este mecanismo procesal.

 

Con este propósito es importante precisar que en veces la violación al principio de legalidad, que se traduce en el no acatamiento de la normatividad en el ejercicio de la función administrativa, puede conducir a concluir también la vulneración a la moralidad administrativa, porque a la ilegalidad de la actuación se une la conducta antijurídica de quien la ejerce, en tanto actúa no con el ánimo de satisfacer el interés general, sino con el claro propósito de atender intereses personales y particulares, esto es, se vale de la función que ejerce como servidor del Estado, en provecho propio.

Pero no siempre la ilegalidad conduce a la vulneración a la moralidad administrativa y corresponde al accionate en la acción popular la carga procesal de precisar el aspecto en el cual radica la trasgresión a este principio, endilgando acusaciones propias de su vulneración y no solo de ilegalidad.

 

Igualmente al juez de la acción popular le corresponde superar los límites de la revisión de ilegalidad de la actuación con la que según la demanda se vulnera la moralidad administrativa, para extender su análisis a las motivaciones que llevaron al funcionario a ejecutar la actuación.

Esta posición refleja, perfectamente, la estrecha relación que existe entre legalidad y moralidad, justificada para proteger a los individuos de la tiranía de los valores, es decir, del riesgo que se corre de que cualquier juez diga, en cada caso concreto, qué es lo moral y lo inmoral, al margen de las normas positivas, sorprendiendo, por tanto, a las personas involucradas en la toma de un decisión pública.

2.3.6.2. La moralidad también se afecta cuando se vulneran los principios generales del derecho. Criterio ampliado de moral administrativa. La anterior posición fue recientemente flexibilizada por esta Sala, avanzando un poco más en la protección del derecho colectivo, abriendo el concepto de moralidad, para relacionarlo, ahora, con la violación a los “principios generales del derecho”.

De esta manera, la legalidad pura y simple deja de ser el comienzo y el fin de la moralidad administrativa, el lugar en el cual se recoge en forma completa, para convertirse en uno de los espacios a través de los cuales se expresa la moralidad.

Los principios se convierten en uno de los criterios de control de la protección de la moralidad, de manera que se pasa de observar si un mandato concreto ha sido violado por una acción u omisión de una entidad estatal, o de un particular en ejercicio de una función pública, para apreciar si un principio se ha desconocido, y con él se viola, a su vez, la moralidad administrativa. Esta posición se insinuó, en los siguientes términos, en la sentencia de junio de 2001 -exp. AP 166 de 2001-. Dijo en esa ocasión esta Sección que:

'(…) en otra oportunida

, la Sala tocó el tema del derecho colectivo a la moralidad administrativa. Reconoció que se trata de un principio constitucional que debía ser aplicado como consecuencia del alcance cualitativo del Estado Social de derecho, que impone otra manera de interpretar el derecho disminuyendo la importancia sacramental del texto lega

, pues el 'Estado de Derecho es... bastante más que un mecanismo formal resuelto en una simple legalidad; es una inequívoca proclamación de valores supralegales y de su valor vinculante direct

.

'De allí que es tarea del juez garantizar la vinculación directa de la función administrativa al valor de los principios generales proclamados por la Constitución, aunque eso le cueste, como ya lo ha reconocido la jurisprudencia de esta corporación,  hacerse cargo de la difícil tarea de aplicar directamente tales principios, cuyo contenido, por esencia, es imposible de definir a priori, pues de hacerlo se corre el riesgo de quedarse en un nivel  tan general,  que cada persona  puede extraer significados distintos y llegar a soluciones diversa

' “.

En esta misma línea doctrinaria dijo recientemente la Sala -sentencia de febrero 21 de 2007, exp. AP-0355-, aplicando los principios generales del derecho al caso concreto, que:

“3.1.3   El actor también acusó al Ministerio de haberse apartado de los principios constitucionales y legales que orientan la función pública, y también de los principios consagrados en la ley 100 de 1993, para garantizar el servicio público esencial de la salud, al no dar celeridad al pago de los recursos de la salud, apoyado en consideraciones de orden formal o simples trámites burocráticos administrativos, que han llevado a la acumulación de solicitudes y entorpecen el flujo del recursos de la seguridad social.

“Respecto a esta censura, se considera que dentro del ejercicio de la función pública, las autoridades deben obedecer al marco de legalidad, pues éste es uno de los principios del Estado Social de Derecho y fundamento rector del ejercicio de la actividad administrativa, y lo cierto es que las exigencias para las reclamaciones de recobro están previstas en reglamentaciones normativas, que definen y delimitan la  actuación de quien ejerce esa función estatal.

“No obstante lo anterior, para la Sala el retardo mismo en tramitar los reclamos y pagar las cuentas, no así lo requisitos exigidos para admitirlas, afecta la moralidad administrativa, porque la desarticulación de este componente de la seguridad social atenta contra los principios y valores que inspiran la prestación del servicio, como los de eficacia, universalidad y unidad, definidos en el art. 2 de la ley 100 de 1993, en los siguientes términos:

'a. EFICIENCIA. Es la mejor utilización social y económica de los recursos administrativos, técnicos y financieros disponibles para que los beneficios a que da derecho la seguridad social sean prestados en forma adecuada, oportuna y suficiente;

'b. UNIVERSALIDAD. Es la garantía de la protección para todas las personas, sin ninguna discriminación, en todas las etapas de la vida; (…)

'e. UNIDAD. Es la articulación de políticas, instituciones, regímenes, procedimientos y prestaciones para alcanzar los fines de la seguridad social, y'

“El incumplimiento de los plazos previstos en la regulación, en forma por demás severa, según se vio en el análisis probatorio, afecta estos principios rectores del funcionamiento de la seguridad social, y no se puede permitir que se perpetúe ese estado de cosas, contrario a los derechos colectivos, sin que se adopten medidas radicales para resolver los problemas que afectan a la comunidad completa.

“Esta decisión se adopta no obstante que el Estado ha tomado medidas para tratar de superar los problemas analizado, pero es claro que no han sido suficientes ni óptimas para resolver todas las dificultades.

“Por las anteriores razones la Sala encuentra acreditada la violación al derecho colectivo a la moralidad administrativa.”

En la misma perspectiva anotada, dijo la Sección, el mismo 21 de febrero de 2007 -exp. AP. 549-, que:

“La moralidad administrativa, en cuanto principio constitucional y legal que orienta la función administrativa, hace parte de la 'legalidad' que esta debe observar, pero de manera alguna esto significa que se manifieste únicamente a través de reglas y límites para el ejercicio de esta función, pues como se observó detenta un valor normativo de manera autónoma a más de manifestarse también como expectativa de la comunidad. No pueden confundirse entonces los principios de legalidad y moralidad administrativa, aunque existe una estrecha relación entre ellos.

“Puede decirse entonces que es viable constatar una violación al derecho o interés colectivo a la moralidad administrativa simplemente con la verificación del quebrantamiento de una norma legal que la desarrolle de manera directa e inequívoca como principio; sin embargo, en las más de las veces no ocurre así, pues aunque exista (y debe existir) una norma como referente, se hace necesario un desarrollo interpretativo y argumentativo del juez en cada caso, capaz de demostrar la efectiva violación o amenaza al derecho o interés colectivo a partir del análisis de la relación entre la moralidad administrativa entendida como principio y esta.

Estas decisiones respaldan y sustentan la ampliación de la precomprensión del concepto de moral administrativa, y marcan la línea doctrinaria de la jurisprudencia para su futura consolidación conceptual.  

2.3.6.3. La moral administrativa más allá de la legalidad pura y simple. Criterio extenso de moral pública. Si bien el anterior criterio hace evidente el esfuerzo por abrir más el concepto de moral administrativa, para abarcar toda la riqueza conceptual que contiene, en todo caso subsiste la necesidad de penetrar más su alcance, hasta comprender, plenamente, los contornos a que debe llegar la protección a este derecho.

En este sentido, no se desconoce que una de las más importantes técnicas de identificación del contenido concreto de la moral administrativa, pero también la más simple y sencilla, es la verificación de la observancia de las normas jurídicas, portadoras, en muchas ocasiones, de valores morales. Sin embargo, este derecho colectivo no lo puede reducir el juez a esta condición, so pena de comprimir su riqueza material.

Esta postura, además, es excesivamente formalista, y carece de sentido lógico ante la abundancia moral de la acción humana y de la actividad pública, así persiga un fin bueno: garantizar la seguridad jurídica, evitando “sorpresas” para la administración pública, por parte de los jueces, quienes en un momento dado podrían considerar que moral es algo al margen de la norma positiva. No obstante, este criterio esconde un sacrificio excesivo al derecho colectivo a la moral administrativa, por varias razones:

En primer lugar, es equivocado asociar, inescindiblemente, legalidad y moralidad -y a la inversa-, porque la ética queda reducida a la ley; cuando el derecho ha superado, hace bastante  tiempo, ese atavismo jurídico, pues no toda moral está contenida en la norma, del mismo modo que tampoco toda ley contiene un concepto moral.

Razonar de este manera habría impedido que los derechos fundamentales, como por ejemplo el de la igualdad, sean lo que hoy son: una indagación axiológico-normativa sobre la relación de trato, de carácter material, que se verifica en la norma y también en el caso concreto. Si la Corte Constitucional hubiera procedido de manera diferente habría dicho que la igualdad es lo que la ley diga, en lugar de hacer un juicio de ponderación sobre la circunstancias concretas del caso, para verificar la igualdad de trato.

 En este sentido, habría supuesto que el legislador hizo una ponderación de la igualdad, la cual el juez no podría revisar, so pena de sorprender a la administración que aplica la norma. Con esta forma de razonar y asumir los problemas jurídicos complejos, que involucran la axiología y el derecho, al Estado no se le podría cuestionar la valoración que hace en torno a la igualdad; y del juez se diría que lo pondría en riesgo, sorprendiéndolo con el análisis que hiciera, eventualmente distinto al de la entidad que se controla.

En parte, el inadecuado entendimiento tiene que ver con el hecho de que si la moral fuera la ley misma, entonces el derecho colectivo no sería el de la “moralidad administrativa” sino el de la “legalidad administrativa”. Pero las cosas no pueden ser de ese modo, pues este argumento esconde la supresión de este derecho colectivo, al reducirlo al principio de legalidad rígido, en cuyo caso brilla sólo la legalidad, que tan sólo recoge expresiones morales concretas. Para la Sala no cabe duda que se trata de dos principios jurídicos diferentes, y que so pretexto de evitar el eventual desafuero de los jueces no se puede reducir, siempre, la moral al derecho positivo.

De hecho, si se confundiera la legalidad con la moralidad, la protección de ésta equivaldría a un juicio legal, luego la Constitución no habría agregado valor al ordenamiento jurídico cuando creó el derecho colectivo, pues no sería otra cosa que la misma normatividad, pero reformulada en términos de axiología.

Entre las alternativas posibles de control de la moralidad puede el juez verificar tanto los “fines” de la acción administrativa, como los “medios” empleados para obtenerlos, pudiendo ocurrir que alguno de ellos no tenga prescrito en la ley un modo de acción concreto, no obstante lo cual el mecanismo de actuación empleado podría resultar inmoral.

Estas dos técnicas de control a la moralidad dan cuenta de la amplia posibilidad protectora que tiene el juez para reconducir las acciones administrativas hacia los más correctos modos de obrar. Estas posibilidades requieren, no obstante, ingentes esfuerzos judiciales de comprensión y asimilación del problema, que sólo es posible lograr a través de las acciones populares, no a través de las acciones convencionales que protegen la legalidad pura.

En este orden de ideas, el juez debe verificar si el fin empleado es aceptable, y si los medios para alcanzarlos lo son igualmente. De este modo, puede ocurrir que un fin público inaceptable se realice por medios aceptables, o que un fin público aceptable se lleve a cabo por medios inadmisibles, desde el punto de vista moral. Todos estos aspectos de la acción requieren de un control, y bastaría con que un elemento de la cadena de la realización de las acciones administrativas se rompa, para que la protección, a través de la acción popular, deba actuar.

En ocasiones, la manera de medir estas conductas puede hacerse por intermediación del derecho puro; en otras por medio de la moral pura; otras veces en forma combinada, dando lugar a un amplio espectro de colaboración entre el derecho y la moral, en sus distintas facetas.

De esta manera, deberá ocurrir que la trampa, la astucia, el engaño político, la mentira, el desorden y otras formas de acción u omisión de tinte inmoral, que no siempre dan al traste con la legalidad material o formal de una actuación estatal, deben reconducirse a través de las acciones populares. En este sentido, el mal comportamiento bien puede afectar la moral, sin afectar la legalidad, debiendo el juez popular corregir el comportamiento moral del Estado y sus funcionario–. Entre otras cosas, porque no puede creerse que siempre el acto controlado por medio de la acción popular es un contrato o un acto administrativo -susceptibles de confrontarse contra las normas positivas-, pues es claro que las puras actuaciones materiales también pueden amenazar o violar la moral administrativa.

El análisis racional, los principios jurídicos y los valores señalan a la administración lo que es correcto e incorrecto, de la manera aceptada por la sociedad, para lo cual el juez deberá verificar ese comportamiento, hasta determinar si vulnera la moralidad administrativa, sin temor a que esta actitud produzca un desorden social en los valores; por el contrario, debe afianzarlos y asegurarlos.

Desde este punto de vista, no se puede confundir el reto que tiene el juez de hacer efectivo y real el derecho colectivo a la moral administrativa, a través de canales distintos al típico control de legalidad; con la dificultad que existe de  controlar la moral pública. Construir una moral aplicada, al lado del derecho y al rededor de éste, es la tarea que se debe acometer para hacer efectiva la Constitución, y contribuir al desarrollo y sublimación de la moral pública, cada vez más perfecta y elevada. El juez de la acción popular, por tanto, debe pasar de buscar en las actuaciones administrativas simples “vicios legales”, a buscar también “vicios morales”, ambos con la misma capacidad destructora del ordenamiento jurídico.

Esta situación refleja, de mejor manera, que el juez de la acción popular está invitado -incluso obligado-, por la Constitución y el legislador, a realizar un juicio moral sobre las acciones públicas, sin que deba sentir temor a adentrarse en terrenos movedizos, pues desde 1991 la moralidad administrativa adquirió el rango de derecho, ya no sólo de principio abstracto, y de su mano se debe hacer una nueva lectura de las actuaciones públicas, ya no sólo la de la legalidad, sino también la de la moralida

''

.

En síntesis, hoy en día es posible desentrañar la moral administrativa en varios lugares, unos más comunes que otros, unos más complejos que otros, unos más grandes que otros: i) al interior de la norma positiva -la Constitución, la ley, los reglamentos, y en general o cualquier norma del ordenamiento jurídico que desarrolle un precepto moral-; lugar en el cual, comúnmente, buscan los abogados la moralidad pública; ii) en los principios generales del derecho y en los concretos de una materia, los cuales mandan, desde una norma, actuar de un modo determinado, aunque menos concreto que el común de las normas positivas. Esta fuente de la moralidad administrativa es menos precisa, pero no por ello menos concreta en sus mandatos. Admite, por esta misma circunstancia, un alto nivel de valoración, pero sin tolerar el caprich

–. Finalmente, iii) la moral administrativa también se halla por fuera de las normas, pero dentro del comportamiento que la sociedad califica como correcto y bueno para las instituciones públicas y sus funcionarios, en relación con la administración del Estado. Esta fuente de la moral administrativa exige del juez mayor actividad judicial, pero con ayuda de la razón y del sentido común ético puede calificar los distintos comportamientos administrativos a la luz de la moral exigible de quien administra la cosa pública. Este lugar, más abstracto aún que el anterior, exige una ponderación superior, en manos del juez, de la conducta administrativa, a la luz de la ética pública.

3. El caso concreto.

3.1. Prueba de la ocurrencia de los hechos narrados en la demanda.

El actor manifestó, como motivo de inconformidad con la sentencia, que toda vez que quedó probado para el Tribunal que las tornaguías fueron legalizadas extemporáneamente, éste debió entrar a verificar, con mayor profundidad, si los hechos aludidos en la demanda ocurrieron o no. Pese a la generalidad de la censura, en la oportunidad legal concedida el actor no amplió el recurso, por lo que la Sala habrá de resolver con los escasos elementos de juicio previstos en él.

Tal como se sintetizó al momento de concretar la demanda, en el aparte de los antecedentes, los hechos que en ella se narraron consisten básicamente en dar a conocer la conducta fraudulenta de los demandados, quienes por acción u omisión en el ejercicio de sus funciones se han aprovechado de la exención tributaria de que goza el Departamento Archipiélago en materia de IVA, simulando que envían productos de las licoreras de Antioquia y Caldas a éste destino, cuando en realidad son desviados a otros departamentos del territorio nacional.

Este acto de corrupción, denunciado por el demandante, que rayaría indiscutiblemente con el derecho colectivo a la moralidad administrativa, aspecto que se entiende apelado por el actor, requiere de una actividad probatoria mayor que la simple afirmación de la realización de dichas conductas, atentatorias del derecho colectivo, pero por falta de prueba de los hechos mal podría ampararlo la Sala.

En este sentido, se discrepa de lo considerado por el actor, porque debe efectuarse un análisis riguroso sobre la ocurrencia de los hechos que narró, pues como bien lo manifestó el Tribunal de instancia, de conformidad con las pruebas recaudadas -en especial con el dictamen pericial obrante en el expediente-, respecto del impuesto al consumo, se llegó a una conclusión que dista de los hechos denunciados, y en cuanto a las tornaguías, se le dio la razón por la extemporaneidad encontrada en su proceso de legalización.

Así las cosas, si bien con el acervo probatorio que reposa en el proceso, no se logró establecer la realización de la práctica fraudulenta denominada triangulación de licores por parte de las empresas distribuidoras y comercializadoras de licores en el territorio insular, considera esta Corporación que la entidad Departamental, así como, la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales, deben implementar las medidas administrativas, tecnológicas y de gestión humana necesarias para evitar, en el futuro, eventuales maniobras encaminadas a defraudar el erario público, tal como se ordenará en la parte resolutiva de esta providencia”

A esa misma conclusión llegó el Ministerio Público, quien a fls. 555 a 556 del Cdno. Ppal., manifestó que:

“Teniendo presente lo expuesto por las partes demandadas en esta acción popular y las pruebas que reposan en el expediente son escasas, a nuestro modo de ver el Honorable Tribunal no podría ordenar a las entidades y personas involucradas en esta acción popular los solicitado en las pretensiones, ya que no se pudo demostrar que los derechos colectivos fueron vulnerados con ocasión directa e indirecta por las acciones u omisiones de las autoridades públicas y las personas naturales hayan violado los derechos colectivos que se afirman en esta acción popular.”

Efectivamente, el material probatorio que obra en el proceso no prueba los hechos narrados en la demanda, toda vez que no se acredita, por ejemplo, i) los hechos fraudulentos denunciados, que respondan a las circunstancias de tiempo modo y lugar en que se llevaron a cabo, ii) cuándo, cómo, dónde y hacia dónde fueron desviados los productos de las licoreras departamentales vinculadas al proceso, que tenían como supuesto destino inicial el Departamento Archipiélago, iii) quiénes eludieron el pago del IVA, iv) quiénes se repartieron el dinero por este concepto, v) qué maniobras o estrategias utilizan la Fábrica de Licores de Antioquia y la Industria Licorera de Caldas, así como los distribuidores locales, para reenviar sus productos con destino al Departamento Archipiélago hacia otros destinos nacionales, vi) cuál fue la mengua de los impuestos Departamentales por las actividades antes descritas y en qué monto se redujeron los ingresos del Departamento por este concepto, vii) qué limitaciones padecen los habitantes de San Andrés, en materia de salud y educación, y a qué se debe su ocurrencia.

Estas, entre otras afirmaciones del actor, no se encuentran acreditadas en el proceso; por el contrario, el peritazgo indica que las fabricas de licores demandadas, así como los comercializadores del producto, se ajustan a las exigencias  legales, de manera que cumplen con las condiciones de venta y de distribución del licor. Por esta razón, fuerza concluir que no le asiste la razón al actor por este motivo apelación.

3.2. Competencia de la DIAN para controlar y fiscalizar los licores que llegan al Archipiélago, procedentes del territorio nacional.

El principal motivo de inconformidad de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-, con lo cual defiende la idea de que su actuación no afectó la moralidad administrativa, derecho colectivo amparado por el a quo en la citada providencia, es que se le atribuyeron competencias y funciones que, según ella, no corresponden a las asignadas por la ley.

En este sentido, indica en el recurso que no es de su competencia ejercer el control y fiscalización de los licores nacionales que se introducen en el territorio insular, tal como se le ordena en la parte resolutiva de la providencia, pues esta facultad sólo debe ejercerla sobre las mercancías procedentes del exterior. En efecto, en la providencia apelada se dijo que la DIAN tiene entre sus funciones las siguientes, y que por no ejercerlas violó el derecho colectivo a la moralidad administrativa:

 “... verificar en primera instancia, la relación de carga que llega la territorio nacional a la Isla, para efectuar una confrontación entre lo consignado en el manifiesto de carga y los documentos de transporte de mercancías. Adicionalmente, esta entidad en el ejercicio de sus competencias, debe efectuar el control y la vigilancia no sólo, respecto de que, la cantidad de mercancía (licores nacionales) despachada al territorio insular sea el correcto, sino que también, la misma debe evitar que dicha mercancía sea, posteriormente, enviada desde la Isla de San Andrés al continente, porque con ello se verían afectadas la rentas de otros departamentos y las rentas Nacionales, habida consideración que se estaría evadiendo o eludiendo el IVA, que es de su resorte exclusivo.”

Por lo anterior, en la parte resolutiva se decidió:

“SEGUNDO: Prevéngase a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN-, para que ejerza con mayor diligencia sus facultades de fiscalización y control dentro del ámbito de su competencia, respecto del ingreso y salida de licores del Departamento Archipiélago y particularmente su internación a territorio continental.”

Encuentra la Sala que la DIAN tiene razón cuando considera que el Tribunal incurrió en un error al prevenirla para que ejerza con diligencia la facultad de fiscalizar y controlar el ingreso y salida de licores del Departamento, desde y hacía el territorio nacional. Ello, porque la DIAN, como autoridad aduanera, y según el decreto 2685 de 1999 -que contiene el régimen de aduanas-, sólo se encarga del control y vigilancia de mercancías de importación, exportación y tránsito, y sólo sobre ellas ejerce la denominada “potestad aduanera” para el control del ingreso, permanencia, traslado y salida de mercancía

.

Nada se dice en dicho estatuto respecto al control y vigilancia que deba ejercer la autoridad de aduanas, en relación con la carga que llegue de un lugar del territorio nacional a otro; pero tampoco dice el a quo de dónde deduce  que esta es función corresponde a la DIAN. Siendo así, fuerza concluir que la autoridad aduanera nacional no tiene la competencia de hacerse cargo de la vigilancia y control de la introducción de licores nacionales provenientes de otras regiones del país.

Por el contrario, la explotación de una actividad monopólica del Estado, como el establecimiento de los monopolios rentísticos de licores a favor de los departamento

 

 

 

 

 

 

, corresponde al ente territorial en cuya cabeza radica el monopolio, y a él compete encargarse, entre otras, de la introducción y venta de licores en su respectiva jurisdicción. Así lo ha explicado la Sala de Consulta y Servicio Civil:

“El monopolio de producción, introducción y venta de licores no ha variado en su concepción esencial desde su establecimiento en el año de 1.905; corresponde al conjunto de actividades productivas cuyo objeto inmediato no es únicamente la transformación de la materia (producción), sino también la distribución del producto industrial, su comercialización; del mismo modo, el monopolio se extiende a la introducción y venta en la jurisdicción de un departamento, bien de los licores destilados de producción nacional  elaborados en otro departamento o bien de los licores importados.

 (Negrillas fuera de texto)

A lo anterior se suma que la percepción, administración y control del impuesto al consumo de licores también está atribuida a los Departamentos; en el caso concreto, al Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Varias disposiciones sustentan esta afirmación:

Según el Código de Régimen Departamental -decreto 1222 de 1986- son varias las actividades que constituyen el monopolio como arbitrio rentístico de los departamentos, entre ellas la producción y venta, así como la introducción de licores destilados. De allí que resulten de utilidad, para resolver el caso concreto, las siguientes normas:

“Artículo 121.-De conformidad con la Ley 14 de 1983, la producción, introducción y venta de licores destilados constituyen monopolios de los departamentos como arbitrio rentístico en los términos del artículo 31 de la Constitución Política de Colombia. En consecuencia, las asambleas departamentales regularán el monopolio o gravarán esas industrias y actividades, si el monopolio no conviene, conforme a lo dispuesto en los artículos siguientes.

 

“Las intendencias y comisarías cobrarán el impuesto de consumo que determina esta ley para los licores, vinos espumosos o espumantes, aperitivos y similares, nacionales y extranjeros.” (Negritas fuera de texto)

En ese mismo sentido, se señala que el Departamento, como titular del monopolio, y para efectos de su ejercicio integral, tiene a su favor el gravamen que recae sobre esas industrias:

Artículo 124. El impuesto de consumo que en el presente código se regula es nacional, pero su producto, de acuerdo con la Ley 4 de 1983, está cedido a los departamentos, intendencias y comisarías.”

Por su lado, en el decreto 3.071 de 1997, “Por medio del cual se reglamenta el Sistema Único Nacional de control de transporte de productos gravados con impuesto al consumo y se dictan otras disposiciones”, se encuentran expresas las obligaciones de los departamentos, en relación con el transporte de mercancías gravadas con el impuesto al consumo. Entre ellas tememos:

“Art. 1. Definición. El Sistema Unico Nacional de Transporte, a que se refiere el presente decreto, es el conjunto de disposiciones que regulan la movilización en el territorio nacional de productos nacionales y extranjeros gravados con los impuestos al consumo o que sean objeto del monopolio rentístico de licores, y sus efectos fiscales.”

Como se observa, este decreto es aplicable al caso concreto, como de hecho las partes del proceso lo invocan, a su manera, en su propio beneficio, pues lo que está en disputa en el recurso de apelación es el tema de la moralidad administrativa por la competencia para controlar la movilización de productos nacionales gravados con el impuesto al consumo.

En el art. 2 se dispone, al respecto, que el trasporte de mercancías gravadas debe contar con autorización, y con una “tornaguía” expedida por la autoridad competente. Dice la norma que:

“Art. 2. Autorización para el transporte de mercancías gravadas. Ningún productor, importador, y/o distribuidor o transportador podrá movilizar mercancías gravadas con impuestos al consumo, o que sean objeto del monopolio rentístico de licores, entre departamentos o entre estos y el Distrito Capital, sin la autorización que para el efecto emita la autoridad competente.

“De igual manera ninguno de dichos productos podrá ser retirado de fábrica o planta, del puerto, aeropuerto o de la Aduana Nacional mientras no cuente con la respectiva tornaguía expedida por la autoridad competente.

“Los departamentos y el Distrito Capital podrán establecer en forma obligatoria el diligenciamiento de tornaguías para autorizar la movilización de los productos mencionados dentro de sus jurisdicciones.”

El art. 3 define qué es la “tornaguía”. Dice que es el medio para autorizar y controlar la entrada, salida y movilización de productos gravados con el impuesto al consum

. Esta disposición, así como el art.4, confiere la competencia expresa a las autoridades departamentales para su expedición o legalizació

, y el artículo 9 define el trámite de legalización de tornaguías como el medio a través de cual el Jefe de rentas acredita que las mercancías han llegado a la entidad territorial:

“Art. 9. Legalización de las Tornaguías. Llámese legalización de las tornaguías la actuación del Jefe de Rentas o funcionario competente de la entidad territorial de destino de las mercancías amparadas con tornaguía, a través de la cual dicho funcionario da fe de que tales mercancías han llegado a la entidad territorial propuesta. Para tal efecto el transportador dejará una copia de la factura o relación al funcionario competente para legalizar la tornaguía.” (Negrillas fuera de texto)

De esta última disposición se desprende, sin necesidad de hacer mayores esfuerzos interpretativos, que si al Departamento le corresponde dar fe de que las mercancías llegaron a la entidad territorial de destino, y que para ello cuenta con un término de 15 días, entonces a él corresponde constatar dicho suceso, pues la obligación de certificación que le impone el decreto implica responsabilidades; no como simple y llanamente lo propone el Departamento, cuando afirma que:

 “…la DIAN es la responsable de confrontar lo consignado en el manifiesto de carga y los documentos de transporte de mercancías, además de vigilar no sólo la mercancía que entra al territorio insular, sino la que se despacha desde aquí por ser quien atiende en primera instancia la relación de la carga y mercancías provenientes de otros departamentos y las que tiene su destino final en el territorio insular, es decir es responsabilidad absoluta y excluyente de esta entidad y del transportador, confrontar lo consignado en el manifiesto de carga una vez concluido el descargue, para que haya total coherencia de lo consignado en los documentos con lo que efectivamente llega, tal y como se encuentra estipulado en el estatuto aduanero colombiano y reiterado por el concepto 004 de 2004 de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales -DIAN- …” -fl. 655 Cdno. Ppal-.

Lo anterior se refuerza con la competencia fiscalizadora asignada a la entidad territorial, cuando en la misma normatividad se dispone que:

“Artículo 16. Apoyo a la función fiscalizadora. Cuando los departamentos y el Distrito Capital estén interconectados a través de sistemas automatizados de información, podrá tomarse la información registrada por el sistema como fuente de actuaciones administrativas encaminadas a la aprehensión de las mercancías por violaciones a las disposiciones al presente decreto. Lo anterior sin perjuicio de las verificaciones a que haya lugar.

En aplicación del artículo 25, numerales 1 y 7, del Decreto Reglamentario 2141 de 1996, los funcionarios de las Entidades Territoriales competentes para realizar funciones operativas de control al contrabando podrán aprehender las mercancías transportadas con fundamento en las inconsistencias entre las mercancías transportadas y las mercancías amparadas por las tornaguías reportadas por los sistemas automatizados de información, que afecten las rentas de dichas entidades. El decomiso de las mercancías mencionadas se hará previa verificación de la información reportada a la Entidad de origen al momento de expedición de la tornaguía.

Esto no obsta para que en otro caso se diera aplicación a lo dispuesto en la Constitución Política, en cuanto a los principios que rigen las actuaciones administrativas, como el de la colaboración armónica entre las distintas autoridades administrativas, en aras de desarrollar los fines del Estad

 

. No obstante, este no es el caso en el cual debe darse aplicación a dicha norma, la cual demanda de acuerdos entre las distinta entidades para determinar la manera como procedería cada una de ellas.

3. Afectación a la moralidad administrativa por las inconsistencias en la legalización de tornaguías.

La inconformidad expresada por el Departamento Archipiélago, en el recurso de apelación, radica en que, en su criterio, su actuación no viola la moral administrativa, de manera que los artículos 1 y 4 de la sentencia apelada deberían revocarse.

Fundamenta su solicitud en que la oficina de rentas departamentales siempre ha cumplido el deber de legalizar las tornaguías, y que las inconsistencias -las cuales no se niegan- obedecen a causas que le son ajenas. Además, la administración departamental no ha dejado de percibir el recaudo por concepto del impuesto al consumo de licores, por la legalización de las tornaguías por fuera del término legal.

El a quo, apoyado en el acervo probatorio, encontró que el Grupo de Rentas Departamentales no observaba a cabalidad lo ordenado por el decreto 3.071 de 1997, en lo que respecta al tramite de legalización de las tornaguías, de donde concluyó que hacerlo por fuera del plazo señalado en el decreto -15 días hábiles-,  conlleva la desorganización y descontrol de las tornaguías, y que esto, a su vez, se traduce en demora en el giro de las transferencia del impuesto al consumo, lo cual amenaza la moralidad administrativa. Concluye el Tribunal diciendo que -fl. 625, Cdno. Ppal.-:

“Se recuerda, que la actividad administrativa, se debe realizar con pulcritud y transparencia, con la debida diligencia y cuidado que permitan que los ciudadanos conserven la confianza en el Estado y se apersonen de él; asimismo, al moralidad administrativa, se enmarca dentro del concepto de que el patrimonio público, sea manejado de acuerdo con el orden jurídico imperante y apelando a una actividad diligente y cuidadosa, a la manera del buen funcionario, como lo ha dicho la jurisprudencia del H. Consejo de Estado.”

Respecto del término que se establece para la legalización de tornaguías, se dispone en el decreto 3.170 de 1997 que:

“Art. 10. Término para la legalización. Toda tornaguía deberá ser legalizada dentro de los quince (15) días siguientes a la fecha de su expedición.

“El funcionario competente para efectuar la legalización devolverá las relaciones o facturas objeto de tornaguía, al Jefe de Rentas o de Impuestos de la entidad territorial de origen de las mercancías, dentro de los tres (3) días siguientes a la fecha de la legalización.

“El envío a que se refiere el presente artículo podrá ser realizado por correo certificado, por fax o por cualquier medio ágil generalmente aceptado.

“Parágrafo. Cuando se trate de tornaguías de tránsito el término máximo para la legalización será de diez (10) días.”

Como se observa, los funcionarios competentes de la entidad territorial cuentan con un término de 15 días para legalizar las tornaguías y dar fe de que las mercancías han llegado a la entidad territorial.

No obstante, considera a Sala, tal como lo ha manifestado en otras ocasiones, que no todo desconocimiento a la ley vulnera la moralidad administrativa, situación que acontece en este caso, en el cual, si bien es cierto la norma aplicable establece un término en el cual la administración debe actuar -y de hecho así debe hacerlo-, esta violación no entraña la afectación a la moralidad, como derecho colectivo.

En este tipo de eventos se debe distinguir entre la pura y simple violación a la ley, de la afectación material a la moralidad pública. En el primer caso, la trasgresión encarna la necesidad de corregirla, por los causes que el ordenamiento jurídico tenga dispuestos para el efecto, y en el segundo además de la trasgresión se presentan una afectación a la moral pública.

En este orden de ideas, y en el caso concreto, la inobservancia del término que tiene la administración para actuar no implica, per se, la violación al derecho colectivo, sino una trasgresión que no pone en riesgo a la moral, aunque sí la responsabilidad personal de los funcionarios. No obstante, no se puede colectivizar toda trasgresión a la ley, porque absorbería éste derecho a los demás, incluidos sus correspondientes mecanismos de acción. Por tanto, se revocará, en este punto, lo decidido por el a quo.

4. Incentivo a que tiene derecho el actor

Finalmente, respecto del incentivo a que tendría derecho el actor -punto apelado por éste-, y que el Tribunal tasó en 10 salarios mínimos legales mensuales vigentes a cargo del Departamento Archipiélago, decide la Sala negar este estímulo económico, de conformidad con lo previsto en el artículo 39 de la ley 472 de 1998, dado que se revocará la decisión, en los términos analizados en el punto anterior y, en general, porque los distintos hechos denunciados por el actor no prosperaron, y la actitud probatoria en el proceso tampoco permitió llegar a niveles de detalle mayores que ayudaran a vislumbrar el sentido pleno del alcance de las denunciadas formuladas por el actor popula

.

En mérito de lo expuesto, el Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección Tercera, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley,

FALLA

 

PRIMERO. REVÓCASE los numeral primero, segundo, cuarto y quinto de la sentencia proferida por el Tribunal Administrativo de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, el 23 de noviembre de 2006.

SEGUNDO. CONFÍRMASE los demás numerales de dicha providencia.

TERCERO: En cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 80 de la Ley 472 de 1998, remítase copia autentica de ésta decisión a la Defensoría del Pueblo.

 

CUARTO: Ejecutoriada ésta providencia, devuélvase el expediente al tribunal de origen.

 

CÓPIESE, NOTIFÍQUESE, PUBLÍQUESE Y CÚMPLASE

MAURICIO FAJARDO GÓMEZ ENRIQUE GIL BOTERO

Presidente de la Sala

Con Salvamento de voto

RUTH STELLA CORREA PALACIO RAMIRO SAAVEDRA BECERRA

       Aclaró voto

ACLARACION DE VOTO DEL DOCTOR RAMIRO SAAVEDRA BECERRA

MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Fuente jurídica  / JUEZ POPULAR - Moralidad administrativa

La moralidad administrativa ha sido objeto de un buen número de esfuerzos jurisprudenciales para darle alcance y definición, como consecuencia de los cuales se ha dicho que se atenta contra tal derecho colectivo, entre otros eventos: cuando se transgrede la legalidad en razón a finalidades de carácter particular, noción que la aproxima a la desviación de poder; cuando se va en contra de los valores y principios que inspiran la actuación administrativa y que determinan la expedición de las normas correspondientes; cuando se interpretan y aplican normas legales o decisiones judiciales en un sentido que se aparta de forma protuberante o contraevidente del debido entendimiento de las mismas. Considero, con base en la Constitución Política y en las normas legales colombianas, que nuestro sistema jurídico positivo precisa de la consagración en los textos jurídicos de las reglas que se aplican, y de los valores y principios que lo inspiran, para que éstos sean vinculantes, de suerte que no puede haber una fuente jurídica sin reconocimiento o desarrollo constitucional o legal. (No significa lo anterior que esté proponiendo una interpretación restringida del orden jurídico a lo expresamente dispuesto en las normas, dado que existen fuentes jurídicas que se pueden extraer mediante una labor de interpretación del mismo ordenamiento, sin que éste haya prescrito literalmente su contenido, como es el caso de la costumbre, la buena fe, las buenas costumbres, la analogía (iuris y legis), los principios generales del derecho, entre otras, pero siempre dentro del ámbito de lo consagrado por las normas.) La moralidad administrativa entendida en los términos en que lo ha hecho la decisión mayoritaria, como aquello que la sociedad califica como correcto y bueno para las instituciones públicas y sus funcionarios aun cuando esté por fuera de lo prescrito por la Constitución Política y la ley, resulta sumamente vago e impreciso como para que sea establecido en calidad de límite a las actividades de la administración. El juez se encuentra investido en todo momento de un grado importante de subjetividad respecto de sus fallos, pero esa subjetividad debe tener como asidero un objeto sobre el cual pueda desarrollar sus apreciaciones, es decir, unos cimientos firmes para edificar su decisión.  Considero que los valores, principios y las leyes son esas bases firmes a las cuales se debe recurrir siempre que se adelante un juicio sobre la amenaza o vulneración de la moralidad administrativa, para determinar el alcance de ésta última en el caso concreto, pero jamás puede la subjetividad judicial buscar el título que legitima su acción en elementos extranormativos que no resultan homogéneos, inequívocos, precisos, es decir, que no son objetivos.  Nota de Relatoría: Ver  sobre LEGALIDAD: sentencia de 4 de noviembre de 2004, radicación AP-2305; sentencia del 6 de octubre de 2005, radicación AP-2214;  sobre DESVIACION DE PODER: sentencia del 31 de octubre de 2002, radicación AP-518; sobre PRINCIPIOS: sentencia del 2 de junio de 2005, radicación AP-00720; sentencia del 26 de octubre de 2006, radicación AP-01645

             CONSEJO DE ESTADO

SALA DE LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO

SECCION TERCERA

Consejero ponente: ENRIQUE GIL BOTERO

Bogotá, treinta (30) de agosto de dos mil siete (2007)

Radicación número: 88001-23-31-000-2004-00009-01(AP)

Actor: JAIME MIGUEL TORRES PADILLA

Demandado: DEPARTAMENTO DEL ARCHIPIELAGO SAN ANDRES Y PROVIDENCIA Y OTROS

Comparto la decisión tomada por la Sala en el presente caso, a pesar de lo cual, en relación con lo dispuesto en la parte considerativa acerca de los eventos en que se puede considerar como vulnerada o amenazada la moralidad administrativa, me permito aclarar mi voto en los siguientes términos:

La moralidad administrativa ha sido objeto de un buen número de esfuerzos jurisprudenciales para darle alcance y definición, como consecuencia de los cuales se ha dicho que se atenta contra tal derecho colectivo, entre otros eventos: cuando se transgrede la legalidad en razón a finalidades de carácter particula, noción que la aproxima a la desviación de pode; cuando se va en contra de los valores y principios que inspiran la actuación administrativa y que determinan la expedición de las normas correspondiente–; cuando se interpretan y aplican normas legales o decisiones judiciales en un sentido que se aparta de forma protuberante o contraevidente del debido entendimiento de las misma.

El fallo relaciona algunos de estos eventos y, como un paso adelante, en un nuevo intento de fijación del marco de influencia del derecho colectivo, concluye:

“la moral administrativa también se halla por fuera de las normas, pero dentro del comportamiento que la sociedad califica como correcto y bueno para las instituciones públicas y sus funcionarios, en relación con la administración del Estado. Esta fuente de la moral administrativa exige del juez mayor actividad judicial, pero con ayuda de la razón y del sentido común ético puede calificar los distintos comportamientos administrativos a la luz de la moral exigible de quien administra la cosa pública.”

Estoy en desacuerdo con la anterior afirmación.

Considero, con base en la Constitución Política y en las normas legales colombianas, que nuestro sistema jurídico positivo precisa de la consagración en los textos jurídicos de las reglas que se aplican, y de los valores y principios que lo inspiran, para que éstos sean vinculantes, de suerte que no puede haber una fuente jurídica sin reconocimiento o desarrollo constitucional o legal.

(No significa lo anterior que esté proponiendo una interpretación restringida del orden jurídico a lo expresamente dispuesto en las normas, dado que existen fuentes jurídicas que se pueden extraer mediante una labor de interpretación del mismo ordenamiento, sin que éste haya prescrito literalmente su contenido, como es el caso de la costumbre, la buena fe, las buenas costumbres, la analogía (iuris y legis), los principios generales del derecho, entre otras, pero siempre dentro del ámbito de lo consagrado por las normas.)

La moralidad administrativa entendida en los términos en que lo ha hecho la decisión mayoritaria, como aquello que la sociedad califica como correcto y bueno para las instituciones públicas y sus funcionarios aun cuando esté por fuera de lo prescrito por la Constitución Política y la ley, resulta sumamente vago e impreciso como para que sea establecido en calidad de límite a las actividades de la administración.

En mi concepto, es completamente claro que las más de las veces la moral (o lo correcto o lo bueno) nutre al derecho, de forma tal que aquella subyace a éste y se constituye en una parte importante de su estructura; en tales casos se presenta, bajo la exteriorización de una norma, de manera concomitante, un contenido moral y uno jurídico que vinculan imperativamente a los miembros del conglomerado social. Es ese contenido moral, cuando se hace referencia a la moralidad administrativa, el que se ampara como derecho colectivo, y es por ello que la protección comprende un ámbito diferente del de la legalidad, entendida en su connotación pura y simple de juridicidad.

Pero la moralidad que se protege como derecho colectivo ha de estar incorporada en una norma legal o en los valores y principios que inspiran la actuación administrativa, para que sea susceptible de protección por esta vía.  No es aceptable predicar su infracción cuando quiera que se vaya en contra de lo que es correcto y bueno de conformidad con el sentido común ético y la razón, sin que se exija como condición necesaria para ello la concurrencia de tales elementos con la vulneración de una norma legal o de un valor o principio constitucional.

El derecho es una ciencia social, en la cual la objetividad se presenta como lo que es generalmente aceptado por la comunidad, cosa que se puede lograr con la expedición de normas legales, con el desarrollo de valores y principios constitucionales y con el comportamiento conforme, congruente, lícito y reiterado de los asociados, como ocurre con el evento de la costumbre praeter legem.

Pero esa objetividad no se logra si se recurre, sin consultar a las normas, a términos como “correcto”, “bueno”, “razón”, los cuales, a pesar de contar con un significado natural y obvio en las diferentes acepciones que la perspectiva del lenguaje brinda, en los terrenos del derecho dan lugar a las más enconadas discusiones por la dificultad de su concreción, aplicación y acertamiento, y más aún por los riesgos que representan para la administración de justicia, al constituir un reto para los intentos de dar seguridad jurídica a la sociedad.  Más difícil todavía resulta establecer el alcance del “sentido común ético” como factor para ponderar la amenaza o vulneración de la moralidad administrativa, dada la falta total de desarrollo de esta fórmula dentro de nuestra tradición jurídica.

Esa indeterminación, que el mismo fallo reconoce llamándola abstracción, abre un espacio para el libre juego de las tendencias políticas, sociales, éticas y morales del juez, quien a pesar de desempeñar una actividad judicial, como individuo, de manera consciente o inconsciente, difícilmente renunciará a lo que tales inclinaciones le sugieren en su tarea de determinar en el caso concreto, y por fuera de lo que las normas ordenan, lo que es “correcto” y “bueno”, de acuerdo con la “razón” y el “sentido común ético”.

He dicho que la moralidad integra al derecho, y que la moralidad administrativa integra a los valores, principios y normas correspondientes, razón por la cual cuando se trate de una vulneración a la moralidad administrativa como derecho colectivo debe evidenciarse en el proceso la violación de los dos contenidos, es decir, del contenido moral y del contenido jurídico de la norma, entendiéndose por la vulneración del primero, según el caso concreto, la mala fe, las irregularidades, el fraude a la ley, la corrupción, la desviación de poder, entre otras conductas que representan un desarrollo de conceptos morales, y que además están contempladas en el ordenamiento jurídico.

El juez se encuentra investido en todo momento de un grado importante de subjetividad respecto de sus fallos, pero esa subjetividad debe tener como asidero un objeto sobre el cual pueda desarrollar sus apreciaciones, es decir, unos cimientos firmes para edificar su decisión.  Considero que los valores, principios y las leyes son esas bases firmes a las cuales se debe recurrir siempre que se adelante un juicio sobre la amenaza o vulneración de la moralidad administrativa, para determinar el alcance de ésta última en el caso concreto, pero jamás puede la subjetividad judicial buscar el título que legitima su acción en elementos extranormativos que no resultan homogéneos, inequívocos, precisos, es decir, que no son objetivos.

En consecuencia, comparto lo dicho acerca de que lo “correcto”, lo “bueno” y la “razón”, son determinantes a efectos de fijar los límites para la protección del derecho colectivo a la moralidad administrativa, pero no acepto que se los invoque como fuentes autónomas extranormativas, dado que, de acuerdo con mi opinión, tales conceptos deben hacer parte de los valores o principios constitucionales, o de las normas legales que se toman como elemento objetivo para definir la correspondiente amenaza o vulneración.  Es la fijación de la moralidad en las normas constitucionales y legales lo que posibilita que su infracción sea sancionada.

En los anteriores términos, y de la manera más respetuosa, dejo expuestas las razones que me condujeron aclarar mi voto.

RAMIRO SAAVEDRA BECERRA

SALVAMENTO DE VOTO DEL DR. MAURICIO FAJARDO GOMEZ

PRINCIPIO DE LEGALIDAD - Concepto. Evolución / PRINCIPIO DE LEGALIDAD - Vinculación formal, positiva y teleológica / PRINCIPIO DE LEGALIDAD - Vinculación estratégica, negativa / PRINCIPIO DE LEGALIDAD - Bloque de legalidad. Bloque de juridicidad / BLOQUE DE LEGALIDAD -  Principio de legalidad / BLOQUE DE JURIDICIDAD - Principio de legalidad

La concepción del principio de legalidad que sustenta nuestros planteamientos, concepción que va mucho más allá de la meramente formal y circunscrita a la exigencia formulada a las autoridades públicas en orden a que supediten su actuación a aquellos asuntos para cuyo conocimiento cuenten con previa habilitación legal y a la adopción de decisiones en los términos señalados de forma precisa por las normas legales, para complementar dicha perspectiva, ciertamente inherente al aludido principio, con una visión del mismo mucho más acorde con la naturaleza Social del Estado de Derecho, misma que ha determinado una modificación de los rasgos identificativos no solamente de la propia organización estatal sino también del ordenamiento jurídico que regula su actividad y, consecuentemente, también de sus más caros principios, el de legalidad entre ellos. Así pues, las referidas mutaciones acaecidas en punto a la estructura tanto normativa como organizacional del Estado con la transformación del mismo en Social de Derecho conducen, indefectiblemente, a que la concepción formal tradicional del principio de legalidad deba complementarse con una perspectiva teleológica o finalística del mismo, en la cual quede comprendida la sustancial y compleja carga axiológica y principial que caracteriza a los ordenamientos constitucionales contemporáneos y cuya naturaleza eminentemente jurídica y su carácter vinculante e informador de la hermenéutica y la aplicación del entero ordenamiento jurídico se encuentra, en la actualidad, fuera de toda discusión. Las vertientes formal ¾o de vinculación positiva¾ y teleológica ¾o de vinculación estratégica o negativa¾ del principio de legalidad constituyen, por tanto, dos elementos complementarios del mencionado principio, circunstancia que conduce derechamente a sostener que el mismo debe ser entendido con base en los siguientes dos parámetros: en primer término, el principio de legalidad no sólo debe reputarse referido a la exigencia de habilitación legal previa para la adopción de decisiones o al despliegue de actividades por parte de las autoridades públicas, así como a la perentoriedad de que tales determinaciones o actuaciones se avengan, en cuanto a su contenido, a las normas con rango de ley, sino también, de forma conjunta, dicho principio supone la vinculación de los poderes públicos, en sus actuaciones y decisiones, al contenido programático, finalístico y valorativo que se ha incorporado en el ordenamiento jurídico ¾vinculación estratégica o negativa, en el sentido de que dicho contenido axiológico y principial se constituye en un límite que no puede ser trasgredido, a la vez que en un haz de propósitos que deben ser perseguidos en la gestión de los asuntos públicos¾ para orientar la interpretación de las disposiciones que lo integran y la aplicación de las mismas a los casos concretos. Y, en segundo término, al principio de legalidad no puede asignársele, por los días que corren, el mismo significado que se le atribuía en el derecho europeo continental ¾y más concretamente en el francés¾ a comienzos del siglo XIX, fruto de la concepción rousseaunianana de la ley como expresión de la voluntad popular manifestada a través del producto normativo de un Parlamento que representaba a la entonces recién consolidada soberanía nacional ¾en la clásica formulación de Rousseau de acuerdo con la cual a través de la Ley el pueblo se impone a sí mismo su propia voluntad, circunstancia que convertía a la ley parlamentaria en intrínsecamente justa y la ubicaba en una posición jerárquica preeminente respecto de la propia Constitución¾, significado de conformidad con el cual el principio que nos ocupa se contraería a imponer la observancia de las normas con rango de ley; por el contrario, la concepción que del principio de legalidad se impone en un Estado constitucional contemporáneo comporta el reconocimiento de la obligación de acatamiento del entero ordenamiento jurídico, esto es, del «bloque de legalidad», parafraseando la expresión acuñada por Maurice Hauriou para aludir al parámetro de fiscalización utilizado, en su actuación, por el Consejo de Estado francés al llevar a cabo el control de los actos administrativos, labor en desarrollo de la cual el máximo Tribunal de lo Contencioso Administrativo se encuentra llamado a verificar la legalidad de dichos actos administrativos sin que por «legalidad» haya de entenderse, tan sólo, «conformidad a la ley», sino que el juicio de ajuste debe adelantarse en relación con la ley, con los principios generales del Derecho y con otra serie de normas, de suerte tal que la de «bloque de legalidad» es una expresión que se utilizó para comprender aquello que en realidad debería denominarse el «bloque de juridicidad» o, en otros términos, el bloque del Derecho aplicable. Nota de Relatoría: Ver Sobre el contenido de la moralidad administrativa: aclaraciones de voto que formulé a los siguientes pronunciamientos de esta misma Sala: AP-1089, Consejera Ponente: Ruth Stella Correa Palacio; Radicación AP-00877-01; sentencia de octubre 26 de 2006, Radicación AP-1645;  sentencias de 21 de febrero de 2.007, expedientes AP-00413, AP-00819 y AP-00925 y en la sentencia de 19 de abril de 2007, expediente AP-00819.

ORDENAMIENTO JURIDICO - Moralidad pública. Estado social y democrático de derecho / MORALIDAD PUBLICA - Ordenamiento jurídico. Estado social y democrático de derecho / ESTADO SOCIAL Y DEMOCRATICO DE DERECHO - Ordenamiento jurídico / ESTADO SOCIAL Y DEMOCRATICO DE DERECHO -  Moralidad pública / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Alcance

El ordenamiento jurídico colombiano sí se encuentra identificado por y recoge una determinada concepción moral, cual es la concepción moral que resulta conforme con el modelo de Estado Social y Democrático de Derecho característico de la mayoría de Estados constitucionales occidentales contemporáneos: es una concepción moral en la cual desempeña un papel central el principio democrático y, dentro de él, la política deliberativa o el principio del discurso como herramienta procedimental a través de la cual se adoptan las decisiones colectivas con pleno respeto y sin detrimento de la autonomía moral de los individuos, principios democrático y discursivo que dan sustento moral, paralelamente, a todo el haz de derechos fundamentales ¾de las distintas generaciones¾ recogidos en las normas jurídicas, así como a los valores fundantes y a los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho, elementos éstos que, vistos en su conjunto, constituyen la moralidad pública que se integra en el ordenamiento jurídico propio de los Estados constitucionales actuales, precisamente con el propósito de construir sociedades en las cuales los diversos proyectos morales individuales de cada uno de sus asociados pueda ser llevado a cabo, como materialización de la autonomía moral del individuo, la cual, se insiste, resulta ser el fundamento de la existencia de una organización estatal. Así pues, los referidos elementos son los que integran la moralidad pública o la ética pública subyacente a un Estado Social y Democrático de Derecho y es en el ámbito de esos elementos en el cual debe buscarse el contenido y el alcance del concepto de moralidad administrativa. En ese orden de ideas, toda concepción de la moralidad o de la ética pública debe formularse partiendo de señalar que su objetivo debe ser el de garantizar la máxima realización moral del individuo, la dignidad humana, lo cual conlleva, insoslayablemente, a distinguir la moralidad o la ética pública, de la moralidad o la ética privada.

IUSNATURALISMO RACIONALISTA - Moralidad / RELATIVISMO AXIOLOGICO - Moralidad / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Iusnaturalismo racionalista. Relativismo axiológico / ESTADO SOCIAL Y DEMOCRATICO DE DERECHO - Consenso. Moralidad administrativa / CONSENSO - Estado social y democrático de derecho

Frente a la alternativa que en determinados momentos históricos supusieron el absolutismo o el mismo iusnaturalismo racionalista ¾los cuales hacían inmunes a la discusión ciertos principios y los mantenían como absolutos e irrevisables¾, así como frente al relativismo axiológico extremo ¾el cual hace imposible la existencia de concepciones morales consensuadas, como quiera que deja la moral en manos del subjetivismo del individuo, de la situación o de la época concreta¾, la que aquí sostenemos es una postura que se corresponde con la de quienes, en la Filosofía del Derecho, consideran que resulta posible defender la existencia de normas jurídicas que consagran una moral pública y que deben cumplirse en consideración a que su legitimidad deriva de que han sido consensuadas ¾o, en defecto de consenso, aprobadas con base en la aplicación del principio del discurso y de la regla de la mayoría¾ por los afectados, en pie de igualdad, como quiera que entendemos, de un lado, que nadie puede, en un Estado Social y Democrático de Derecho, identificar “a lo verdadero o a lo correcto si no es a través de un diálogo, presidido por el reconocimiento recíproco de los interlocutores a la intervención y a la réplica, y dirigido hacia un consenso” y, de otro, que debe reconocerse en el discurso conducente a la obtención de acuerdos o consensos o a la prevalencia del mejor argumento y a la utilización de la regla de la mayoría.

MORALIDAD PUBLICA - Consenso / CONSENSO - Moralidad pública

Establecido, entonces, no sólo que la moralidad pública debe ser diferenciada de las diversas concepciones morales o éticas privadas existentes en una sociedad con el propósito de garantizar, precisamente, la autonomía moral del individuo, es decir, su dignidad ¾la cual constituye razón de ser de la existencia de la organización estatal¾ sino que esa moral o ética pública no puede ser impuesta sin constituir el resultado de un procedimiento deliberativo, argumentativo y decisorio que procure la obtención de acuerdos o consensos o la prevalencia de las reglas del mejor argumento y de la mayoría, resta por identificar el contenido de la tantas veces mencionada ética o moralidad pública, el cual puede comprenderse al hilo de la explicación de los siguientes dos elementos que la integran: (i) el papel central, significado y operatividad del principio democrático y del principio del discurso en el Estado Social y Democrático de Derecho contemporáneo y (ii) la existencia de un conjunto de condiciones jurídicas, políticas, económicas y sociales que hacen posible el funcionamiento real de los antecitados principios democrático y discursivo, elemento éste que permite fundamentar ¾vale decir, justificar su existencia¾, moralmente, con base en dichos principios, (a) las distintas categorías de derechos fundamentales, (b) los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho y (c) la existencia de un haz de valores fundantes del mismo.

PRINCIPIO DEMOCRATICO - Decisiones colectivas / PRINCIPIO DISCURSIVO - Decisiones colectivas / ESTADO SOCIALY DEMOCRATICO DE DERECHO - Decisiones colectivas / LEGALIDAD - Legitimidad / LEGITIMIDAD- Legalidad

El principio democrático se constituye en elemento central en el diseño de un sistema político de toma de decisiones colectivas que se muestre plenamente respetuoso de la autonomía moral del individuo, esto es de la dignidad humana. El principio discursivo tiene, ciertamente, un contenido normativo, en la medida en que expresa el sentido de la imparcialidad de los juicios prácticos, no obstante lo cual se mueve a un nivel de abstracción tal que, pese a ese contenido normativo, se mantiene neutral frente a la moral y frente al derecho, toda vez que se refiere a las normas de acción en general. Cobra importancia, entonces, de cara a sustentar la aceptabilidad y legitimidad de las decisiones colectivas ¾más allá de su mera validez¾ que las mismas se avengan (a) a las reglas del juego democrático ¾las cuales no se circunscriben al simple sometimiento a la regla de la mayoría¾ y (b) a los postulados del procedimiento discursivo o de la política deliberativa; reglas de juego y postulados procedimentales que se caracterizan por su (c) neutralidad ¾moral o ideológica¾ como procedimiento. La dinámica que se acaba de exponer pone de presente, una vez más, la permanente intercomunicación entre la moral y el derecho, además de la necesidad de que el derecho sea permeable a los planteamientos y las formulaciones morales, como quiera que determinados aspectos de las éticas o de las moralidades privadas, pueden tener la vocación de pasar a formar parte de la ética o de la moralidad pública. En ese sentido, Habermas señala que la legalidad sólo puede engendrar legitimidad en la medida en que el orden jurídico reaccione reflexivamente a la necesidad de fundamentación surgida con la positivización del derecho, de manera que se institucionalicen procedimientos jurídicos de fundamentación que sean permeables a los discursos morales. Lo anterior, no obstante, no debe conducir a que se confundan los límites entre derecho y moral, pues mientras que en los ordenamientos jurídicos la racionalidad procedimental constituida por las reglas del juego democrático y los postulados de la política deliberativa se constituyen en criterios institucionales que proporcionan certeza a los destinatarios de las normas jurídicas, no ocurre lo propio con los preceptos morales. La aludida complementariedad entre moral y derecho se justifica, además, en consideración a que incluso las normas moralmente bien fundamentadas sólo resultarán exigibles en la medida en que quienes ajusten a ellas su comportamiento puedan esperar que también los demás coasociados se comportarán de acuerdo con lo establecido por esas normas. Así pues, sólo bajo la condición de una observancia de las normas practicada por todos, adquieren importancia ¾y eficacia práctica¾ las razones que puedan aducirse para la justificación ¾moral¾ de tales normas. Por consiguiente, como de las convicciones morales no cabe esperar que cobren, para todos los sujetos, una obligatoriedad que en todos los casos las haga efectivas en la práctica, la observancia de tales preceptos morales sólo devendrá exigible en la medida en que adquieran obligatoriedad jurídica.

ESTADO - Razón de existencia / MORALIDAD PUBLICA - Ordenamiento jurídico. Obligatoriedad. Autonomía / MORALIDAD PUBLICA - Procedimental

En definitiva, hemos visto, cómo la razón de ser de la existencia del Estado está constituida por la realización de los proyectos de vida de seres humanos autónomos moralmente, quienes precisan de la existencia de una moralidad pública que informe el diseño, estructura y funcionamiento de los poderes públicos, con miras a que la gestión de éstos cree las condiciones necesarias para que las concepciones de lo bueno, de la felicidad y de lo correcto preconizadas por cada ética privada en particular, puedan ser procuradas por cada individuo de manera real. Ello determina que la moralidad pública que ha de incorporarse en el ordenamiento jurídico para, de ese modo, garantizar la igualdad en punto a la obligatoriedad de su observancia por parte de todos los coasociados, quede desprovista, de contenidos morales materiales, de referencias éticas sustantivas, para concretarse en una moral procedimental que no se decante por una u otra concepción de lo bueno, de lo correcto o de lo conducente a la felicidad ¾debe ser, en ese sentido, neutral¾, sino que propicie la obtención de consensos o acuerdos mayoritarios en punto a las condiciones de la vida social indispensables para que cada ciudadano pueda desplegar su individualidad y hacer eficaz su dignidad como miembro de la especie humana. En esa moral pública, moralidad pública o ética pública, de estirpe, entonces, eminentemente procedimental, el papel central lo desempeñan el principio democrático y el principio discursivo, los cuales señalan el procedimiento y las exigencias que debe reunir una decisión cuyo destinatario sea la colectividad entera, a efectos de que pueda considerarse respetuosa de la autonomía moral de los individuos, en la medida en que ellos han tomado parte, directa o indirectamente, en su discusión, argumentación, deliberación y aprobación. La condición meramente procedimental de la moralidad pública abre las puertas, además, a que cualquier asunto que la propia colectividad estime relevante discutir y analizar, incluidos los asuntos que, en determinado momento histórico, sean mayoritariamente considerados como propios de la ética privada ¾catalogación que lícita y normalmente puede cambiar, para pasar a convertirse en parte de la ética pública, de lo cual la historia está repleta de ejemplos frente a temas como la igualdad de la mujer, el aborto o la eutanasia¾ puedan ser sometidos al procedimiento discursivo y, eventualmente, vía integración en el ordenamiento jurídico, pasar a formar parte de la moralidad pública. Ésta, por tanto, resulta permeable a ¾además de encontrarse, en considerable medida y en cuanto coincida con ellos, fundamentada por¾ los asuntos morales privados, a las éticas privadas, pero debe mantenerse no sólo neutral, sino también autónoma frente a ellos, hasta tanto los mismos se incorporen, en virtud de la operatividad de los principios democrático y discursivo, en el ordenamiento jurídico, el cual, por tanto, también ha de mantener su autonomía frente a las éticas o morales privadas, salvo en cuanto atañe a posibilitarles incluir cualquier asunto que consideren relevante, en la agenda de discusión de las instancias normativas estatales llamadas a regular, con carácter general, los intereses colectivos, siguiendo, para ello, las reglas de juego derivadas del principio democrático.

PRINCIPIO DE SEPARACION DE PODERES - Principio discursivo y democrático / PRINCIPIO DE LEGALIDAD - Moralidad pública  / MORALIDAD PUBLICA - Principios de separación de poderes y de legalidad / PRINCIPIO DE SEPARACION DE PODERES - Moralidad pública

El principio de separación de poderes puede ser explicado en función del reparto de responsabilidades que en la estructura del Estado se efectúa con el propósito de establecer, en primer término, cuál es la instancia encargada de poner en funcionamiento las reglas derivadas de los principios discursivo y democrático a efectos de elaborar productos normativos en los cuales se contengan las decisiones adoptadas por los coasociados ¾directamente o por conducto de sus representantes democráticamente electos¾ en ejercicio de una autonomía moral que sustenta su aspiración de autorregular o autolegislar los asuntos que interesan a todos; en segundo término, cuál la instancia a cuyo cargo estará la tarea de aplicar tales contenidos normativos a los casos concretos al dirimir los correspondientes litigios, sin duda, creando Derecho en no pocos eventos, pero siempre dentro de los límites señalados por los referidos contenidos normativos aprobados con fundamento en la operatividad de los principios discursivo y democrático y cuál, finalmente, la instancia a la cual se atribuye la responsabilidad de seleccionar y poner en funcionamiento los medios, políticas y actividades con cuya escogencia o implementación se procurará alcanzar los fines que al Estado señalan los tantas veces mencionados contenidos normativos discursiva y democráticamente elaborados. La operatividad de los principios democrático y discursivo precisa de la estructuración del aparato estatal bajo la forma de un Estado Social y Democrático de Derecho como quiera que éste resulta ser el único modelo de organización y de ejercicio del poder que, a través del sometimiento pleno de la actividad de los poderes públicos al ordenamiento jurídico y del despliegue de un sistema de frenos y contrapesos ¾que se traduce, entre otros elementos, en el principio de separación de poderes¾, garantiza la autonomía moral de unos ciudadanos que contarán con la certeza de que las autoridades públicas supeditarán sus actuaciones a los contenidos normativos aprobados por los propios coasociados ¾directamente o a través de los órganos constitucionalmente llamados a incorporar en el ordenamiento jurídico preceptos vinculantes fruto de la discusión y de la aprobación de los mismos en desarrollo de las reglas de juego derivadas del principio democrático¾, de un lado y, de otro, que el Estado se ha estructurado de manera que existen, en su interior, mecanismos que posibilitan que unos órganos controlen a otros y, en consecuencia, aseguren que el poder no se desbordará, se atendrá al Derecho democráticamente aprobado y respetará, con ello, la órbita dentro de la cual cada individuo podrá procurar la concreción de su proyecto de vida personal. Por consiguiente, los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho y, entre ellos, especialmente, los de legalidad y de separación de poderes, forman parte inescindible de la moralidad pública necesaria para garantizar las condiciones en las cuales el ser humano podrá hacer efectiva su dignidad, esto es, su autonomía moral orientada no sólo a participar en el proceso de adopción de las decisiones colectivas sino, simple y llanamente, a realizar plenamente su individualidad de acuerdo con sus convicciones y con sus creencias personales, de acuerdo, en últimas, con la concepción moral o con la ética privada de su predilección.

MORALIDAD PUBLICA - Intercomunicación con la moralidad privada / MORALIDAD PRIVADA - Intercomunicación con la moralidad pública / PRINCIPIO DEMOCRATICO - Moralidad pública

Esa intercomunicación entre las moralidades pública y privada, esa apertura del Derecho ¾y de la moralidad pública que a él subyace¾ a los contenidos propios de la moral privada sólo puede tener lugar a través de los canales y de los cauces abiertos por el principio democrático, pues sólo ello resulta respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía moral del individuo considerado como un fin en sí mismo, que se ubica en el espacio de una sociedad pluralista en la cual todos los proyectos de vida y las concepciones de lo bueno y lo moralmente deseable han de encontrar asidero, siempre que se avengan a la moralidad pública ínsita en el Estado Social y Democrático de Derecho. Y si, de acuerdo con el principio de separación de poderes, el cual ya justificamos también en clave de principio democrático, la puesta en funcionamiento de las reglas derivadas de éste para la adopción de decisiones en interés de todos concierne, en exclusiva, a los órganos democráticamente elegidos, por mandato de la Constitución ¾cuya supremacía, en virtud del principio de legalidad (en la versión que de éste hemos defendido en el presente salvamento de voto), también constituye condición ineludible de la operatividad de los principios discursivo y democrático¾, deben cuidarse mucho aquéllos órganos del poder público que carecen de legitimidad democrática directa y que no están llamados a constituirse en el espacio en el cual deban darse los debates, las discusiones y la búsqueda de los consensos o de la aprobación mayoritaria de las decisiones colectivas, de irrumpir ¾inconstitucional, ilegítima y antidemocráticamente¾, en esa órbita, para arrogarse ¾inconstitucional, ilegítima y antidemocráticamente¾ la facultad de determinar, ocupando el lugar del pueblo y/o de sus representantes democrática y legítimamente elegidos, los contenidos de la moralidad pública o, en otros términos, aquellos elementos propios del ámbito de la moralidad o de la ética privada que están llamados a incorporarse en el sustrato moral del ordenamiento jurídico. En consecuencia, el juez o el órgano de control o el órgano autónomo e independiente que, careciendo de legitimidad democrática directa y prescindiendo del procedimiento impuesto por los principios democrático y discursivo para la adopción de las decisiones que interesan a todos los coasociados ¾y la definición del contenido de la moralidad pública sí que interesa a todos y cada uno de los individuos, como que se convierte, según se ha explicado, en el escenario dentro del cual deben poder realizarse todos y cada uno de los proyectos morales y de los planes de vida propugnados por la multiplicidad de éticas privadas concurrentes en una sociedad pluralista¾, se arrogue la condición de puente ¾legítimo y democrático¾ de comunicación entre la moralidad pública y la(s) moral(es) o la(s) ética(s) privadas, como aparece apenas evidente, no sólo transgrede el principio de separación de poderes e incluso el principio de legalidad, sino que conculca la esfera de derechos y libertades fundamentales del individuo, como quiera que desprecia la dignidad humana, al negarle al sujeto su autonomía moral, misma que, según también se explicó, tiene la virtualidad de convertir a cada ser humano en partícipe de un proceso democrático de autolegislación o autorregulación de la vida en sociedad y, por supuesto, la definición de los asuntos moralmente relevantes reviste especial trascendencia en la regulación de la vida colectiva.

MORALIDAD PUBLICA - Ordenamiento jurídico / MORALIDAD PUBLICA -  Principios de legalidad y separación de poderes

La moralidad pública, aquella que resulta relevante para el Derecho en la medida en que se incorpora en él y constituye el norte axiológico de la actividad de los poderes públicos, según se ha visto ya, no se agota en los derechos humanos, como quiera que ello supondría aceptar una visión de esa moralidad exclusivamente sujetivista y vinculada al individuo, pues el poder solamente sería frenado y limitado “desde fuera” pero no introduciría en su interior dimensión moral alguna ni, de contera, la transmitiría al Derecho. Empero, hemos explicado cómo, más allá del subsistema integrado por los derechos fundamentales, los principios democrático y discursivo, de un lado y, de otro, los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho ¾fundamentalmente el de legalidad y el de separación de poderes¾, constituyen piezas que se integran en el conjunto de elementos que forman la noción de moralidad pública, en la medida en que se constituyen en presupuestos de la operatividad de los principios democrático y discursivo como procedimientos conducentes a la adopción de las decisiones que afectan a la colectividad, manteniendo el respeto por la dignidad humana o la autonomía moral de los coasociados.

ESTADO SOCIAL Y DEMOCRATICO DE DERECHO - Valores fundantes /  MORALIDAD PUBLICA - Estado social de derecho

Los referidos valores fundantes del Estado Social y Democrático de Derecho ¾como ocurre con prácticamente la totalidad de la moralidad pública que subyace a dicha forma de organización estatal¾ se encuentran consagrados, de forma expresa, en varios preceptos de la Constitución Política colombiana, iniciando por su Preámbulo, pasando por sus artículos 1º, 2º y 3º y hasta reflejarse, entre otros, en enunciados normativos como los contenidos en los artículos 4, 13 y 113 de la Carta. Sin embargo, la catalogación que aquí se efectúa de los cuatro valores recién mencionados ¾libertad, igualdad, solidaridad y seguridad¾ como “fundantes” del Estado, no busca cosa distinta que destacar la centralidad del papel que juegan en la sustentación axiológica del Estado Social y Democrático de Derecho, pero ello no quiere decir, en manera alguna, que otros valores y principios jurídicos, también reconocidos en la misma Constitución o en la ley, no formen parte de la moralidad pública cuyo contenido hemos venido explicitando, pues esos otros valores y principios, en la medida en que igualmente forman parte del entramado axiológico del ordenamiento jurídico colombiano y se han incorporado al mismo siguiendo los cauces determinados por los principios discursivo y democrático, se integran en la noción de ética pública precedentemente explicitada en este salvamento de voto.

MORALIDAD PUBLICA  -  Concepto

La moralidad o la ética pública que informa la organización, estructura, funcionamiento y gestión de los asuntos colectivos por parte de las autoridades públicas en un Estado Social y Democrático de Derecho, está integrada no sólo por los principios democrático y discursivo, sino también y como condiciones para la plena operatividad de aquellos, por el subsistema de derechos fundamentales, por los principios básicos de organización del Estado ¾fundamentalmente el de legalidad y el de separación de poderes¾ y por los valores fundantes del ordenamiento jurídico, elementos todos que, adicionalmente, conforman la norma básica de identificación de la validez de las demás disposiciones que integran el sistema jurídico. Esa norma de identificación de normas, en la cual juegan papel preponderante todas las reglas derivadas de la operatividad del principio democrático, es el cauce a través del cual resulta posible la incorporación de la moral o, mejor, de regulaciones referidas a asuntos concernientes a las diversas éticas o moralidades privadas, en el ordenamiento jurídico. El recurso a vías y/o a procedimientos diversos del previsto por la norma básica de identificación de normas para abrirle paso a la moral en el Derecho supone una transgresión de dicha norma básica o, en otros términos, una flagrante violación de la Constitución por desconocer varios de los elementos que, recogidos en ella, constituyen pilares fundamentales del Estado Social y Democrático de Derecho.

UNICA RESPUESTA CORRECTA - Límite / UNICA SOLUCION JUSTA - Límite

Otro asunto con arraigo en la Filosofía del Derecho, en relación con el cual resulta imprescindible sentar una posición con miras a jusitificar las razones de mi disenso con la postura asumida por la Sala en la providencia de la cual he decidido apartarme, es el relacionado con los alcances y los límites del razonamiento jurídico en punto, concretamente, a dilucidar si el operador jurídico, en todos los casos, se encuentra en posibilidad de identificar la única respuesta correcta o la única solución justa al supuesto que es sometido a su examen, independientemente de que, para resolver el problema jurídico que se le plantea, no encuentre material suficiente en el ordenamiento jurídico y deba recurrir a elementos de juicio de naturaleza política, económica o, como en el parecer de la Sala ocurre en el asunto que en este lugar ocupa nuestra atención ¾por razón de la especial configuración que del derecho colectivo a la moralidad administrativa efectúa, más que por las circunstancias del supuesto específico examinado¾, a criterios de índole moral. Sin embargo, la Sala, en fecha no muy lejana, ya fijó su postura a este respecto, en providencia con la cual estuve plenamente de acuerdo y cuya argumentación en lo atinente al referido extremo, por resultar enteramente pertinente para complementar la argumentación que en el presente salvamento de voto se viene llevando a cabo, transcribo a continuación, in extenso, reiterando, por innecesario que resulte, mi plena coincidencia con los planteamientos que allí se formulan en torno a las limitadas posibilidades del razonamiento jurídico ¾ al menos, del razonamiento jurídico lógico-deductivo, que es el único que en todos los supuestos permite encontrar únicas respuestas correctas¾ y a la necesidad de reconocer que, a partir de cierto momento ¾límite¾ de la argumentación jurídica, las razones que sustentan las decisiones no son ¾no pueden ser¾ unívocas, como quiera que tampoco lo es el conocimiento o el entendimiento humano en el ámbito que del mismo debe abordarse para resolver no pocos casos concretos. De ahí que se imponga que el hallazgo de la única respuesta correcta a cada problema jurídico, no puede ser más que una aspiración del operador y del ordenamiento jurídico, aspiración que, con elevada frecuencia, no puede ser alcanzada. (…) De manera que si se sostiene ¾como lo ha sostenido la Sala, según se viene de traer a colación¾ que el principio de unidad de respuesta correcta o de solución justa a los problemas jurídicos debe ser desestimado o, como mucho, reconocido como una mera aspiración del operador jurídico que se desenvuelve en una sociedad democrática y pluralista; que, consiguientemente, la posibilidad de hallazgo de esa única respuesta correcta queda reducida a los eventos en los cuales todos los factibles intérpretes coincidan de una vez y para siempre no solo en la escogencia de las premisas, sino también en la aceptación de las reglas de derivación de las conclusiones y que, finalmente, en el ámbito de la moral la existencia de los referidos eventos debe quedar descartada de antemano como quiera que en una sociedad estructurada sobre la base del pluralismo moral deben poder coexistir disímiles éticas privadas, concepciones de lo bueno o de lo correcto que compiten entre sí, devendrá imposible que, en asuntos éticos, todos los individuos coincidan en la identificación de las mismas premisas morales y de idénticas reglas morales de derivación de las conclusiones, para un mismo supuesto específico que se vislumbre o se analice desde la perspectiva de diversas concepciones morales o éticas privadas o individuales.  Nota de Relatoría: Ver Sentencia del 30 de 2006, Ponente: Alier E. Hernández Enríquez, Radicación número: 18059

MORALIDAD PUBLICA - Procedimental. Neutral / MORALIDAD PUBLICA  - Contenido

A lo largo del presente salvamento de voto hemos insistido en que la moralidad que informa la manera de organizarse y de funcionar el Estado Social y Democrático de Derecho es la moralidad pública y no una concreta concepción moral o ética privada, es decir, que la moralidad con vocación de servir de soporte a las actuaciones de las autoridades públicas es aquella que, habiéndose incorporado al ordenamiento jurídico, tiene una naturaleza procedimental y neutral, en la medida en que no defiende concepción alguna de lo bueno o de lo correcto o de lo conducente a la felicidad, sino que establece el procedimiento y las condiciones de conformidad con las cuales las decisiones que afectan a toda la colectividad deben ser adoptadas, de manera que ese procedimiento y esas condiciones garanticen la dignidad humana y la autonomía moral del individuo. Lo dicho supone que si una determinada decisión de una autoridad pública y, más concretamente, una decisión judicial, ha de sustentarse en argumentos de naturaleza moral, los argumentos morales que resultan relevantes para el Derecho son aquellos que forman parte del Derecho mismo por integrar la noción de moralidad pública, cuyo contenido se ha explicado profusamente a lo largo del presente voto disidente. De manera que, a nuestro entender, resulta desde todo punto de vista extraño al razonamiento y al ejercicio argumentativo propio de cualquier decisión judicial ¾y con mayor razón aún tratándose de una sentencia proferida por el Tribunal de cierre de una jurisdicción, como es el caso del Consejo de Estado como Tribunal Supremo de la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo¾ que los fundamentos de la misma contemplen o contengan, así sea por vía de obiter dicta, elementos de argumentación propios de concepciones morales individuales o privadas, justificaciones extraídas de comprensiones de lo bueno o de lo correcto defendidas desde determinadas formulaciones éticas particulares, como evidentemente ocurre con los apartes recién transcritos de la posición mayoritaria de la Sala, en la cual se esgrimen comprensiones morales sustantivas relacionadas con una específica manera de ser manejadas las pasiones, las sensaciones, los estados de ánimo, etcétera, por parte de los seres humanos, asunto que escapa, enteramente, al ámbito de la moralidad pública, como quiera que frente a tal tipo de asuntos, válidamente, pueden mantenerse posiciones discordantes desde la perspectiva de otras concepciones éticas individuales.

MORALIDAD PUBLICA - Bloque de legalidad / PRINCIPIO DE LEGALIDAD -  Moralidad pública / MORALIDAD ADMINISTRATIVA - Juez popular

A juicio de la Sala puede considerarse atávico asimilar las nociones de moralidad y legalidad estricta y en eso no le falta razón. Sin embargo, en el presente salvamento de voto no es tal equiparación la que se lleva a cabo, sino que lo que aquí se propone es encuadrar la noción de moralidad pública en el ordenamiento jurídico en su conjunto, en el “bloque de la legalidad”, parafraseando a Hauriou, no simplemente en las normas con rango formal de ley. La comprensión de principio de legalidad que aquí defendemos no sólo es bastante amplia ¾según se explicó en el acápite número 1¾ como quiera que incorpora un conjunto de valores, principios y derechos al parámetro del control de la actividad administrativa por parte del juez, sino que además y concomitantemente, reconoce la existencia de muchos ámbitos morales más allá de los límites trazados por el Derecho ¾luego no se asimilan moralidad y legalidad¾, pero ésa no es una moral relevante para el sistema jurídico más que a efectos de posibilitar, a quienes profesan o han convertido la ética privada de la cual se trate en su proyecto vital individual, realizar su autonomía moral a través de la materialización de su plan de vida. Equiparar lo que la sentencia de la cual me aparto propone que el juez popular lleve a cabo en relación con el derecho colectivo a la moralidad administrativa ¾es decir, completar o extender su alcance con contenidos incorporados, directamente por el juez, desde fuera del ordenamiento jurídico, acudiendo a la moral más allá del Derecho, es decir, a la moral privada¾ con la labor de desarrollo conceptual de los derechos fundamentales realizada por la Corte Constitucional, encierra una falacia consistente en sostener que el Juez Constitucional está autorizado para desentrañar el contenido de esos derechos de algún entramado axiológico o concepción moral ubicados por fuera de la Constitución Política. La Corte Constitucional funge como Juez de la Constitución y, en tal virtud, todos sus pronunciamientos, tanto en sede de acción de tutela como en ejercicio de la función de control de constitucionalidad, están supeditados a los mandatos de la Carta y sólo a ellos, como no podría ser de otro modo atendiendo a lo preceptuado por el artículo 4º superior. Finalmente, en este caso la Sala efectúa un llamado al juez popular para que construya “una moral aplicada, al lado del derecho y al rededor de éste”, pasando “de buscar en las actuaciones administrativas simples “vicios legales”, a buscar también “vicios morales””, con ayuda de “la razón y el sentido común ético”. Nuevamente quedan al descubierto, en este lugar, los problemas que afronta esa postura para identificar el procedimiento a través del cual la moralidad puede ¾válida y legítimamente, respetando la dignidad humana y la autonomía moral del individuo¾ incorporarse en el sistema jurídico de un Estado Social y Democrático de Derecho, vale decir, los conceptos de norma básica de identificación de normas, los principios democrático y discursivo y, especialmente, una de las condiciones ¾igualmente integrada en el contenido de la noción de moralidad pública que en el presente salvamento de voto hemos dejado expuesto¾ que resultan necesarias para que el principio democrático pueda desplegar toda su virtualidad legitimadora, desde el punto de vista de la moralidad pública, de las decisiones o regulaciones adoptadas o aprobadas en interés de todos los coasociados: el principio de separación de poderes, el cual fue incluido entre los principios estructurales del Estado, imprescindible para garantizar la plena y efectiva operatividad del principio democrático. Por ello, considero que la configuración del derecho colectivo a la moralidad administrativa, lejos de constituir una tarea acabada, supone un ejercicio de argumentación y de reflexión que aún está por desarrollar con mayor profundidad por parte del juez popular; es decir, muy probablemente la moralidad administrativa pueda verse reflejada en elementos distintos de ¾aunque no necesariamente incompatibles con¾ la desviación de poder, la manifiesta arbitrariedad, la corrupción o los principios generales del Derecho y esos nuevos elementos habrán de irse incorporando, paulatinamente y con base en la solución de casos concretos, al bagaje conceptual que habrá de enriquecer la esencia de este derecho colectivo.

CONSEJO DE ESTADO

SALA DE LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO

SECCION TERCERA

Consejero ponente: ENRIQUE GIL BOTERO

Bogotá, treinta (30) de agosto de dos mil siete (2007)

Radicación número: 88001-23-31-000-2004-00009-01(AP)

Actor: JAIME MIGUEL TORRES PADILLA

Demandado: DEPARTAMENTO DEL ARCHIPIELAGO SAN ANDRES Y PROVIDENCIA Y OTROS

Referencia: ACCION POPULAR

Con mi acostumbrado respeto por las decisiones de la Sala, en el presente asunto debí apartarme de la sentencia proferida como quiera que, más allá del sentido en el cual se resuelve el caso concreto, la concepción que del derecho colectivo a la moralidad administrativa se prohija en el pronunciamiento que no compartí, a mi juicio resulta, por las razones que expondré a continuación, contraria al ordenamiento jurídico colombiano, al papel que en el mismo se le asigna constitucionalmente al juez y a las posibilidades y límites del razonamiento jurídico mismo.

Con el propósito de desarrollar la explicación de los motivos de mi referida discrepancia, llevaré a cabo la exposición en el siguiente orden: i).-en primer término, retomaré, en lo pertinente, algunos de los planteamientos que, en relación con el alcance del significado del derecho colectivo a la moralidad administrativa, he formulado en ocasiones anteriores, como quiera que, en tales ocasiones, además de adelantar algunos aspectos relacionados con el contenido del concepto, se hacía explícita la necesidad, para la jurisprudencia de la Sala, ahondar en la formulación de los contornos y límites del mismo; ii).- en segundo lugar, expondré el que, a mi entender, constituye el contenido moral ínsito en el ordenamiento jurídico colombiano, esto es, la moralidad pública o la ética pública que informan al diseño constitucional del Estado colombiano; iii).- en tercer lugar, haré alusión a los límites del razonamiento jurídico como herramienta para solucionar los problemas concretos que se plantean al operador o al intérprete y, concretamente, a la autoridad judicial para, finalmente y, iv).- en cuarto lugar, con apoyo en los argumentos que hasta este punto se habrán expuesto, precisar las razones de mi inconformidad para con el pronunciamiento del cual me aparto mediante el presente salvamento de voto.

1. Precisiones que hemos efectuado, con anterioridad, en torno al contenido del derecho colectivo a la moralidad administrativa.

En anteriores ocasione–––––––––––––– he tenido la oportunidad de compartir, con el resto de la Sala, la muy válida preocupación consistente en tratar de evitar que el juzgamiento de los casos concretos en los cuales se discuta la vulneración del derecho colectivo a la moralidad administrativa, se adelante con sujeción, exclusivamente, a la concepción subjetiva o las convicciones personales que en torno a dicho concepto asistan a cada fallador. También en los aludidos momentos llamé la atención en punto a la circunstancia de que en ese loable afán de la Sala por procurar que las decisiones en tales procesos iniciados se adopten con fundamento exclusivo en las convicciones o apreciaciones eminentemente subjetivas del respectivo jue

, podría haberse reducido al terreno de la normatividad positiva ¾y en particular a un solo aspecto de la legalidad: esto es la finalidad del acto o contrato¾, el alcance del referido derecho colectivo, en la medida en que en los respectivos pronunciamientos se sostuvo que la “… moralidad .. debe referirse a la finalidad que inspira el acto de acuerdo con la ley”.

En esa misma línea de pensamiento, hice explícito mi desacuerdo con el criterio expresado por la Sala en el sentido de que la moralidad administrativa deba identificarse con el alcance de las disposiciones positivas ¾es decir, con la legalidad strictu sensu¾ y, especialmente, mi disenso respecto de la aseveración de acuerdo con la cual existe “… una estrecha vinculación entre este principio [el de la moralidad administrativa] y la desviación de poder”, como quiera que, según lo indiqué, la asimilación de tales instituciones podría tener como resultado el desconocimiento de toda la utilidad que le es atribuible a la primera de dichas figuras, pues la desviación de poder se encuentra consagrada expresamente, desde antiguo, en el ordenamiento legal colombiano (artículo 84 C.C.A., y artículo 44-3 de la Ley 80 de 1993) como una causal de nulidad tanto de los actos administrativos como de los contratos estatales y a su examen y aplicación hay lugar en el marco del ya tradicional control judicial de legalidad de las decisiones de la Administración Pública, sin que para su procedencia hubiese sido necesario, nunca antes, la consagración del derecho colectivo a la moralidad administrativa y menos el desarrollo específico de las acciones populares como medio idóneo y expedito para garantizar su efectiva protección.

Enfaticé, en consecuencia, en las citadas ocasiones, en mi preocupación derivada de que en aras de evitar la ¾subrepticia e indeseable¾ irrupción de concepciones morales subjetivas en el contenido del derecho colectivo a la moralidad administrativa, se podría estar sosteniendo la igualmente equivocada y en absoluto plausible posición de acuerdo con la cual la plena comprensión de la moralidad administrativa sería posible dentro de una concepción estrecha y limitada del principio de legalidad, pues

“...si se circunscribiere al terreno eminentemente positivo el derecho colectivo a la moralidad administrativa, se estaría reduciendo en extremo su contenido y se le restaría toda utilidad a la consagración –sin duda novedosa-, de las acciones populares concebidas, por el Constituyente y por el legislador, para asegurar la protección y efectividad de dicho derecho colectivo, puesto que para alcanzar los fines que ahora anota la Sala como objetivo central del mismo, no habrían sido necesarias entonces tales consagraciones, puesto que para ello habría bastado mantener en el ordenamiento la ya conocidas y tradicionales acciones de nulidad, de nulidad y restablecimiento del derecho, de lesividad o relativas a controversias contractuales.

(...)

Las anteriores anotaciones me obligan a considerar la necesidad de que el Consejo de Estado continúe avanzando y, si se me permite la expresión, continúe explorando acerca del alcance y la definición que corresponden al derecho colectivo a la moralidad administrativa, sobre la base de admitir que tanto la novedad de la consagración del referido derecho colectivo, como la complejidad de la materia que se encuentra en el trasfondo del mismo y que por siglos ha dado lugar a discusiones relevantes respecto de las relaciones existentes entre el derech y la mora, imposibilitan tener por agotado el tema”.

Con el referido punto de partida, señalé, a continuación, que resulta menester sostener una noción amplia y mucho más comprensiva del principio de legalidad, en la cual quedasen comprendidos no sólo las normas con rango de ley, sino todo el plexo de principios y de valores que forman parte del ordenamiento jurídico ¾muchos de ellos de raigambre constitucional¾, además, por supuesto, de todas las reglas que se integran en la Carta, para entender, ahí sí, encuadrable la noción de moralidad administrativa, la cual, de todas formas, mal podría construirse por fuera de los límites trazados por el ordenamiento jurídico, como quiera que ello podría abrir las puertas a que las decisiones de los operadores jurídicos ¾y de los jueces, en particular¾ se sustentasen en concepciones morales subjetivas y no en la moralidad subyacente a la normatividad ¾principios, valores, normas constitucionales, legales y reglamentarias¾ aplicable a los casos concretos. Sostuve, entonces, lo siguiente, en defensa del deber del juez de desentrañar la moralidad pública o administrativa aplicable a cada supuesto específico, pero siempre dentro del insoslayable marco constituido por el ordenamiento jurídico:

“Es por ello que, para evitar errores de interpretación, estimo necesario que se precise que tanto el derecho colectivo a la moralidad administrativa, como el sentido y propósito de las acciones populares establecidas para asegurar su protección efectiva, no se limitan, en estricto sentido, a un examen de la situación a la luz del simple texto legal, que igual habría podido adelantarse mediante las acciones y procedimientos ordinarios consagrados para el efecto, si no que debe comprender también una relación de todos aquellos valores, principios y reglas que, teleológicamente, forman parte del propio ordenamiento vigente, en cuanto determinaron y justificaron la expedición de las normas en cuestión, al tiempo que sirven de complemento insustituible para alcanzar la recta inteligencia de las mismas y definir su verdadero alcance.

De hecho tanto el Constituyente como el propio legislador han insertado, en el ordenamiento positivo colombiano, de manera expresa, múltiples evento

 en los cuales la moral constituye el objeto mismo de tutela jurídica o la medida para su procedencia, casos esos en los cuales la moral adquiere, entonces, exactamente el mismo status de la respectiva norma constitucional o legal y, por tanto, es evidente que en esos eventos participa, por igual y de idéntica manera, de su fuerza, de su validez, de su vigencia, de su protección y de su coercibilidad, cuestión que permite sostener que en todos esos casos los conceptos de moral, moral pública o moral administrativa, en realidad corresponden a nociones jurídicas.

Y en aplicación de estos criterios es claro que no se pueda pretender que la actividad judicial se cumpla sin que el juez efectúe consideraciones o exámenes acerca de los valores, los principios o las reglas que se encuentran en juego, como quiera que tanto la propia Administración de Justicia, como la estructura jurídica de nuestro Estado Social de Derecho, condensada en la Carta Política, se fundan en variados e importantes aspectos o conceptos de eminente contenido axiológico, como por ejemplo, entre muchos otros: la vigencia de un orden justo; la prevalencia del interés general; la promoción de la prosperidad general; la convivencia pacífica; la dignidad de las personas; la soberanía popular; la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana; la inviolabilidad de la vida; la libertad; la igualdad; la paz; etc., por cuya realización deben propender todas las autoridades de la República dentro del marco de sus funciones, cuestión que incluye a los jueces, claro está.

Así las cosas, cabría señalar que si bien corresponderá al demandante probar la ilegalidad de la actuación administrativa que se cuestiona en la acción popular –a través de cualesquiera de los elementos que integran la misma-, ello no exonerará al juez competente del deber de analizar tanto la conducta de la respectiva autoridad, cuando de los argumentos de la demanda y de las pruebas recaudadas a lo largo del proceso advierta algún riesgo frente a este derecho colectivo, como también de auscultar e identificar los valores, principios y reglas que constituyen el sustrato mismo o la finalidad de las normas cuya inobservancia, respecto de alguno de sus elementos integradores, se alega.

En esta misma línea de razonamiento y agregando precisiones de gran importancia práctica, en relación con las funciones atribuidas a la Administración de Justicia, la Corte Constitucional ha señalado que incluso al Juez Constitucional le corresponde indagar por el sustrato moral de las normas jurídicas sometidas a su examen, según aparece en la Sentencia C-404 de 1998, que en lo pertinente dice:

“5. Ahora bien, la cuestión central que se debate reside en determinar si el juez constitucional debe permanecer absolutamente marginado de las razones morales que explican o justifican la existencia de determinadas normas legales.

“A juicio de la Corte, la adecuación del orden jurídico a los mandatos constitucionales no es verdaderamente posible sin atender a las condiciones sociales - dentro de las que ocupa un lugar destacado la moral positiva - en las que pretende operar el ordenamiento. Suponer que no existe ninguna relación jurídicamente relevante entre las convicciones morales imperantes en la comunidad y las disposiciones jurídicas - legales o constitucionales - es incurrir en la falacia teórica que originó una de las más agudas crisis del modelo liberal clásico y que desembocó en el nuevo concepto del constitucionalismo social. Justamente, como respuesta a dicha crisis, nadie en la actualidad exige al juez constitucional que actúe bajo el supuesto del individualismo abstracto y que aparte de su reflexión toda referencia al sistema cultural, social, económico o moral que impera en la comunidad a la cual se dirige. En este sentido, puede afirmarse que el reconocimiento de los principios de moral pública vigentes en la sociedad, no sólo no perturba sino que enriquece la reflexión judicial. En efecto, tal como será estudiado adelante, indagar por el substrato moral de una determinada norma jurídica puede resultar útil y a veces imprescindible para formular una adecuada motivación judicial”.

En consecuencia, al aplicar la ley, el juez no podría limitarse a examinarla y entenderla en su contenido puramente literal –sistema de interpretación que en múltiples oportunidades resulta insuficiente–, puesto que ello reflejaría una concepción muy restringida del concepto de legalidad, sino que, por el contrario, deberá indagar por todos aquellos valores, principios y reglas que constituyen su verdadero sustrato o reflejan su finalidad, con el fin de ubicarla correctamente en el contexto que le corresponde, cuyo marco se encuentra delimitado o, mejor aun, ampliado, por el conjunto axiológico que en muchos casos es incorporado de manera expresa por las normas constitucionales y que, en otros, sin perder su carácter supremo, corresponden a valores, principios y reglas que sirven de orientación, soporte o complemento a la propia Carta Política.

Esa directriz para el juez cobrará mayor significado cuando se trate de proteger o de tutelar el derecho colectivo a la moralidad administrativa, puesto que la misma sirve para articular de manera adecuada la tarea que en estos casos le ha sido asignada al juez, la cual, por esencia, siempre debe ser de índole jurídica y ha de cumplirse en el plano de la legalidad, pero deberá cumplirse en relación con un concepto que sólo en apariencia resulta 'meta' o 'extra' jurídico, puesto que, en realidad, se encuentra integrado por todos aquellos valores, principios y reglas que sirven de fundamento a la misma ley y que, incluso, forman parte de ella de manera inescindible, abriendo paso así a una concepción integral, ampliada o teleológica de la legalidad.

Sin perjuicio de reconocer y admitir –no obstante la dinámica interrelación que permanentemente se presenta entre el derecho y la moral y de los múltiples puntos de contacto que unen a esos conceptos-, que entre la moral y la legalidad existen importantes diferencia–

, resulta preciso señalar que para efectos de garantizar y asegurar la efectividad del derecho colectivo a la moralidad administrativa, el juez popular no requerirá abandonar el aludido terreno de la legalidad –para adentrarse en el campo de la moral, corriendo el riesgo de fallar cada asunto de manera subjetiva, según sus propias y personalísimas convicciones de índole moral-, como quiera que el propio concepto de legalidad –entendido de manera integral-, involucra tantos, tan importantes y tan variados valores, principios y reglas, algunos incorporados expresamente a través normas positivas y muchos otros como sustrato o finalidad de aquellas y, en todo caso, como parte esencial de las mismas, que para lograr ese propósito bastará con que en cada caso concreto se examine la respectiva gestión de la Administración Pública –la cual puede manifestarse a través de hechos, omisiones, actos, abstenciones, contratos, etc.-, a la luz de ese conjunto de valores, principios y reglas que conforman o sustentan las disposiciones constitucionales, legales o reglamentarias que autorizan, asignan o prevén el cumplimiento de las funciones o de las actuaciones a cargo de la correspondiente autoridad administrativa.

Naturalmente corresponderá al juez, a partir de los elementos probatorios que se alleguen a cada proceso –en cuyo acopio estará llamada a jugar un papel determinante la facultad-deber que le ha sido conferida para que actúe de manera oficiosa en el curso de las acciones populares-, junto con los argumentos que exponga cada sujeto procesal, le corresponderá al juez –se repite-, realizar la evaluación a que haya lugar para concluir si la respectiva gestión administrativa resulta ajustada, o no, a ese haz de valores, de principios y de reglas que, en últimas, conforman la moralidad administrativa y que en veces resultará posible encontrar en el texto mismo, en el sustrato o en la finalidad de las normas jurídicas aplicables a cada caso” (énfasis añadidos).

En este orden de ideas, resulta menester advertir, desde ahora, que a los planteamientos que se viene de traer a colación ¾y que la propia Sección Tercera, acogiendo propuestas llevadas a la Sala por quien suscribe el presente salvamento de voto, ha prohijado, sin reparos, en diversas oportunidade, a lo cual nos referiremos en el último apartado del presente salvamento de voto¾ son inherentes los siguientes dos elementos, los cuales informan la exposición que emprenderemos a continuación en aras de aportar algunos insumos argumentativos que conduzcan a delimitar el concepto de moralidad administrativa, de un lado y, de otro, a señalar por qué razones la configuración que de ese derecho colectivo efectúa la Sala en la providencia de la cual me aparto, en mi criterio contraviene el ordenamiento constitucional vigente y el diseño mismo que, en aras de garantizar la supremacía y autonomía moral del individuo como razón de ser de la existencia de la organización estatal, la Carta Política ha dado al Estado colombiano:

1. El primero de los dos elementos en cuestión es el de la concepción del principio de legalidad que sustenta nuestros planteamientos, concepción que va mucho más allá de la meramente formal y circunscrita a la exigencia formulada a las autoridades públicas en orden a que supediten su actuación a aquellos asuntos para cuyo conocimiento cuenten con previa habilitación legal y a la adopción de decisiones en los términos señalados de forma precisa por las normas legales, para complementar dicha perspectiva, ciertamente inherente al aludido principio, con una visión del mismo mucho más acorde con la naturaleza Social del Estado de Derecho, misma que ha determinado una modificación de los rasgos identificativos no solamente de la propia organización estatal sino también del ordenamiento jurídico que regula su actividad y, consecuentemente, también de sus más caros principios, el de legalidad entre ellos.

De lo anterior da cuenta la literatura especializada contemporánea, en la cual constituye prácticamente un lugar común el afirmar que el advenimiento y desarrollo del Estado Social de Derecho, como estadio posterior al Estado liberal decimonónico en el cual a la organización estatal se adscribía la obligación de cumplir una multiplicidad de tareas en su momento impensables a cargo de éste último, ha comportado un correlativo proceso de pérdida de precisión de las normas jurídicas, de suerte que el aumento del intervencionismo estatal se traduciría en cierta tendencia a la informalizació de un Derecho que se revela incapaz de predeterminar con todo detalle las decisiones más concretas o, en fin, de delinear con exactitud los intereses generales a servir por la Administración Pública. Así las cosas, de unas autoridades públicas ¾en especial de una Administración¾ cuyo actuar otrora se concretaba en la aplicación automática de premisas previamente dadas, a los casos concretos ¾subsumiendo los hechos de los mismos en la norma pertinente¾, se ha pasado a un modelo denominado por Clauss Offe como la «política administrativa del Estado social», en el cual las normas se limitan a señalar objetivos o propósitos a alcanzar por una Administración que será la llamada a elegir los cauces de actuación jurídicos, materiales y organizativos conducentes a su consecució.

Y es que ante la imposibilidad de conciliar de antemano la multiplicidad de intereses que pueden resultar implicados al regular determinado asunto, los enunciados normativos actuales ¾de todo nivel, constitucional, legal o reglamentario¾ optan por no definir ¾al menos no del todo¾ los intereses generales, autorestringiéndose al señalamiento de fines a las autoridades públicas con el cada vez más frecuente recurso a cláusulas generales y a conceptos indeterminados de amplio espectro programático o valorativo, con la consecuente remisión que ello supone a «criterios de decisión extrajurídicos (morales, políticos, técnicos, económicos)» o, en otros términos, a una «politización o moralización, economización o tecnificación ¾suponiendo que fuera correcto hablar así¾ del Derecho, a una mayor «flexibilidad» de los modelos jurídico, que no es otra cosa, en definitiva, que un incremento de los márgenes de discrecionalidad o de relativa libertad de valoración de los cuales se provee a los operadores jurídicos por parte de un ordenamiento que cada vez vincula menos la actuación de aquellos de manera detallada y exhaustiva para hacerlo, ahora, finalística o teleológicament.

Es en el anterior orden de ideas que autores como Luciano Parejo Alfonso destacan el cambio de estructura de las normas jurídicas que regulan la actuación de las autoridades públicas ¾aunque el análisis de este autor se centra, esencialmente, en la regulación del accionar de la Administración¾ que se desprende del aludido fenómeno de “informalización” del Derecho y de las dificultades a las cuales éste se enfrenta para concretar los intereses generales, situación que comporta el paso progresivo de una «vinculación positiva» ¾por detallada y exhaustiva¾ hacia una «vinculación estratégica» ¾remitida a fines, a objetivos, a propósitos generales¾ de la Administración, en la cual la determinación de lo que constituye el interés general para el caso concreto se defiere al nivel administrativo mediante el uso de herramientas como la atribución de facultades discrecionales, el uso de conceptos jurídicos de notable indeterminación y cargados de componentes valorativos o el recurso a directrices y reglas finale¾¾, en las cuales apenas ¾que no es poco¾ se establecen objetivos o logros a alcanza.

Así pues, las referidas mutaciones acaecidas en punto a la estructura tanto normativa como organizacional del Estado con la transformación del mismo en Social de Derecho conducen, indefectiblemente, a que la concepción formal tradicional del principio de legalidad deba complementarse con una perspectiva teleológica o finalística del mismo, en la cual quede comprendida la sustancial y compleja carga axiológica y principial que caracteriza a los ordenamientos constitucionales contemporáneos y cuya naturaleza eminentemente jurídica y su carácter vinculante e informador de la hermenéutica y la aplicación del entero ordenamiento jurídico se encuentra, en la actualidad, fuera de toda discusió¾¾¾¾.

Las vertientes formal ¾o de vinculación positiva¾ y teleológica ¾o de vinculación estratégica o negativa¾ del principio de legalidad constituyen, por tanto, dos elementos complementarios del mencionado principio, circunstancia que conduce derechamente a sostener que el mismo debe ser entendido con base en los siguientes dos parámetros: en primer término, el principio de legalidad no sólo debe reputarse referido a la exigencia de habilitación legal previa para la adopción de decisiones o al despliegue de actividades por parte de las autoridades públicas, así como a la perentoriedad de que tales determinaciones o actuaciones se avengan, en cuanto a su contenido, a las normas con rango de ley, sino también, de forma conjunta, dicho principio supone la vinculación de los poderes públicos, en sus actuaciones y decisiones, al contenido programático, finalístico y valorativo que se ha incorporado en el ordenamiento jurídico ¾vinculación estratégica o negativa, en el sentido de que dicho contenido axiológico y principial se constituye en un límite que no puede ser trasgredido, a la vez que en un haz de propósitos que deben ser perseguidos en la gestión de los asuntos públicos¾ para orientar la interpretación de las disposiciones que lo integran y la aplicación de las mismas a los casos concretos.

Y, en segundo término, al principio de legalidad no puede asignársele, por los días que corren, el mismo significado que se le atribuía en el derecho europeo continental ¾y más concretamente en el francés¾ a comienzos del siglo XIX, fruto de la concepción rousseaunianana de la ley como expresión de la voluntad popular manifestada a través del producto normativo de un Parlamento que representaba a la entonces recién consolidada soberanía nacional ¾en la clásica formulación de Rousseau de acuerdo con la cual a través de la Ley el pueblo se impone a sí mismo su propia voluntad, circunstancia que convertía a la ley parlamentaria en intrínsecamente just y la ubicaba en una posición jerárquica preeminente respecto de la propia Constitució¾¾¾, significado de conformidad con el cual el principio que nos ocupa se contraería a imponer la observancia de las normas con rango de ley; por el contrario, la concepción que del principio de legalidad se impone en un Estado constitucional contemporáneo comporta el reconocimiento de la obligación de acatamiento del entero ordenamiento jurídico, esto es, del «bloque de legalidad», parafraseando la expresión acuñada por Maurice Hauriou para aludir al parámetro de fiscalización utilizado, en su actuación, por el Consejo de Estado francés al llevar a cabo el control de los actos administrativos, labor en desarrollo de la cual el máximo Tribunal de lo Contencioso Administrativo se encuentra llamado a verificar la legalidad de dichos actos administrativos sin que por «legalidad» haya de entenderse, tan sólo, «conformidad a la ley», sino que el juicio de ajuste debe adelantarse en relación con la ley, con los principios generales del Derecho y con otra serie de normas, de suerte tal que la de «bloque de legalidad» es una expresión que se utilizó para comprender aquello que en realidad debería denominarse el «bloque de juridicidad» o, en otros términos, el bloque del Derecho aplicabl.

En la anotada dirección, he sostenido, en otro luga– y con referencia al ordenamiento jurídico colombiano, lo siguiente:

“Así pues, el mero tenor literal del artículo 230 constitucional no permite concluir que la ley sea la única fuente formal de derecho, pues si bien dicha norma dispone que “los jueces, en sus providencias, sólo están sometidos al imperio de la ley”, tal previsión tiene por objeto destacar que las autoridades judiciales, en el ejercicio de sus funciones, deben someterse al imperio de la ley, cuestión que consagra y reafirma el principio de independencia con sujeción al cual deben proceder las autoridades judiciales, excluyendo de plano la posibilidad de que las mismas, al decidir, dependan de otras autoridades o de criterios extralegales ¾como los de índole política¾ o que correspondan exclusivamente a sus opiniones o creencias personales, su libre e injustificado arbitrio o ¾peor aún¾ sus meros caprichos, pues la autonomía del juez ha de ser desplegada siempre dentro de los cauces del ordenamiento jurídico.

Pero la anterior es, precisamente, una de las razones que justifica que de ningún modo pueda entenderse que la inclusión de la palabra “ley” en el texto del comentado artículo 230 de la Carta suponga que el juez, en sus providencias, sólo se encuentre compelido a respetar los contenidos de la fuente formal de derecho integrada por los preceptos con rango formal de ley; semejante inteligencia conduciría al absurdo de sostener que el juez, por expreso mandato constitucional, se encontraría exento de observar el contenido, para empezar, de la Ley de Leyes, vale decir, de la propia Constitución Política ¾cuya supremacía en el orden interno garantiza e impone el artículo 4 de la propia Carta¾; que no necesariamente debería atender, además, en sus fallos, a los preceptos de los tratados internacionales, cuya preponderancia en el ordenamiento jurídico nacional también estatuye el artículo 93 constitucional, ni tendría el deber de observar y aplicar los decretos que carecen de fuerza de ley, los cuales, junto con las demás normas de naturaleza administrativa, igualmente, forman parte del derecho positivo e incluso en ciertos casos se ocupan de reglamentar la ley con el único propósito de asegurar su debida y cumplida ejecución.

En consecuencia, el entendimiento quizás más apropiado de la expresión “imperio de la ley” preconizada por el artículo 230 de la Constitución debe apuntar a una noción amplia o genérica de la ley, esto es del ordenamiento vigente...”

Por lo demás, la referida es la concepción que del principio de legalidad propugna la más autorizada doctrina tanto comparada como nacional. Así, en cuanto tiene que ver con aquélla, por vía de ejemplo el profesor Juan Alfonso Santamaría Pastor señala que “el principio de legalidad es una manifestación singular del principio de obligatoriedad general de las normas jurídicas: todos los sujetos están obligados a obedecer, cumplir y aplicar la totalidad de las normas válidas (y, por tanto, vigentes) en un sistema normativo, con independencia del origen, naturaleza y rango de las mismas”, postulado éste que tiene arraigo en el artículo 103.1 de la Constitución española, el cual ordena a la Administración actuar “con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”, razón por la cual la vinculación se establece respecto de la totalidad del sistema normativo, vale decir, respecto de las leyes emanadas del Parlamento, pero también respecto de todas las restantes normas que integran el ordenamiento jurídico, esto es, la Constitución, las normas del Gobierno con fuerza de ley, los tratados y convenios internacionales, la costumbre, los principios generales del Derecho y también, por supuesto, los reglamentos. Agrega que

“la «plenitud» de la sujeción a las normas es equivalente a la completa juridicidad de la acción administrativa, esto es, que el Derecho es un parámetro constante de toda la actuación de la Administración Pública (...) No hay en la Administración, pues, espacios exentos a la acción del Derecho: toda su actividad es siempre susceptible de ser valorada en base a su respeto de las normas escritas y, donde éstas no existan, de los principios generales del Derecho.

Por otra parte, las dos vertientes recién explicadas en relación con el principio de legalidad o, dicho de otro modo, las dos modalidades complementarias de vinculación al mismo ¾positiva, de un lado y estratégica o negativa, de otro¾, las explicita el mencionado autor de la siguiente manera:

a) Los distintos tipos de sujeción a la norma: vinculación positiva y negativa.

Toda norma jurídica puede condicionar las acciones que realizan los sujetos de Derecho en dos formas básicas y opuestas.

- En prirner lugar, la norma puede erigirse en el fundamento previo y necesario de una determinada acción, la cual, por lo tanto, sólo podrá realizarse válida o lícitamente en la medida en que la norma habilite al sujeto para ello; en ausencia de dicha habilitación normativa, pues, la acción debe considerarse como prohibida; tal es la forma de sometimiento que se expresa con la máxima latina quae non sunt permissae, prohibita intelliguntur (lo que no está permitido, se considera prohibido), y que, tradicionalmente, se conoce con la fórmula de «vinculación positiva».

- En segundo lugar, por el contrario, la norma puede constituir un mero límite externo o frontera a la libre acción del sujeto, el cual podría realizar válidamente cualesquiera conductas sin necesidad de previa habilitación, con la única condición de que no contradigan los mandatos o prohibiciones contenidos en las normas: en esta segunda opción, pues, todo lo que no está prohibido por la norma se entiende, pues, permitido, como expresan los aforismos permissum videtur in omne quod non prohibitum, o quae non sunt prohibita, permissae intelliguntur. Por lo mismo, esta forma de sujeción se conoce con el nombre de «vinculación negativa», naturalmente mucho menos rígida y exigente que la anterior¾¾

¾¾¾¾.

Y en la doctrina nacional, el profesor Jaime Orlando Santofimio Gamboa expone claramente cuanto se viene explicando, a lo cual añade una interesante perspectiva histórica a la integración de los dos aludidos componentes del principio de legalidad:

“La legalidad entendida como elemento del Estado de derecho no se circunscribe a los estrechos marcos del positivismo legal. En otras palabras, no podemos asimilarla exclusivamente al acatamiento o sometimiento de la ley en estricto sentido. Como lo observamos al desarrollar el concepto de Estado de derecho, la legalidad implica una aproximación al concepto sustancial de derecho, lo que recoge irremediablemente la totalidad de normas, principios y valores que inspiran el sistema jurídico. Para ser más exactos, el principio de legalidad así entendido resulta asimilable al principio del respeto y acatamiento al bloque de la legalidad que recoge la totalidad de elementos articulados en el llamado sistema jurídico. En este sentido, debe ser entendida la vinculación positiva de la administración al principio de legalidad. Si bien es cierto que la sujeción de la administración al derecho debe estar precedida de una disposición normativa, la misma no necesariamente debe ser de carácter especial. La vinculación puede estar dada por normas generales, por el bloque de legalidad, que puede incluso comprender principios y valores.

La anterior observación (...) nos permite encontrar puntos diferenciales entre las concepciones clásicas sobre el principio de legalidad que se expusieron por la doctrina a propósito del análisis de los sistemas francés y germánico; el primero de los cuales, inmerso en la teoría roussoniana de la ley como voluntad general, predicaba la legalidad exclusivamente de ésta y como un presupuesto de carácter positivo que determinaba de manera previa la totalidad de la actuación de los poderes públicos. Como lo anotábamos al estudiar los aportes de la Revolución Francesa al derecho público y administrativo contemporáneos, la ley, como reemplazo histórico de la voluntad individual del gobernante, se tornó en el instrumento necesario, básico y prevalente que habilitaba el comportamiento de la administración pública. En este sentido, los poderes públicos solamente podían hacer todo aquello que la voluntad general del legislador les permitiere.

El sistema germánico, por su parte, desarrolló inicialmente un muy particular sistema de concepción sobre la ley: mientras en Francia la depositaria del poder resultaba ser la Nación, que se manifestaba a través de la voluntad general del Parlamento, en el sistema germánico el príncipe retomaba estas banderas y encontraba en los actos generales de las cámaras precisas restricciones tendientes al respeto de los intereses particulares; pero como ente soberano actuaba procurando siempre la satisfacción de los intereses generales. En tanto que en Francia la administración teóricamente se comprometía en la ejecución de la ley, en el bloque germánico el príncipe se comprometía con el bienestar general, haciendo todo lo posible para su consolidación y encontrando limitaciones tan solo en las normas generale

.

(...)

La legalidad formal no niega el correspondiente dicotómico de la legalidad teleológica; todo lo contrario, son conceptos complementarios que se articulan irremediablemente para estructurar la sustancia o materia del Estado de derecho. Mientras con la legalidad formal quien ejerce funciones administrativas se mueve dentro de los extremos de la norma jurídica, sea ésta de carácter reglado o discrecional, de manera contemporánea, a través de la legalidad teleológica deberá procurar la satisfacción de los intereses generales y el bien común de los asociados y, en últimas, el cumplimiento de las finalidades estatales. Se trata de un proceso simultáneo de clara hermenéutica complementaria...

(...)

 ....frente a la Constitución Política colombiana, casos de legalidad formal se observan a partir de los artículos 121 y 122 superiores que obligan a quienes ejercen funciones administrativas a sujetarse de manera rigurosa a los preceptos constitucionales, legales y reglamentarios. Mientras que la legalidad teleológica se observa a partir de los perentorios mandatos establecidos en el preámbulo constitucional, en los artículos 2°, 123 inciso 2° y 209 superiores, que vinculan directamente el actuar de los poderes públicos y en concreto de la administración al interés general, al interés de la comunidad y al cumplimiento de las finalidades estatales.

2. El segundo de los elementos que informan la argumentación que se consigna en el presente salvamento de voto es el consistente en que, contrario a lo que probablemente podría, de inicio, pensarse, el ordenamiento jurídico colombiano sí se encuentra identificado por y recoge una determinada concepción moral, cual es la concepción moral que resulta conforme con el modelo de Estado Social y Democrático de Derecho característico de la mayoría de Estados constitucionales occidentales contemporáneos: es una concepción moral en la cual desempeña un papel central el principio democrático y, dentro de él, la política deliberativa o el principio del discurso como herramienta procedimental a través de la cual se adoptan las decisiones colectivas con pleno respeto y sin detrimento de la autonomía moral de los individuos, principios democrático y discursivo que dan sustento moral, paralelamente, a todo el haz de derechos fundamentales ¾de las distintas generaciones¾ recogidos en las normas jurídicas, así como a los valores fundantes y a los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho, elementos éstos que, vistos en su conjunto, constituyen la moralidad pública que se integra en el ordenamiento jurídico propio de los Estados constitucionales actuales, precisamente con el propósito de construir sociedades en las cuales los diversos proyectos morales individuales de cada uno de sus asociados pueda ser llevado a cabo, como materialización de la autonomía moral del individuo, la cual, se insiste, resulta ser el fundamento de la existencia de una organización estatal.

Así pues, los referidos elementos son los que integran la moralidad pública o la ética pública subyacente a un Estado Social y Democrático de Derecho y es en el ámbito de esos elementos en el cual debe buscarse el contenido y el alcance del concepto de moralidad administrativa.

Como quiera que, probablemente, en el necesario proceso de identificación, construcción y consolidación de los límites de este novedoso principio-derecho colectivo introducido por el Constituyente de 1991 en nuestro derecho, no se ha analizado con detenimiento suficiente cuál es esa moralidad pública incorporada en el sistema jurídico colombiano tras la entrada en vigor de la Carta Política de 1991, es dicho estudio el que atraerá nuestra atención en el siguiente apartado, por entender que sólo de dicha manera resulta posible comprender cuáles son los límites que no puede trascender la noción de moralidad administrativa y quizás, igualmente, en qué lugar deba buscarse buena parte de su contenido.

2. La moralidad pública o la ética pública contenidas en el diseño constitucional del Estado Colombiano.

Las consideraciones que en el presente apartado se efectuarán en torno a la moralidad pública o a la ética pública que caracterizan un Estado Social y Democrático de Derecho, según se acaba de anunciar, parten de la premisa según la cual el ideal del mundo moderno, desde la Ilustración hasta nuestros días, no es otro que considerar al hombre como un fin en sí mismo y no como un medio y, precisamente, desde esa perspectiva, el referido ideal se traduce en la constante procura del objetivo consistente en que las condiciones sociales permitan el desarrollo de la independencia moral de cada individuo, es decir, que todos puedan elegir libremente sus planes de vida; por lo demás, la evidente circunstancia de que el tantas veces mencionado ideal no se haya conseguido no debe conducir a abandonarlo, pues

“[E]l gran objetivo de la modernidad es el protagonismo del hombre, de la persona, liberándole de los condicionamientos que le disminuían, centrándole en el mundo y convirtiéndole en el centro del mundo. Es una cultura humanista la de la modernidad, orientada al progreso del sujeto como ser autónomo, desde una razón histórica. A finales del siglo veinte, con un panorama de varios siglos se puede deducir ese diagnóstico central de la modernidad, como progresiva lucha por la autonomía y por la independencia moral del hombre, ser social, y consiguientemente necesitado de una determinada organización de la vida colectiva, para alcanzar su realización integral. La idea de dignidad de la persona, tan presente desde el Renacimiento (...) es el referente central, que hay que descubrir, potenciar y liberar y el objetivo del enorme esfuerzo de racionalización y de universalismo que es la cultura moderna

(...)

Sólo importa en el ámbito de la cultura occidental y moderna, en que nos situamos, partir de un postulado humanista antropocéntrico propia de esa cultura, la dignidad del hombre, ser libre, con capacidad de elegir, ser racional, con capacidad de construir conceptos generales, ser moral con habilitación para escoger y asumir un ideal de vida, que puede ser presentado como susceptible de ser universalizable, y ser comunicativo, capaz de diálogo con los otros, y de transmisión oral o escrita de su propia semilla de creación” (énfasis añadido.

En ese orden de ideas, toda concepción de la moralidad o de la ética pública debe formularse partiendo de señalar que su objetivo debe ser el de garantizar la máxima realización moral del individuo, la dignidad humana, lo cual conlleva, insoslayablemente, a distinguir la moralidad o la ética pública, de la moralidad o la ética privada.

La moralidad o la ética pública es, en palabras del profesor Gregorio Peces-Barba, “sinónimo de justicia, que ha sido el nombre tradicional desde Platón y Aristóteles. Es la moralidad con vocación de incorporarse al Derecho positivo, orientando sus fines y sus objetivos como Derecho justo. Así las cosas, señala este autor ¾cuya postura compartimos¾ la ética pública y la ética privada se distinguen pero se comunican, por manera que

 “[U]no de los grandes errores de los críticos de la modernidad y en concreto de las Grandes Iglesias (...) es la confusión entre ética pública y privada, tanto la de convertir a la ética privada en ética pública, como la de pensar que la ética pública puede transformarse en ética privada. La ética pública es una ética procedimental que no señala criterios, ni establece conductas obligatorias, para alcanzar la salvación, el bien, la virtud o la felicidad, ni fija cuál debe ser nuestro plan de vida último. Marca criterios, guías y orientaciones, para organizar la vida social, de tal manera que sitúe a cada uno de nosotros, para actuar libremente en esa dimensión última de escoger nuestro camino, nuestro plan de vida para alcanzar el bien, la virtud, la felicidad o la salvación, es decir, para elegir libremente nuestra ética privada. Supone la ética pública un esfuerzo de racionalización de la vida política y jurídica para alcanzar la humanización de todos. Es un medio para un fin, que es el desarrollo integral de cada persona.

La ética privada es una ética de contenidos y de conductas que señala criterios para la salvación, la virtud, el bien o la felicidad, es decir, orienta nuestros planes de vida. Es cauce directo para la humanización. Puede ser religiosa o laica, y su meta es la autonomía o independencia moral” (énfasis añadidos).

La distinción y, a su vez, la ineludible intercomunicación entre moralidad pública y moralidades privadas conduce a la consolidación de uno de los rasgos identificativos de las sociedades y de los ordenamientos jurídicos occidentales contemporáneos: el pluralismo moral, refiriéndonos con él, naturalmente, a la necesaria, sana y legítima convivencia en el seno de la sociedad y del Estado, de distintas concepciones acerca de lo que hace felices a los hombres o acerca de lo que moralmente deben hacer; acerca de lo bueno o acerca de las normas que se consideran correctas, en el entendido de que las distintas concepciones éticas de lo bueno o de lo correcto, si bien son caracterizables por su pretensión de universalidad, responden a cuestiones subjetivas, incluso a consejos de prudencia basados en la experienci, mientras que los preceptos que integran el ordenamiento jurídico son susceptibles de intersubjetivación ¾es decir, de inclusión en el sistema por vía de la operatividad de los principios democrático y discursivo, conducentes a la adopción de decisiones por consenso o por mayoría, según se explicará a continuación¾ y, por tanto, de objetivación o, en otros términos, de exigibilidad generalizada respecto de todos los miembros de la colectividad.

De este modo, en la medida en que la existencia de normas jurídicas constituye un mínimo necesario para la convivencia tanto entre individuos como entre la diversidad de concepciones morales que a ellos les son propias ¾las cuales se presentan en virtud, precisamente, del pluralismo moral al cual se acaba de hacer alusión¾, la coexistencia de tales concepciones morales disímiles, cada una provista de su correspondiente pretensión de universalidad, sólo resulta posible sobre la base de una ética o de una moralidad cívica o pública que hace las veces de un “acuerdo de mínimos”, toda vez que las diversas concepciones sobre la felicidad, sobre lo bueno o sobre lo correcto son construcciones morales “de máximos”, de suerte tal que la moral cívica, la moral pública o la ética pública debe conformarse con una minimalista legitimación ¾moral¾ de un conjunto de normas ¾jurídicas¾ que permita, a cada individuo o grupo de individuos, llevar a cabo sus ideales de felicidad, de vida buena o de corrección moral. Tales mínimos de legitimación moral del ordenamiento jurídico, empero, no deben ser impuestos a la colectividad, autoritariamente, por ser humano o grupo alguno, sino que son los propios ciudadanos, en su conjunto, los llamados a acordar cuáles son esos mínimos, esto es, que

“...puede entenderse por «moral civil» aquélla que «cualesquiera que sean nuestras creencias últimas (una religión positiva, el agnosticismo o el ateísmo), debe obligarnos a colaborar lealmente en la perfección de los grupos sociales a los que de tejas abajo pertenezcamos: una entidad profesional, una ciudad, una nación unitaria o, como empieza a ser nuestro caso, una nación de nacionalidades y regiones. Sin un consenso tácito entre los ciudadanos acerca de lo que sea esencialmente esa perfección, la moral civil no parece posible».

La moral civil presupone, pues, unos ciertos ideales compartidos entre los miembros de una sociedad como la nuestra.

(...)

Construir una moral civil, a pesar del discurso sobre el politeísmo imperante, supone confiar en que el consenso es el único procedimiento legítimo para acceder a normas universales. Aquella razón moral, que debía recoger la antorcha legitimadora y fundamentadora; aquella razón que defendía metas universales, se expresará ahora a través de un diálogo, cuyos telos es el consenso. Ciertamente, los diálogos suponen disensiones, sin las que es imposible dar comienzo al intercambio de pareceres, pero el diálogo entre interlocutores, que deben resolver un problema común, carece de sentido si no desean ponerse de acuerdo (énfasis fuera del texto original).

Así pues, frente a la alternativa que en determinados momentos históricos supusieron el absolutismo o el mismo iusnaturalismo racionalista ¾los cuales hacían inmunes a la discusión ciertos principios y los mantenían como absolutos e irrevisables¾, así como frente al relativismo axiológico extremo ¾el cual hace imposible la existencia de concepciones morales consensuadas, como quiera que deja la moral en manos del subjetivismo del individuo, de la situación o de la época concreta¾, la que aquí sostenemos es una postura que se corresponde con la de quienes, en la Filosofía del Derecho, consideran que resulta posible defender la existencia de normas jurídicas que consagran una moral pública y que deben cumplirse en consideración a que su legitimidad deriva de que han sido consensuadas ¾o, en defecto de consenso, aprobadas con base en la aplicación del principio del discurso y de la regla de la mayoría¾ por los afectados, en pie de igualdad, como quiera que entendemos, de un lado, que nadie puede, en un Estado Social y Democrático de Derecho, identificar “a lo verdadero o a lo correcto si no es a través de un diálogo, presidido por el reconocimiento recíproco de los interlocutores a la intervención y a la réplica, y dirigido hacia un consenso” y, de otro, que debe reconocerse en el discurso conducente a la obtención de acuerdos o consensos o a la prevalencia del mejor argumento y a la utilización de la regla de la mayoría

“... el camino inevitable para que todos los hombres puedan realizar su capacidad legisladora: si la autonomía es la radical característica humana, sólo es posible la autolegislación de todos a través de un diálogo y un acuerdo común. En último término, reconocimiento mutuo y autolegislación son dos elementos humanos que pocos hoy se atreven explícitamente a negar (cursivas en el texto original).

Establecido, entonces, no sólo que la moralidad pública debe ser diferenciada de las diversas concepciones morales o éticas privadas existentes en una sociedad con el propósito de garantizar, precisamente, la autonomía moral del individuo, es decir, su dignidad ¾la cual constituye razón de ser de la existencia de la organización estatal¾ sino que esa moral o ética pública no puede ser impuesta sin constituir el resultado de un procedimiento deliberativo, argumentativo y decisorio que procure la obtención de acuerdos o consensos o la prevalencia de las reglas del mejor argumento y de la mayoría, resta por identificar el contenido de la tantas veces mencionada ética o moralidad pública, el cual puede comprenderse al hilo de la explicación de los siguientes dos elementos que la integran: (i) el papel central, significado y operatividad del principio democrático y del principio del discurso en el Estado Social y Democrático de Derecho contemporáneo y (ii) la existencia de un conjunto de condiciones jurídicas, políticas, económicas y sociales que hacen posible el funcionamiento real de los antecitados principios democrático y discursivo, elemento éste que permite fundamentar ¾vale decir, justificar su existencia¾, moralmente, con base en dichos principios, (a) las distintas categorías de derechos fundamentales, (b) los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho y (c) la existencia de un haz de valores fundantes del mismo.

2.1. Los principios democrático y discursivo en el Estado Social y Democrático de Derecho contemporáneo.

De acuerdo con lo sostenido por Werner Becker, las reglas de una democracia cobran plausibilidad a partir de una comprensión «moderna» de la sociedad, fundada en un «subjetivismo ético» que, de un lado, seculariza la comprensión judeo-cristiana de la igualdad de cada individuo ante Dios, para tomar como punto de partida la igualdad jurídica de todos los seres humanos y que, de otro, ve anclada la validez de las normas no ya en un fundamento trascendente o inmanente ¾propio del iusnaturalismo¾ sino tan sólo en la voluntad de los sujetos mismos que las expiden, es decir que «la validez de las normas que el hombre particular acepta, viene generada por él mismo a través de su libre asentimiento. De este modo, el principio democrático se constituye en elemento central en el diseño de un sistema político de toma de decisiones colectivas que se muestre plenamente respetuoso de la autonomía moral del individuo, esto es de la dignidad humana.

Pues bien, dentro del proceso democrático, a su vez, la política deliberativa o la teoría del discurso ¾empleando la terminología de Jürgen Habermas, cuyos planteamientos seguiremos, en considerable medida, dentro del presente apartado¾ constituyen su pieza nuclear, en la medida en que hacen posible sostener que la naturaleza intersubjetiva, dialogal, fruto de la interacción comunicativa entre los miembros de la sociedad ¾y/o de sus representantes democráticamente elegidos¾, de las decisiones colectivas, a las cuales se arribe como resultado de procesos argumentativos serios y fundamentados, cuyo propósito consiste en la obtención de consensos o de acuerdos gracias a la operatividad del principio del sometimiento al mejor argumento, garantiza la consecución de resultados ¾la aprobación de normas¾ plausibles, provistas de elementos que conducen a la aceptabilidad racional de las mismas por parte de sus destinatario.

El principio discursivo tiene, ciertamente, un contenido normativo, en la medida en que expresa el sentido de la imparcialidad de los juicios prácticos, no obstante lo cual se mueve a un nivel de abstracción tal que, pese a ese contenido normativo, se mantiene neutral ¾cuestión ésta de la neutralidad sobre la cual volveremos más adelante¾ frente a la moral ¾especialmente frente a las cuestiones propias de las éticas privadas¾ y frente al derecho, toda vez que se refiere a las normas de acción en general; se ha formulado en los siguientes términos:

“D: Válidas son aquellas normas (y sólo aquellas normas) a las que todos los que puedan verse afectados por ellas pudiesen prestar su asentimiento como participantes en discursos racionales.

Por su parte, en cuanto tiene que ver con el principio democrático, el mismo es caracterizado de la siguiente forma, en clara e íntima conexión con el recién referido principio discursivo:

“El principio democrático resulta de una correspondiente especificación del principio “D” o «principio de discurso» para aquellas normas de acción que se presentan en forma de derecho y que pueden justificarse con ayuda de razones pragmáticas, de razones ético-políticas y de razones morales, y no sólo con ayuda de razones morales.

(...)

Para obtener criterios claros en lo tocante a la distinción entre principio democrático y principio moral, parto de la circunstancia de que la finalidad del principio democrático es fijar un procedimiento de producción legítima de normas jurídicas. Pues lo único que dice es que sólo pueden pretender validez legítima las normas jurídicas que en un proceso discursivo de producción de normas jurídicas, articulado a su vez jurídicamente, puedan encontrar el asentimiento de todos los miembros de la comunidad jurídica. Con otras palabras, el principio democrático explica el sentido realizativo de la práctica de la autodeterminación de los miembros de una comunidad jurídica que se reconocen unos a otros como miembros libres e iguales de una asociación en la que han entrado voluntariamente. De ahí que el principio democrático radique y se mueva en un nivel distinto que el principio moral.

(...)

Bajo el presupuesto de que es posible una formación racional de la opinión y la voluntad políticas, el principio democrático dice sólo cómo puede institucionalizarse ésta, a saber, mediante un sistema de derechos que asegure a cada uno la igual participación en tal proceso de producción de normas jurídicas, el cual venga a la vez garantizado en lo que respecta a sus presupuestos comunicativos.

Cobra importancia, entonces, de cara a sustentar la aceptabilidad y legitimidad de las decisiones colectivas ¾más allá de su mera validez¾ que las mismas se avengan (a) a las reglas del juego democrático ¾las cuales no se circunscriben al simple sometimiento a la regla de la mayoría¾ y (b) a los postulados del procedimiento discursivo o de la política deliberativa; reglas de juego y postulados procedimentales que se caracterizan por su (c) neutralidad ¾moral o ideológica¾ como procedimiento.

En torno a las (a) reglas del juego democrático, la caracterización que de las mismas efectúa Norberto Bobbio resulta completa e ilustrativa:

“«Doy por sentado que el único modo de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto algo contrapuesto a toda forma de gobierno autocrático, es el considerarla caracterizada por un conjunto de reglas... que establecen quién está autorizado a tomar las decisiones colectivas y con qué procedimientos». Las democracias cumplen el «mínimo procedimental» necesario en la medida en que garanticen (a) la participación política del número mayor posible de ciudadanos interesados, (b) la regla de la mayoría para las decisiones políticas, (c) los derechos de comunicación habituales y con ello la selección entre programas diversos y grupos rectores diversos y (d) la protección de la esfera privada (cursivas en el texto original, subrayas fuera de él).

Pudiera parecer, de acuerdo con la caracterización que de las reglas de juego democrático acaba de referirse, que el elemento definitorio de las mismas en cuanto mecanismo implementado para la adopción de las decisiones colectivas es, sin más, la aplicación de la regla de la mayoría. Sin embargo, nada más alejado de la realidad de los postulados derivados de la operatividad del principio democrático y de la teoría del discurso, pues, como lo explica Jhon Dewey,

“«[L]a regla de la mayoría, justo como regla de la mayoría, es tan tonta como sus críticos dicen que es. Pero nunca es simplemente la regla de la mayoría... Los medios por los que una mayoría llega a ser una mayoría es aquí lo importante: debates previos, modificaciones de los propios puntos de vista para hacer frente a las opiniones minoritarias... La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones del debate, de la discusión y la persuasión». La política deliberativa obtiene su fuerza legitimadora de la estructura discursiva de una formación de la opinión y la voluntad que sólo puede cumplir su función sociointegradora gracias a la expectativa de calidad racional de sus resultados (cursivas en el texto original).

Por su parte, Joshua Cohen expone cuáles son (b) los postulados inherentes al procedimiento discursivo o a la política deliberativa, de la siguiente manera:

(a) Las deliberaciones se efectúan en forma argumentativa, es decir, mediante el intercambio regulado de informaciones y razones entre partes que hacen propuestas y las someten a crítica. (b)Las deliberaciones son «inclusivas» y públicas. En principio no puede excluirse a nadie; todos los que puedan verse afectados por las resoluciones han de tener las mismas oportunidades de acceso y participación. (c) Las deliberaciones están exentas de coerciones externas. Los participantes son soberanos en la medida en que sólo están ligados a los presupuestos comunicativos y reglas procedimentales de la argumentación (d) Las deliberaciones están exentas de coerciones internas que puedan mermar la igual posición de los participantes. Todos tienen las mismas oportunidades de ser escuchados, de introducir temas, de hacer contribuciones, de hacer propuestas y de criticarlas. Las posturas de afirmación o negación vienen sólo motivadas por la coerción sin coerciones del mejor argumento (...) (e) Las deliberaciones se enderezan en general a alcanzar un acuerdo racionalmente motivado y pueden en principio proseguirse ilimitadamente o retomarse en cualquier momento. Pero a las deliberaciones políticas ha de ponérseles término mediante acuerdo mayoritario habida cuenta de que la coerción de las circunstancias nos obliga a decidir. A causa de su conexión interna con una práctica deliberativa la regla de la mayoría funda la presunción de que la opinión mayoritaria, falible, puede servir como base racional de una praxis común «hasta nuevo aviso», es decir, hasta que la minoría haya convencido a la mayoría de la corrección de sus (de la minoría) concepciones. (f) Las deliberaciones políticas se extienden a la totalidad de las materias que pueden regularse en interés de todos por igual. Pero esto no significa que los temas y objetos que conforme a la concepción tradicional son de naturaleza «privada», hayan a fortiori de quedar sustraídos a la discusión (...) (g) Las deliberaciones políticas se extienden también a la interpretación de las necesidades y al cambio de actitudes y preferencias prepolíticas. En tal caso la fuerza que tienen los argumentos de crear consenso, en modo alguno descansa solamente en un consenso valorativo desarrollado con anterioridad en las tradiciones y formas de vida comunes” (subrayas fuera del texto original.

Sin embargo, las reglas de juego democrático y los postulados inherentes al procedimiento discursivo o a la política deliberativa recién referidos no son suficientes para explicar por qué constituyen el único procedimiento de adopción de decisiones colectivas que respeta y potencia la autonomía moral del individuo, su dignidad como ser humano, si a tales reglas y procedimiento no se les caracteriza por el rasgo de su (c) neutralidad moral, política e ideológica. Esa neutralidad del procedimiento discursivo o deliberativo y del principio democrático mismo, ha sido entendida de dos maneras distintas: de acuerdo con la primera, quien en una sociedad detenta posiciones de poder debe ubicarse en una posición neutral frente a concepciones morales, políticas o ideológicas incompatibles entre sí y que compiten unas con otras, de suerte que, según lo sostiene Bruce Ackerman, «[N]inguna razón puede considerarse una buena razón si exige de quien ocupa posiciones de poder que afirme: (a) que su concepción del bien es mejor que la afirmada por cualquiera de sus conciudadanos o (b) que, con independencia de su concepción del bien, él es intrínsecamente superior a uno o más de sus conciudadanos.

De esta concepción de la neutralidad del procedimiento derivan, quienes la sostienen, la exigencia de que del discurso político ¾y, por tanto, del jurídico¾ se excluyan las cuestiones éticas, por manera que deben ser introducidas una serie de «restricciones conversacionales» de acuerdo con las cuales las cuestiones prácticas o morales que prima facie resultan controvertibles, deben ser tratadas como asuntos «privados» y, por tanto, deben quedar excluidas de las instancias públicas de discusión y decisió. Tal postura, que haría descansar la neutralidad del procedimiento en la aceptación de unas «reglas de evitación» o «reglas de mordaza», tiene el inconveniente de hacer que el discurso y la argumentación pierdan la fuerza y la potencialidad que tienen para cambiar racionalmente las interpretaciones de las necesidades y las orientaciones valorativas, con lo cual “[S]i ni siquiera podemos empezar sometiendo a discusión nuestras diferencias de opinión, no podremos sondear las posibilidades de un acuerdo alcanzable discursivamente.

Por lo anterior, se antoja mucho más consecuente con los propósitos a los cuales apuntan tanto el principio democrático como el discursivo ¾y por eso la compartimos¾, la segunda lectura de la neutralidad moral, ideológica y política de los mismos, propuesta por Charles Larmore en los siguientes términos:

«En particular, el ideal de la neutralidad política no niega que tal discusión debería comprender no sólo la determinación de cuáles son las consecuencias probables de decisiones alternativas y la determinación de si ciertas decisiones pueden justificarse neutralmente, sino también una clarificación de la noción que uno tiene de la vida buena y un intento de convencer a los otros de la superioridad de los distintos aspectos de la visión que uno tiene del florecimiento humano. El ideal exige solamente que mientras algún punto de vista acerca de lo que deba considerarse vida buena siga siendo objeto de controversia, ninguna decisión del Estado podrá justificarse sobre la base de la supuesta superioridad o inferioridad intrínsecas (de ese punto de vista) (énfasis añadido).

Con fundamento en la segunda comprensión ¾recién referida¾ de la neutralidad del procedimiento democrático y discursivo, habría, entonces, que convenir en que dicha neutralidad constituye “una práctica sin alternativas” o una “práctica ineludible”, en la medida en que desempeña funciones de vital importancia y no puede ser sustituida por ninguna otra, pues, en términos de Bruce Ackerman cuando alude a dicho carácter ineludible, «[S]i despreciamos este tipo de conversación sometida a restricciones, ¿cómo nos las arreglaremos unos con otros?, ¿habría otro camino que el de la excomunión o el de la simple supresión?». Por tanto, según lo señala Habermas, “cuando nos vemos confrontados con cuestiones relativas a la regulación de conflictos o a la persecución de objetivos colectivos y queremos evitar la alternativa que representarían los enfrentamientos violentos, no tenemos más remedio que recurrir a una práctica de entendimiento, de cuyos procedimientos y presupuestos comunicativos no podemos disponer a voluntad.

De allí que Larmore derive ¾a nuestro entender, con todo acierto¾ el comentado principio de neutralidad moral, política e ideológica de los principios democrático y discursivo, de la siguiente regla general o universal de la argumentación:

«La justificación neutral de la neutralidad política se basa en lo que, a mi juicio, es una norma universal del diálogo racional. Cuando dos personas difieren sobre algún punto específico, pero desean seguir hablando acerca del problema general que están tratando de resolver, cada uno ha de prescindir de las creencias que los otros rechazan, (1) con el fin de construir un argumento sobre la base de sus otras creencias que pueda convencer al otro de la verdad de la creencia en litigio, o (2) con el fin de derivar hacia otro aspecto del problema, donde las posibilidades de acuerdo parezcan mayores. Al enfrentarse con un desacuerdo, quienes tratan de continuar la conversación no tienen más remedio que retirarse hacia un terreno neutral, con la esperanza o bien de resolver la disputa, o bien de obviarla (subrayas fuera del texto original).

 De esta manera, si bien los discursos o las discusiones públicas quedan sometidos a las anotadas restricciones procedimentales y a la explicada exigencia de neutralidad, ello no quiere significar que deba entenderse restringido el ámbito de temas objeto de los referidos discursos o discusiones públicos, pues la versión del principio de neutralidad con la cual hemos manifestado nuestra coincidencia significa que el procedimiento democrático y discursivo debe poder extenderse al debate de cuestiones éticas relevantes acerca de lo que se entiende como moralmente bueno, acerca de la identidad colectiva o acerca de la interpretación de las necesidades sociales. La circunstancia de que estos temas sean sometidos a pública discusión no constituye, per se, una irrupción ilegítima en la esfera de la ética privada o de la autonomía moral de los individuos, pues sólo en el evento en que esa discusión o debate público conduzca a algún acuerdo o a la aprobación mayoritaria de una disposición normativa concreta, será ésta última la que intervenga en la esfera moral individual de los ciudadanos pero, en tal caso, la anotada intervención, en principio, será válida en cuanto contenida en un precepto de derecho positivo aprobado de acuerdo con el procedimiento establecido al efecto y, además, será legítima ¾respetuosa de la autonomía moral, de la dignidad humana de los ciudadanos¾ en cuanto resultante de la puesta en funcionamiento de los principios democrático y discursiv

¾.

La dinámica que se acaba de exponer pone de presente, una vez más, la permanente intercomunicación entre la moral y el derecho, además de la necesidad de que el derecho sea permeable a los planteamientos y las formulaciones morales, como quiera que determinados aspectos de las éticas o de las moralidades privadas, pueden tener la vocación de pasar a formar parte de la ética o de la moralidad pública. En ese sentido, Habermas señala que la legalidad sólo puede engendrar legitimidad en la medida en que el orden jurídico reaccione reflexivamente a la necesidad de fundamentación surgida con la positivización del derecho, de manera que se institucionalicen procedimientos jurídicos de fundamentación que sean permeables a los discursos morales. Lo anterior, no obstante, no debe conducir a que se confundan los límites entre derecho y moral, pues mientras que en los ordenamientos jurídicos la racionalidad procedimental constituida por las reglas del juego democrático y los postulados de la política deliberativa se constituyen en criterios institucionales que proporcionan certeza a los destinatarios de las normas jurídicas, no ocurre lo propio con los preceptos morales; en otros términos,

“... los procedimientos jurídicos se aproximan a las exigencias de una racionalidad procedimental perfecta o completa porque llevan asociados criterios institucionales y, por tanto, criterios independientes, en virtud de los cuales puede establecerse desde la perspectiva de un no implicado si una decisión se produjo o no conforme a derecho. El procedimiento que representan los discursos morales, es decir, los discursos no jurídicamente regulados, no cumple esta condición, en este caso la racionalidad procedimental es imperfecta o incompleta. La cuestión de si tal o cual problema se ha enjuiciado desde un punto de vista moral, es algo que sólo puede decidirse desde la perspectiva de los participantes mismos (...) Ninguno de estos procedimientos [Habermas se refiere a los del ámbito de la moral] puede prescindir de idealizaciones (...) son precisamente las debilidades de una racionalidad procedimental incompleta o imperfecta de este tipo las que desde puntos de vista funcionales explican por qué determinadas materias necesitan de una regulación jurídica y no pueden dejarse a reglas morales de corte postradicional.

(...)

De ahí que en todos aquellos ámbitos de acción en que conflictos, problemas funcionalmente importantes y materias de importancia social exigen tanto una regulación unívoca, como a plazo fijo y vinculante, sean las normas jurídicas las encargadas de resolver las inseguridades que se presentarían si todos esos problemas se dejasen a una regulación puramente moral del comportamiento. La complementación de la moral por un derecho coercitivo puede justificarse, pues, moralmente” (subrayas fuera del texto original, cursivas en él.

La aludida complementariedad entre moral y derecho se justifica, además, en consideración a que incluso las normas moralmente bien fundamentadas sólo resultarán exigibles en la medida en que quienes ajusten a ellas su comportamiento puedan esperar que también los demás coasociados se comportarán de acuerdo con lo establecido por esas normas. Así pues, sólo bajo la condición de una observancia de las normas practicada por todos, adquieren importancia ¾y eficacia práctica¾ las razones que puedan aducirse para la justificación ¾moral¾ de tales normas. Por consiguiente, como de las convicciones morales no cabe esperar que cobren, para todos los sujetos, una obligatoriedad que en todos los casos las haga efectivas en la práctica, la observancia de tales preceptos morales sólo devendrá exigible en la medida en que adquieran obligatoriedad jurídica. Y es que, según lo advierte Haberma, los preceptos jurídicos poseen una eficacia inmediata para la acción ¾de la cual se encuentran desprovistos los juicios morales¾ y, además, aquellos descargan a sus destinatarios de las exigencias cognitiva, motivacionale¾¾ y organizativa¾¾ que les impone el analizar si su comportamiento se ajusta, o no, a imperativos de orden moral.

Por lo demás, no puede perderse de vista que, desde el punto de vista moral, el derecho positivo, en un Estado Social y Democrático de Derecho, deviene obligatorio como consecuencia de su origen, de que respeta la autonomía moral ¾la dignidad humana¾ del individuo ¾quien autolegisla y, de ese modo, se autodetermina¾, es decir, “el derecho positivo debe sus rasgos convencionales a la circunstancia de que es puesto en vigor por las decisiones de un legislador político y de que, en principio, puede cambiarse a voluntad.

Más que complementariedad, entonces, cabría sostener la existencia de un “entrelazamiento” entre derecho y moral, el cual

“...se produce porque en los órdenes e instituciones del Estado de derecho se hace uso del derecho positivo como medio para distribuir cargas de argumentación e institucionalizar vías de fundamentación y justificación, que quedan abiertas a argumentaciones morales. La moral ya no se cierne por encima del derecho (como sugiere todavía la construcción del derecho natural racional en forma de un conjunto suprapositivo de normas); emigra al interior del derecho positivo, pero sin agotarse en derecho positivo. Pero esa moralidad que no solamente se enfrenta al derecho, sino que también se instala en el derecho mismo, es de naturaleza procedimental; se ha desembarazado de todo contenido normativo determinado y ha quedado sublimada en un procedimiento de fundamentación y aplicación de contenidos normativos posibles (cursivas en el texto original; subrayas y negrillas fuera de él).

Lo anterior no hace otra cosa que poner de presente que los fundamentos morales del derecho positivo no pueden explicarse remitiéndose a la existencia de un derecho natural racional superior ¾de hecho, ese derecho natural racional clásico no sólo se abandonó por razones filosóficas sino en atención a que la realidad que trataba de interpretar se tornó tan compleja que le resultó inabarcable, pues muy pronto se hizo evidente que la dinámica de una sociedad integrada a través de mercados ya no podía quedar apresada en los conceptos normativos del derecho y que mucho menos podía detenérsela en el marco de un sistema jurídico proyectado a priori, de suerte que toda tentativa de deducir de principios supremos, de una vez y para siempre, los fundamentos del derecho, estaba llamada a fracasar ante la complejidad y la mutabilidad de la sociedad y de la histori¾, mucho menos remitiéndose a concepciones éticas, morales, ideológicas o religiosas objetivas e inmutables ¾pues ello contrariaría el antes comentado principio del pluralismo¾.

Sin embargo, tampoco resulta posible ¾ni deseable¾ privar al derecho de todo fundamento moral. De ahí surge la necesidad ¾la cual, a nuestro entender, la teoría del discurso, los postulados de la política deliberativa habermasiana y las reglas de juego derivadas de la operatividad del principio democrático satisfacen a cabalidad¾ consistente en

“... mostrar cómo en el interior del derecho positivo mismo puede estabilizarse el punto de vista moral de una formación imparcial del juicio y de la voluntad. Para satisfacer a esta exigencia no basta con que determinados principios morales del derecho natural racional queden positivados como contenidos del derecho constitucional. Pues de lo que se trata es precisamente de la contingencia de los contenidos de un derecho que puede cambiarse a voluntad. Por eso (...) la moralidad inserta en el derecho positivo ha de tener más bien la fuerza trascendedora de un procedimiento que se regula a sí mismo, que controla su propia racionalidad” (cursivas en el texto original, subrayas y negrillas fuera de él.

En definitiva, hemos visto, en este apartado, cómo la razón de ser de la existencia del Estado está constituida por la realización de los proyectos de vida de seres humanos autónomos moralmente, quienes precisan de la existencia de una moralidad pública que informe el diseño, estructura y funcionamiento de los poderes públicos, con miras a que la gestión de éstos cree las condiciones necesarias para que las concepciones de lo bueno, de la felicidad y de lo correcto preconizadas por cada ética privada en particular, puedan ser procuradas por cada individuo de manera real. Ello determina que la moralidad pública que ha de incorporarse en el ordenamiento jurídico para, de ese modo, garantizar la igualdad en punto a la obligatoriedad de su observancia por parte de todos los coasociados, quede desprovista, con el trascendental matiz al cual nos referiremos en el siguiente apartado, de contenidos morales materiales, de referencias éticas sustantivas, para concretarse en una moral procedimental que no se decante por una u otra concepción de lo bueno, de lo correcto o de lo conducente a la felicidad ¾debe ser, en ese sentido, neutral¾, sino que propicie la obtención de consensos o acuerdos mayoritarios en punto a las condiciones de la vida social indispensables para que cada ciudadano pueda desplegar su individualidad y hacer eficaz su dignidad como miembro de la especie humana.

En esa moral pública, moralidad pública o ética pública, de estirpe, entonces, eminentemente procedimental, el papel central lo desempeñan el principio democrático y el principio discursivo, los cuales señalan el procedimiento y las exigencias que debe reunir una decisión cuyo destinatario sea la colectividad entera, a efectos de que pueda considerarse respetuosa de la autonomía moral de los individuos, en la medida en que ellos han tomado parte, directa o indirectamente, en su discusión, argumentación, deliberación y aprobación. La condición meramente procedimental de la moralidad pública abre las puertas, además, a que cualquier asunto que la propia colectividad estime relevante discutir y analizar, incluidos los asuntos que, en determinado momento histórico, sean mayoritariamente considerados como propios de la ética privada ¾catalogación que lícita y normalmente puede cambiar, para pasar a convertirse en parte de la ética pública, de lo cual la historia está repleta de ejemplos frente a temas como la igualdad de la mujer, el aborto o la eutanasia¾ puedan ser sometidos al procedimiento discursivo y, eventualmente, vía integración en el ordenamiento jurídico, pasar a formar parte de la moralidad pública.

Ésta, por tanto, resulta permeable a ¾además de encontrarse, en considerable medida y en cuanto coincida con ellos, fundamentada por¾ los asuntos morales privados, a las éticas privadas, pero debe mantenerse no sólo neutral, sino también autónoma frente a ellos, hasta tanto los mismos se incorporen, en virtud de la operatividad de los principios democrático y discursivo, en el ordenamiento jurídico, el cual, por tanto, también ha de mantener su autonomía frente a las éticas o morales privadas, salvo en cuanto atañe a posibilitarles incluir cualquier asunto que consideren relevante, en la agenda de discusión de las instancias normativas estatales llamadas a regular, con carácter general, los intereses colectivos, siguiendo, para ello, las reglas de juego derivadas del principio democrático. Ésta última conclusión la expresa Habermas de la siguiente forma:  

“Autónomo es un sistema jurídico sólo en la medida en que los procedimientos institucionalizados para la producción legislativa y la administración de justicia garantizan una formación imparcial de la voluntad y el juicio y por esta vía permiten que penetre, tanto en el derecho como en la política, una racionalidad procedimental de tipo moral. No puede haber autonomía del derecho sin democracia realizada.

O, como igualmente lo advierte el citado autor,

“Los circuitos de comunicación del espacio público-político están especialmente expuestos a la presión que la inercia social ejerce en punto a selección; pero la influencia así generada sólo puede transformarse en poder político si logra atravesar las esclusas del procedimiento democrático y del sistema político articulado en términos de Estado de derecho.

Sin embargo, la aseveración de acuerdo con la cual la moralidad pública o la ética pública deben tener una naturaleza eminentemente procedimental ¾afirmación que podría llevar a entender que dicha moral pública constituye una especie de “caja vacía” que puede llenarse con cualquier cosa o que puede ser desprovista de cualquiera de los elementos que en ella se han incluido¾, precisa de un importantísimo matiz: el principio democrático y el principio discursivo no pueden desplegar toda su operatividad, coloquialmente hablando, “en el aire”, esto es, sin que los participantes en el discurso y en el proceso democrático mismo disfruten de una serie de condiciones materiales, económicas, sociales y políticas, en la estructura y funcionamiento tanto del aparato estatal como de la sociedad, que les posibiliten, como ciudadanos, desplegar cabalmente su individualidad y autonomía morales. En este sentido, con absoluto acierto, se ha sostenido:

“Sin embargo, no es menor el error de entender el consenso como un procedimiento formal, como un mecanismo legitimador de normas, que nada tiene que ver con la forma de vida en la que, en último término, se apoya. Y no sólo porque el consenso, así entendido, tienda a identificarse con la regla de las mayorías, que ¾como todos sabemos¾ es un mal menor, necesitado de grandes enmiendas; ni tampoco porque los consensos fácticos no constituyan garantía suficiente de la corrección de las decisiones, y haya que apelar a un consenso ideal como idea regulativa y como canon para la crítica; sino porque un mero procedimiento, separado de la forma de vida desde la que surge y en virtud de la cual cobra significado, es un mecanismo irrelevante.

(...)

El diálogo y el consenso, como procedimientos legitimadores de normas en la vida ciudadana, requieren como trasfondo una vida dialogal y consensual, que intente pertrechar a todos los posibles interlocutores de los medios materiales, culturales e informativos necesarios para dialogar en pie de igualdad y con ciertas garantías de competencia (subrayas fuera del texto original).

Los principios democrático y discursivo precisan, por tanto, para operar de manera efectiva como procedimientos de adopción de las decisiones que atañen a todo el conglomerado social, de una específica manera de ser del Estado y de que los coasociados gocen de una serie de condiciones mínimas de existencia que, como individuos ¾en realidad¾ moralmente autónomos, les permitan participar, a cada uno en la medida de sus competencias, intereses y capacidades, en el proceso de formación, discusión y aprobación de unas decisiones colectivas que, en cuanto fruto de la autolegislación o autodeterminación de sus destinatarios, han de resultar, en principio, respetuosas de la autonomía moral de los mismos. Encontramos allí, por tanto, la justificación moral ¾desde la perspectiva de la moralidad pública, por supuesto¾ de los derechos fundamentales, de los principios fundamentales del Estado de Derecho y de los valores fundantes del mismo, elementos que entrarán a formar parte, por tanto, de la ética o de la moral pública y de los cuales nos ocuparemos, sucintamente, en el siguiente acápite.

2.2. Condiciones requeridas para la adecuada operatividad de los principios democrático y discursivo.

Robert Dahl expone, de manera sistemática y concretándolas en cinco elementos, cuáles son las condiciones que deben concurrir en un procedimiento que, siguiendo las reglas de juego derivadas del principio democrático, posibilite la adopción de decisiones vinculantes en igual interés de todos los coasociados; ese procedimiento deberá respetar las siguientes exigencias:

(a) la inclusión de todos los afectados, (b) oportunidades igualmente distribuidas e igualmente eficaces de participación en el proceso político, (c) igual derecho a voto en las decisiones, (d) el mismo derecho a la elección de temas y en general al control del orden del día, y finalmente (e) una situación tal que todos los implicados, a la luz de informaciones suficientes y de buenas razones, puedan formarse una comprensión articulada de la materia necesitada de regulación y de los intereses en conflicto. La última exigencia concierne al nivel de información y al carácter discursivo de la formación de la voluntad política: «Todo ciudadano debe tener oportunidades adecuadas e iguales de formarse y validar (en la materia sobre la que se vaya a decidir) aquella opinión y voluntad que mejor sirva a los intereses del ciudadano... En la medida en que el bien y los intereses de un ciudadano exijan atención al bien público y al interés general, el ciudadano debe tener la oportunidad de adquirir una comprensión de esas materias»'' (subrayas fuera del texto original¾¾¾¾.

En similar dirección a la recién anotada, Gregorio Peces-Barba refiere las siguientes reglas o criterios racionales que deben respetarse para un adecuado uso de la regla de las mayorías y, en general, de las reglas de juego derivadas del principio democrático, por estimarlas acordes con el proceso de racionalización política y jurídica de las sociedades democráticas modernas:

“1) Voto igual para todos. Históricamente, incluso en las sociedades posteriores a la Revolución liberal, el principio no suponía el voto igual para todos. Su conquista, iniciada en el siglo XIX, con la lucha por el sufragio universal, se fundamenta en los ideales universalistas, en la generalización de los derechos y en la igual dignidad de todos los hombres.

2) Estructura de libertad y de pluralismo para impedir los condicionamientos a la elección, con especial referencia a la libertad de expresión, reunión y asociación, y con exclusión de monopolios informativos.

3) Estructura de igualdad y solidaridad para impedir los obstáculos sociales y económicos (miseria, incultura, etc..) que impiden la existencia de personas ilustradas y con la autonomía moral suficiente para realizar un voto libre y con las mínimas condiciones para permitir una elección real.

4) Posibilidad real de escoger entre alternativas diferentes y normas de protección de las minorías excluidas del principio de las mayorías y que se imponen frente a éstas.

5) Protección de la conciencia individual frente a las mayorías, a través de la juridificación de la disidencia, y la exclusión de los deberes jurídicos correspondientes, cuando la norma apoyada en el principio de las mayorías, pueda interferir seriamente en la autonomía o en la independencia moral, es decir, en la moralidad privada. En ese sentido, la objeción de conciencia no es jurídicamente una norma emanada de la conciencia, sino del principio de las mayorías para proteger a la conciencia.

Ahora bien, Habermas llama acertadamente la atención sobre la circunstancia consistente en que los cinco criterios señalados por Dahl no los cumple suficientemente, hasta ahora, orden político o comunidad nacional alguna y en que, ciertamente, la inevitable complejidad social obliga a una aplicación diferenciada de los referidos criterios, no obstante lo cual esa complejidad social no debe ser óbice, en principio, para que se procure una implementación «aproximativa» del procedimiento esquematizado por Dahl, pues “sólo en el marco de tal cultura política pueden tolerarse y dirimirse sin violencia las tensiones subculturales, siempre muy conflictivas, entre formas de vida que compiten unas con otras.

Empero, si bien es cierto que ninguna sociedad compleja, incluso en las condiciones más favorables, ha respondido ¾y probablemente no podrá responder jamás¾ al modelo de «sociación» comunicativa pura ¾o de adopción de las decisiones colectivas de conformidad con la rigurosa aplicación de las reglas derivadas de los principios democrático y discursivo¾ que se acaba de dejar expuesto, no es menos veraz que el concepto procedimental de democracia al cual nos hemos venido refiriendo sí posibilita que el comentado modelo cobre la forma de una comunidad jurídica que se organiza a sí misma

“... y, por tanto, el modo de «sociación» discursiva sólo puede establecerse a través del medio que representa el derecho.

(...)

El derecho positivo sirve de por sí a la reducción de la complejidad social. Esto lo hemos aclarado ya más arriba al hablar de las «desidealizaciones» gracias a las cuales las reglas jurídicas compensan la indeterminación cognitiva, la inseguridad motivacional y la reducida capacidad de coordinación que tienen las normas morales y en general las normas informales de acción (...) desde este punto de vista los derechos fundamentales y los principios del Estado de derecho pueden entenderse como otros tantos pasos para la reducción de esa inevitable complejidad que resulta visible a contraluz del modelo que representa la sociación comunicativa pura. Y lo dicho vale sobre todo en lo tocante a la concretización de esos principios en términos de derecho constitucional y a la institucionalización de los procedimientos de política deliberativa (con la regla de la mayoría, los órganos de representación, la transferencia de competencias de decisión, el entrelazamiento de competencias o facultades de control, etc.).

De esta manera, al constituir el marco delimitado por el ordenamiento jurídico, uno de los elementos que puede proveer varias de las más importantes condiciones necesarias para implementar, de la forma más «aproximada» posible, las exigencias que Dahl esquematizara con el propósito de procurar la operatividad real y efectiva de los principios democrático y discursivo como mecanismos a través de los cuales dirimir sin violencia las tensiones que en la sociedad se presentan entre concepciones ideológicas, políticas, religiosas y éticas que compiten unas con otras, resulta ineludible ocuparse de la relación existente entre los referidos principios democrático y discursivo y dos de los pilares esenciales del Estado Social y Democrático de Derecho contemporáneo ¾los cuales fungen como requisitos sine qua non del funcionamiento de aquellos¾: el sistema de derechos fundamentales, de un lado y, de otro, los principios estructurales de organización del Estado Social y Democrático de Derecho, entre ellos el de separación de poderes, el cual resulta de especial interés entre las razones que justifican mi disenso respecto de la providencia de la Sala a la cual se refiere el presente salvamento de voto.

En similar dirección a la recién expresada, señala Peces-Barba que el Estado Social y Democrático de Derecho se caracteriza por una “ideología de sociedad abierta”, en la cual se expresa la moralidad ¾pública¾ procedimental ¾a la cual se ha venido haciendo referencia en el presente salvamento¾, que permitirá el ejercicio libre de la autonomía moral y de la elección de planes de vida por parte de cada individuo. Esa moralidad procedimental estaría compuesta, descriptivamente considerada, por dos dimensiones, una “de limitación” y otra “de organización”: la primera supone una garantía externa o “de barrera” frente a la extensión incesante del poder, es decir, se trata del poder contemplado desde la posición del gobernado y permite distinguir dicha posición, precisamente, de la que ese mismo gobernado ostentaba en regímenes políticos anteriores, en los cuales fungía apenas como un súbdito que soportaba las normas de las cuales era destinatario; la segunda, por su parte, conlleva la creación de estructuras ¾públicas, estatales¾ racionales que aseguren un trato libre e igualitario para todos los ciudadanos y una toma de las decisiones colectivas que atienda a criterios objetivos y razonables; es decir, se trata del poder contemplado desde la perspectiva del gobernante, quien no expresará ya el gobierno de la voluntad de los hombres sino el gobierno de la voluntad de las leyes, es decir de una voluntad raciona.

2.2.1. Fundamentación moral de las distintas categorías de derechos fundamentales.

De acuerdo con lo expuesto en los apartados anteriores, forzoso resulta sostener que la idea de la autolegislación de los ciudadanos como garantía del respeto a y del desarrollo de la autonomía moral del individuo y, por tanto, de su dignidad como tal, no puede reducirse a la autolegislación moral de las personas particulares, sino que debe concebirse en términos más generales y ello, precisamente, es lo que posibilita el «principio de discurso», el cual toma, por vía de la institucionalización que supone su inclusión en el sistema jurídico, la forma de un «principio democrático» que proporciona legitimidad ¾justificación moral¾ al proceso de producción del derecho; el principio democrático, entonces, surge como consecuencia del entrelazamiento del principio de discurso con la forma jurídica, entrelazamiento que, según lo explica Habermas, puede explicarse

“... como una génesis lógica de derechos, que puede reconstruirse paso por paso. Comienza con la aplicación del «principio de discurso» al derecho a libertades subjetivas de acción ¾derecho que es constitutivo de la forma jurídica como tal¾ y acaba con la institucionalización jurídica de condiciones para un ejercicio discursivo de la autonomía política mediante la que la autonomía privada, que en un primer momento sólo queda puesta en términos abstractos, puede ser objeto de desarrollo y configuración jurídicos. De ahí que el principio democrático sólo pueda aparecer como núcleo de un sistema de derechos. La génesis lógica de estos derechos constituye entonces un proceso circular o movimiento circular, en el que el código que es el derecho y el mecanismo para la generación de derecho legítimo, es decir, el principio democrático, se constituyen cooriginalmente.

De este modo, el principio discursivo y el principio democrático no pueden desplegar su virtualidad legitimadora del derecho positivo, su operatividad como piezas centrales de la moralidad pública consustancial al Estado Social y Democrático de Derecho, sin que los participantes en el discurso o, lo que es igual, en el proceso democrático ¾es decir, todos los ciudadanos¾, se encuentren pertrechados en y provistos de la situación jurídica que les proporciona la titularidad y efectividad de los derechos fundamentales como condiciones sin las cuales el ejercicio de la autonomía moral del ser humano a través de su participación en el procedimiento de adopción de las decisiones que interesan a toda la colectividad, deviene en una cuestión meramente ilusoria; de igual modo, la existencia de un especial subsistema de derechos fundamentales dentro del ordenamiento jurídico solamente resulta posible como consecuencia del funcionamiento de un mecanismo de toma de decisiones colectivas que garantiza la dignidad humana a través del reconocimiento de la potencialidad autolegisladora de cada individuo respecto de los asuntos de interés colectivo. Es por ello que los derechos fundamentales se constituyen en condición de existencia y eficacia del principio democrático y éste, a su vez, en requisito insoslayable para la consagración y efectividad de aquellos; los derechos fundamentales, por tanto, forman parte inescindible de la moralidad pública propia de los Estados Sociales y Democráticos de Derecho contemporáneos.

Ahora bien, desde el punto de vista de su contenido, el subsistema en el cual se integran los derechos fundamentales debe estar constituido por todas aquellas garantías que los ciudadanos han de atribuirse y reconocerse mutuamente si lo que quieren es regular legítimamente su convivencia valiéndose de los instrumentos que a tal efecto les proporcionan el principio democrático y el derecho positivo, lo cual implica introducir las siguientes categorías de derechos que formarán el status jurídico del participante en el proceso discursivo de formación democrática de las decisiones colectivas, en ejercicio de su autonomía moral:

“(1) Derechos fundamentales que resultan del desarrollo y configuración políticamente autónomos del derecho al mayor grado posible de iguales libertades subjetivas de acción.

Estos derechos exigen como correlatos necesarios:

(2) Derechos fundamentales que resultan del desarrollo y configuración políticamente autónomos del status de miembro de la asociación voluntaria que es la comunidad jurídica.

(3) Derechos fundamentales que resultan directamente de la accionabilidad de los derechos, es decir, de la posibilidad de reclamar judicialmente su cumplimiento, y del desarrollo y configuración políticamente autónomos de la protección de los derechos individuales.

(...)

Y, por cierto, estos derechos fundamentales garantizan sólo la autonomía privada de sujetos jurídicos en cuanto que, por de pronto, éstos empiezan reconociéndose mutuamente en su papel de destinatarios de las leyes, otorgándose así un status, en virtud del cual pueden reclamar derechos y hacerlos valer unos frente a otros. Sólo en el paso siguiente adquirirán también los sujetos jurídicos el papel de autores de su orden jurídico, y ello mediante:

(4) Derechos fundamentales a participar con igualdad de oportunidades en procesos de formación de la opinión y la voluntad comunes, en los que los ciudadanos ejerzan su autonomía política y mediante los que establezcan derecho legítimo (...) los derechos políticos fundan el status de ciudadanos libres e iguales...

(...)

Atendiendo a esa finalidad, los derechos mencionados hasta ahora implican finalmente:

(5) Derechos fundamentales a que se garanticen condiciones de vida que vengan social, técnica y ecológicamente aseguradas en la medida en que ello fuere menester en cada caso para un disfrute en términos de igualdad de oportunidades de los derechos civiles mencionados de (1) a (4).

(...)

La comprensión articulada en términos de teoría del discurso que he propuesto de los derechos fundamentales tiene la finalidad de aclarar la conexión interna entre derechos del hombre y soberanía popular y resolver la paradoja del nacimiento de la legitimidad a partir de la legalidad (todas las cursivas en el texto original).

Por similares derroteros marchan los planteamientos de Peces-Barba, para quien la antes referida “dimensión de limitación”, en la cual se traducen los derechos humanos positivizados e incorporados a las Constituciones y a las leyes ¾las cuales constituyen la única garantía de que los derechos naturales devengan eficaces¾ tiene por objetivo la realización, a través de los derechos, de los valores fundantes de la organización estatal ¾tercer elemento del cual nos ocuparemos en este apartado¾, esto es, “libertad, seguridad, igualdad y solidaridad que permiten el ejercicio individual de la moralidad privada” y, por tal razón, esos derechos forman parte de la moralidad pública inherente al Estado Social y Democrático de Derecho, pues las diversas generaciones de los tantas veces mencionados derechos irán integrando la realidad de una serie de garantías que tienen una función de protección de un ámbito de no interferencia en la libre acción de sus titulares ¾derechos individuales¾, de promoción de la participación para la formación de la voluntad del poder ¾derechos políticos y de participación¾ y de acciones positivas para satisfacer necesidades básicas, radicales, de mantenimiento y de mejora ¾derechos económicos, sociales y culturales¾. El objetivo de esta dimensión de limitación es entonces, se insiste, realizar, a través de los derechos, los valores morales de libertad, seguridad, igualdad y solidaridad que permiten el ejercicio individual de la moralidad privad.

2.2.2. Fundamentación moral de los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho.

Aquella que Peces-Barba denominara “dimensión de organización” dentro de la moralidad pública característica de los Estados Sociales y Democráticos de Derecho occidentales contemporáneos, concentra toda la racionalidad de dicha moralidad pública en organizar el poder y equilibrar el protagonismo de éste en la creación del derecho positivo. Tal dimensión de organización parte de considerar que la clave del paradigma de la ética pública de la modernidad consiste en que ni el poder ni el Derecho dependen de una moral externa que se les impone por otra autoridad ¾como lo planteaba el iusnaturalismo racionalista durante los siglos XVIII y XIX¾, sino que se trata de una moral autónoma, expresión de la dignidad humana, que tampoco depende del poder o del Derecho; es decir, ni la moralidad se impone al poder y al Derecho, ni tampoco éstos imponen una moralidad, a través de esta dimensión de organización, en relación con la elección de planes de vida individuales. En la aludida dimensión de organización de la moralidad pública, por tanto, de lo que se trata es de garantizar que el Estado adopte una manera de ser, de estructurarse y de funcionar que resulte respetuosa de una ética pública que haga posible el desarrollo de la autonomía moral o de la dignidad humana de los coasociados, a través de posibilitar la partitipación de los mismos en el procedimiento discursivo y democrático conducente a la adopción de unas decisiones colectivas mediante las cuales se diseñe un orden político, económico y social que permita, a cada individuo, desplegar su proyecto personal de vida.

Esa “dimensión de organización” se corresponde, entonces, con el diseño de un Estado Social y Democrático de Derecho, única manera de estructurarse el aparato estatal que se acompasa con el carácter neutral y procedimental de la moralidad pública propia de las sociedad pluralistas contemporáneas, en la medida en que garantiza el despliegue de la autonomía moral o de la dignidad humana de los asociados, a través de su participación en la toma de las decisiones que a todos interesan, mediante un procedimiento democrático como resultado del cual cada individuo puede ver materializada la humana aspiración moral de autorregulación o autolegislación de los asuntos que a todos interesan, en aras de crear las condiciones que posibiliten el desenvolvimiento de los planes de vida particulares, el libre despliegue de las éticas privadas. Así pues, en esa dimensión de organización pueden indentificarse diversos escalones o elementos, que se corresponden con los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho, de entre los cuales interesa centrar nuestra atención, especialmente, en do¾¾:

a. La Constitución y la Ley, cuya existencia y vocación de someter a sus dictados la entera actividad de los poderes públicos garantiza el funcionamiento de un sistema de gobierno de las Leyes ¾o de las normas que integran el ordenamiento, en general¾ frente al otrora imperante gobierno de los hombres, esto es, el sometimiento pleno del poder al Derecho y la prohibición de la arbitrariedad; en términos de Hermann Heller, se trata del poder que se detiene ante el mismo Derecho que ha contribuido a crear: es, ni más ni menos, que el Estado de Derecho.

b. La separación funcional de poderes, la cual responde a la constatación efectuada por Montesquieu en el sentido de que "es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar, llega hasta que encuentra límites...", circunstancia que conduce a que el eminente filósofo de la Ilustración propusiese que "para que no se pueda abusar del poder, que por la fuerza de las cosas, el poder detenga al poder..., planteamiento que conduce a formular la clásica división de funciones legislativa, ejecutiva y judicial, principal reflejo de la dotrina anglosajona de los frenos y contrapesos ¾“checks and balances”¾.

Desde el punto de vista de la teoría del discurso resulta muy clara la fundamentación de los principios a los cuales debe sujetarse una organización del poder público articulada en términos de Estado de Derecho ¾especialmente los dos principios a los cuales acaba de hacerse referencia¾, como quiera que la constitución recíproca de derecho y poder político funda entre ambos una conexión que abre y perpetúa la posibilidad latente de una instrumentalización del Derecho por parte del poder, de suerte que aquél puede acabar articulado al servicio de los propósitos estratégicos de éste. Pues bien, precisamente con el propósito de evitar la actualización de ese riesgo, el principio de Estado de Derecho exige una organización del poder público que fuerce a que la dominación política articulada en forma de Derecho se legitime recurriendo al Derecho legítimamente establecido. Se hace evidente, de este modo, la conexión entre el principio de soberanía popular ¾el cual se articula con los principios democrático y discursivo¾ y varios de los más importantes principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho, pues

“[E]n el principio de soberanía popular conforme al que todo poder del Estado procede del pueblo, el derecho subjetivo a participar con igualdad de oportunidades en la formación democrática de la voluntad común se da la mano con la posibilitación que el derecho objetivo efectúa de una praxis institucionalizada de la autodeterminación ciudadana. El principio de soberanía popular constituye la bisagra entre el sistema de los derechos y la estructura de un Estado democrático de derecho. De la interpretación del principio de soberanía popular en términos de teoría del discurso (a) se siguen el principio de una protección comprehensiva (sic) de los derechos individuales que venga garantizada por una justicia independiente (b), los principios de legalidad de la Administración y de control tanto judicial como parlamentario de la Administración (c), así como el principio de separación entre Estado y sociedad que tiene por fin impedir que un poder social no filtrado, es decir, sin pasar por las esclusas de la formación de poder comunicativo, se transforme en poder administrativo (d).

Por su parte, los principios democrático y discursivo también pueden hallarse en la base de la justificación del principio de división de poderes y éste, a su vez, se constituye en exigencia indeclinable en cuanto a la organización del Estado en aras de que la misma resulte idónea para garantizar el efectivo funcionamiento de aquellos. De este modo, repárese en que la división clásica de poderes se explica teniendo en cuenta la correspondiente diferenciación de las funciones del Estado, de suerte que “mientras que el Legislativo discute y acuerda programas generales, y la Justicia, sobre ese fundamento legal, resuelve conflictos de acción, la Administración se encarga de implementar las leyes que no son autoejecutivas sino que necesitan ejecutarse”; pues bien, la lógica de la división de poderes se explica en consideración a que “la separación funcional asegura, a su vez, la primacía de la legislación democrática y la vinculación del poder administrativo al poder comunicativo. Los ciudadanos políticamente autónomos sólo pueden entenderse como autores del derecho al que como sujetos privados están sometidos si el derecho que ellos legítimamente establecen determina la dirección de la circulación política del poder.

 Así las cosas, el principio de separación de poderes puede ser explicado en función del reparto de responsabilidades que en la estructura del Estado se efectúa con el propósito de establecer, en primer término, cuál es la instancia encargada de poner en funcionamiento las reglas derivadas de los principios discursivo y democrático a efectos de elaborar productos normativos en los cuales se contengan las decisiones adoptadas por los coasociados ¾directamente o por conducto de sus representantes democráticamente electos¾ en ejercicio de una autonomía moral que sustenta su aspiración de autorregular o autolegislar los asuntos que interesan a todos; en segundo término, cuál la instancia a cuyo cargo estará la tarea de aplicar tales contenidos normativos a los casos concretos al dirimir los correspondientes litigios, sin duda, creando Derecho en no pocos eventos, pero siempre dentro de los límites señalados por los referidos contenidos normativos aprobados con fundamento en la operatividad de los principios discursivo y democrático y cuál, finalmente, la instancia a la cual se atribuye la responsabilidad de seleccionar y poner en funcionamiento los medios, políticas y actividades con cuya escogencia o implementación se procurará alcanzar los fines que al Estado señalan los tantas veces mencionados contenidos normativos discursiva y democráticamente elaborados. Habermas lo explicará de la siguiente manera:

“Consideradas las cosas desde el punto de vista de la lógica de la argumentación, la separación de competencias entre la instancia legisladora, la instancia aplicadora de la ley y la instancia ejecutora de la ley, resulta de la distribución de las posibilidades de recurrir a las distintas clases de razones y de las formas de comunicación que, correspondientemente, esas clases de razones comportan formas de comunicación que fijan el tipo de trato con esas razones. Recurso ilimitado a razones normativas y pragmáticas, incluyendo las constituidas por los resultados de negociaciones fair, lo tiene solamente el legislador político, mas ello solamente en el marco de un procedimiento democrático atenido a la perspectiva de fundamentación de normas. La Justicia no puede disponer a capricho de las razones agavilladas en las normas legales; pero esas mismas razones desempeñan, ciertamente, un papel distinto cuando se utilizan en un discurso aplicativo, enderezado a obtener decisiones consistentes, y con la vista puesta en la coherencia del sistema jurídico en conjunto. Finalmente, a diferencia de lo que sucede en el caso del poder legislativo y el poder judicial, la Administración tiene vedado el trato constructivo y reconstructivo con razones normativas. Las normas emitidas por el legislativo ligan la persecución de fines colectivos a premisas establecidas y limitan la actividad de la Administración al horizonte de la racionalidad con arreglo a fines. Esas normas facultan a las autoridades para seleccionar tecnologías y estrategias de acción, pero con la reserva de que ¾a diferencia de los sujetos jurídicos privados¾ esas autoridades no persigan sus propios intereses y preferencias (cursivas en el texto original; subrayas y negrillas fuera de él).

En suma, la operatividad de los principios democrático y discursivo precisa de la estructuración del aparato estatal bajo la forma de un Estado Social y Democrático de Derecho como quiera que éste resulta ser el único modelo de organización y de ejercicio del poder que, a través del sometimiento pleno de la actividad de los poderes públicos al ordenamiento jurídico y del despliegue de un sistema de frenos y contrapesos ¾que se traduce, entre otros elementos, en el principio de separación de poderes¾, garantiza la autonomía moral de unos ciudadanos que contarán con la certeza de que las autoridades públicas supeditarán sus actuaciones a los contenidos normativos aprobados por los propios coasociados ¾directamente o a través de los órganos constitucionalmente llamados a incorporar en el ordenamiento jurídico preceptos vinculantes fruto de la discusión y de la aprobación de los mismos en desarrollo de las reglas de juego derivadas del principio democrático¾, de un lado y, de otro, que el Estado se ha estructurado de manera que existen, en su interior, mecanismos que posibilitan que unos órganos controlen a otros y, en consecuencia, aseguren que el poder no se desbordará, se atendrá al Derecho democráticamente aprobado y respetará, con ello, la órbita dentro de la cual cada individuo podrá procurar la concreción de su proyecto de vida personal.

Por consiguiente, los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho y, entre ellos, especialmente, los de legalidad y de separación de poderes, forman parte inescindible de la moralidad pública necesaria para garantizar las condiciones en las cuales el ser humano podrá hacer efectiva su dignidad, esto es, su autonomía moral orientada no sólo a participar en el proceso de adopción de las decisiones colectivas sino, simple y llanamente, a realizar plenamente su individualidad de acuerdo con sus convicciones y con sus creencias personales, de acuerdo, en últimas, con la concepción moral o con la ética privada de su predilección.

De especial interés resulta, para los propósitos del presente salvamento de voto, destacar la importancia de la fundamentación que del principio de separación de poderes puede efectuarse ¾y que aquí hemos referido¾ desde la perspectiva de los principios discursivo y democrático, como quiera que la misma destaca que, en principio, de las tres funciones clásicas del Estado con base en las cuales suele formularse el anotado principio de división de poderes ¾legislativa, ejecutiva y jurisdiccional, a las cuales es también frecuente añadir una cuarta, la función constituyente¾ sólo dos de ellas están llamadas a poner en marcha las reglas de juego derivadas de los plurimencionados principios democrático y discursivo, con el propósito de incorporar, en el derecho positivo, todas aquellas regulaciones de asuntos que, en determinado momento, pudieron considerarse como propios de la(s) ética(s) privada(s) y que, fruto de la dinámica y de la evolución de la sociedad, por las razones que sea, pasan a formar parte de los temas que se estiman de necesario debate y normación por cuenta de las autoridades públicas constitucionalmente llamadas a así disponerlo.

En ese orden de ideas, de acuerdo con la fundamentación del principio de separación de poderes que se acaba de traer a colación y sin perder de vista que el mismo forma parte, por las razones igualmente ya anotadas, de la moralidad pública consustancial a un Estado Social y Democrático de Derecho, no ofrece mayores complicaciones colegir que las funciones ¾y los órganos¾ constitucionalmente llamados a incorporar cuestiones morales sustantivas o materiales en el ordenamiento jurídico, es decir, de incluir, en la regulación normativa de los asuntos públicos, temáticas antes concernientes al ámbito de la moral o de la ética privada, son, en principio, la constituyente y la legislativa o, en otros términos, el constituyente y el legislador. Se efectúa la salvedad en el sentido de que ello ocurre en línea de principio, para dejar abierta la posibilidad de admitir, en gracia de discusión, que en los regímenes presidencialistas ¾como el colombiano¾ en los cuales el Jefe del Ejecutivo también cuenta con legitimidad democrática directa, en determinadas condiciones ¾aunque ello, por supuesto, resultaría sumamente discutible¾ también podría considerarse llamado a introducir modificaciones en el sistema jurídico que respondan a la puesta en funcionamiento de las reglas del discurso y de la deliberación y decisión democráticas, en relación con materias de las cuales solía venirse ocupando la moralidad o la ética privada.

Hemos sostenido de forma reiterada y clara, que entre los ámbitos de la moralidad pública y de la moralidad o la ética privada no solamente existe una necesaria distinción sino también una no menos necesaria, importante y frecuente intercomunicación y que el Derecho, precisamente a través de las posibilidades que ofrece la operatividad de los principios discursivo y democrático ¾cuya neutralidad moral, política e ideológica ha quedado igualmente justificada¾, debe mostrarse abierto, flexible y receptivo no sólo a discutir sino también a regular asuntos que conciernan al ámbito de la ética o de la moralidad privada o individual. Sin embargo ¾y resulta de capital trascendencia insistir en elllo¾ recuérdese que la neutralidad del principio democrático exige que sólo se regulen jurídicamente cuestiones atinentes a las diversas concepciones de lo bueno, lo correcto o lo moralmente deseable, cuando a la regulación correspondiente se arribe fruto del consenso o, en el peor de los casos, de la aplicación de la regla de la mayoría, previa deliberación, debate y discusión por parte de los interesados-participantes en el discurso ¾el pueblo o sus representantes legítimamente elegidos¾, en las condiciones y siguiendo el procedimiento diseñado por los tantas veces aquí mencionados principios discursivo y democrático. Recuérdese que se explicaba cómo no proceder de este modo y hacer prevalecer, por parte de una autoridad pública, una concepción ética o moral respecto de las demás, sin que se hubiese arribado al correspondiente consenso, no deja alternativa distinta a los afectados que el recurso a la violencia o a la eliminación del contradictor, en palabras de Jürgen Habermas.

Ahora bien, lo que igualmente hemos sostenido ¾y justificado¾ de manera reiterada y clara es que esa intercomunicación entre las moralidades pública y privada, esa apertura del Derecho ¾y de la moralidad pública que a él subyace¾ a los contenidos propios de la moral privada sólo puede tener lugar a través de los canales y de los cauces abiertos por el principio democrático, pues sólo ello resulta respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía moral del individuo considerado como un fin en sí mismo, que se ubica en el espacio de una sociedad pluralista en la cual todos los proyectos de vida y las concepciones de lo bueno y lo moralmente deseable han de encontrar asidero, siempre que se avengan a la moralidad pública ínsita en el Estado Social y Democrático de Derecho.

Y si, de acuerdo con el principio de separación de poderes, el cual ya justificamos también en clave de principio democrático, la puesta en funcionamiento de las reglas derivadas de éste para la adopción de decisiones en interés de todos concierne, en exclusiva, a los órganos democráticamente elegidos, por mandato de la Constitución ¾cuya supremacía, en virtud del principio de legalidad (en la versión que de éste hemos defendido en el presente salvamento de voto), también constituye condición ineludible de la operatividad de los principios discursivo y democrático¾, deben cuidarse mucho aquéllos órganos del poder público que carecen de legitimidad democrática directa y que no están llamados a constituirse en el espacio en el cual deban darse los debates, las discusiones y la búsqueda de los consensos o de la aprobación mayoritaria de las decisiones colectivas, de irrumpir ¾inconstitucional, ilegítima y antidemocráticamente¾, en esa órbita, para arrogarse ¾inconstitucional, ilegítima y antidemocráticamente¾ la facultad de determinar, ocupando el lugar del pueblo y/o de sus representantes democrática y legítimamente elegidos, los contenidos de la moralidad pública o, en otros términos, aquellos elementos propios del ámbito de la moralidad o de la ética privada que están llamados a incorporarse en el sustrato moral del ordenamiento jurídico.

En consecuencia, el juez o el órgano de control o el órgano autónomo e independiente que, careciendo de legitimidad democrática directa y prescindiendo del procedimiento impuesto por los principios democrático y discursivo para la adopción de las decisiones que interesan a todos los coasociados ¾y la definición del contenido de la moralidad pública sí que interesa a todos y cada uno de los individuos, como que se convierte, según se ha explicado, en el escenario dentro del cual deben poder realizarse todos y cada uno de los proyectos morales y de los planes de vida propugnados por la multiplicidad de éticas privadas concurrentes en una sociedad pluralista¾, se arrogue la condición de puente ¾legítimo y democrático¾ de comunicación entre la moralidad pública y la(s) moral(es) o la(s) ética(s) privadas, como aparece apenas evidente, no sólo transgrede el principio de separación de poderes e incluso el principio de legalidad, sino que conculca la esfera de derechos y libertades fundamentales del individuo, como quiera que desprecia la dignidad humana, al negarle al sujeto su autonomía moral, misma que, según también se explicó, tiene la virtualidad de convertir a cada ser humano en partícipe de un proceso democrático de autolegislación o autorregulación de la vida en sociedad y, por supuesto, la definición de los asuntos moralmente relevantes reviste especial trascendencia en la regulación de la vida colectiva.

Semejante proceder desplegado, se insiste, por el juez, por el órgano de control o por el órgano autónomo e independiente, incluso, por parte del propio Ejecutivo, resulta, sin titubeos ni eufemismos, contrario al principio democrático y contrario, a su vez, a la moralidad pública inherente a un Estado Social y Democrático de Derecho. Se trataría, por tanto, de un proceder antidemocrático e inmoral; se trataría, sin más, de la imposición que realizarìa el servidor público quien, en determinado momento, como juez o como funcionario administrativo, en ejercido de su poder o con base en el mismo harìa prevalecer, de manera unilateral e irregular, su personalísima o singular concepción moral al resto de la colectividad.

2.2.3. Existencia de un haz de valores fundantes del Estado Social y Democrático de Derecho.

La moralidad pública, aquella que resulta relevante para el Derecho en la medida en que se incorpora en él y constituye el norte axiológico de la actividad de los poderes públicos, según se ha visto ya, no se agota en los derechos humanos, como quiera que ello supondría aceptar una visión de esa moralidad exclusivamente sujetivista y vinculada al individuo, pues el poder solamente sería frenado y limitado “desde fuera” pero no introduciría en su interior dimensión moral alguna ni, de contera, la transmitiría al Derecho. Empero, hemos explicado cómo, más allá del subsistema integrado por los derechos fundamentales, los principios democrático y discursivo, de un lado y, de otro, los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho ¾fundamentalmente el de legalidad y el de separación de poderes¾, constituyen piezas que se integran en el conjunto de elementos que forman la noción de moralidad pública, en la medida en que se constituyen en presupuestos de la operatividad de los principios democrático y discursivo como procedimientos conducentes a la adocpión de las decisiones que afectan a la colectividad, manteniendo el respeto por la dignidad humana o la autonomía moral de los coasociados.

Pues bien, además de ese conjunto de elementos recién referidos, se ha señalado, con razón, que en la moralidad pública deben entenderse comprendidos una serie de valores, de naturaleza jurídica, los cuales forman parte de la moralidad interna del poder y del Derecho y contribuyen no sólo a limitarlo ¾”desde adentro”, no “desde afuera”, como ocurre con los derechos fundamentales¾ sino a señalar los fines hacia los cuales debe apuntar la acción de las autoridades públicas, como quiera que dichos valores condensan buena parte del sustrato ideológico y moral que subyace al diseño del Estado Social y Democrático de Derecho. De ahí que se afirme que en la moralidad pública

“... hay un prius, los valores, que recoge el núcleo de la moralidad de la modernidad, que se incorpora al Estado social y democrático de Derecho, como moralidad política y con su impulso se convierten en valores jurídicos. Este punto de vista está incorporado a nuestra Constitución, se maneja en el pensamiento moral, y también en el Derecho con la idea de valores constitucionales.

A mi juicio se puede hablar de cuatro valores que constituyen la moralidad del poder y del Derecho en este paradigma político y jurídico de la modernidad (...): libertad, igualdad, solidaridad y seguridad jurídicas. Esta afirmación supone que la idea de dignidad humana, para su realización a través de la vida social, inseparable de la condición humana, se plasma en esos cuatro valores, cuyo núcleo esencial lo ocupa la libertad, matizada y perfilada por la igualdad y la solidaridad, en un contexto de seguridad jurídica” (subrayas fuera del texto original.

En cuanto tiene que ver con la libertad, la sociedad política libera cuando crea espacios en los cuales cada individuo puede actuar sin interferencias ¾libertad protectora, base de los derechos individuales y civiles¾, en los cuales cada uno puede participar y decidir en la construcción de los criterios que sustentan las decisiones del Estado ¾libertad-participación, raíz de los derechos políticos¾ y en donde cada sujeto tiene la posibilidad de reclamar las prestaciones materiales necesarias para que su libertad sea real y efectiva ¾libertad de prestación, base de los derechos económicos, sociales y culturales¾; en lo relativo a la igualdad, la sociedad política iguala cuando conduce a que todas las personas sean sujetos de derechos y nadie se encuentre excluido del disfrute de esa capacidad jurídica ¾igualdad jurídica¾; cuando todos los individuos sean destinatarios de las normas y queden sometidos a los mismos procedimientos ¾igualdad ante la ley¾ y cuando todos los sujetos disponen de iguales condiciones para afrontar la consecución de su autonomía moral a través de la satisfacción de sus necesidades básicas ¾igualdad material.

Por cuanto respecta a la solidaridad, ésta es generada por la sociedad política cuando favorece la cooperación de todos en la obtención de los beneficios sociales y en que los mismos alcancen a todos, solidaridad entendida como valor de la ética pública de la modernidad, componente imprescindible del Estado Social de Derecho y sustento axiológico de verdaderos derechos subjetivos ¾económicos, sociales y culturales, derechos de prestación¾ y no como virtud privada asimilable a la caridad o a la piedad; y, finalmente, en lo referente al valor seguridad jurídica, éste se traduce en que

“[L]a racionalidad de la sociedad política asegura, produce seguridad cuando unifica al poder, cuando lo somete a una fundamentación racional a través de un consenso mayoritario por medio de elecciones periódicas por sufragio universal (legitimidad de origen), cuando somete su funcionamiento a una distribución de sus funciones, y al imperio de la ley (legitimidad formal de ejercicio: separación de poderes y Estado de Derecho) y cuando hace posible la autonomía moral que lleve a cada uno a elegir libremente sus planes de vida (legitimidad material de ejercicio, que supone la realidad de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad).

Por lo demás, los referidos valores fundantes del Estado Social y Democrático de Derecho ¾como ocurre con prácticamente la totalidad de la moralidad pública que subyace a dicha forma de organización estatal¾ se encuentran consagrados, de forma expresa, en varios preceptos de la Constitución Política colombiana, iniciando por su Preámbul, pasando por sus artículos 1º, 2º y 3

 y hasta reflejarse, entre otros, en enunciados normativos como los contenidos en los artículos 4, 13 y 11

 de la Carta. Sin embargo, la catalogación que aquí se efectúa de los cuatro valores recién mencionados ¾libertad, igualdad, solidaridad y seguridad¾ como “fundantes” del Estado, no busca cosa distinta que destacar la centralidad del papel que juegan en la sustentación axiológica del Estado Social y Democrático de Derecho, pero ello no quiere decir, en manera alguna, que otros valores y principios jurídicos, también reconocidos en la misma Constitución o en la ley, no formen parte de la moralidad pública cuyo contenido hemos venido explicitando, pues esos otros valores y principios, en la medida en que igualmente forman parte del entramado axiológico del ordenamiento jurídico colombiano y se han incorporado al mismo siguiendo los cauces determinados por los principios discursivo y democrático, se integran en la noción de ética pública precedentemente explicitada en este salvamento de voto.

En definitiva, en relación con la moralidad pública, con la ética relevante para e incorporada por el ordenamiento jurídico y añadiendo o mejor, precisando que deben entenderse incluidos en ella los principios discursivo y democrático como determinadores del procedimiento y de las condiciones de discusión y elaboración de las decisiones colectivas ¾aunque este elemento perfectamente puede considerarse comprendido entre los principios de organización o principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho¾, suscribimos la siguiente síntesis efectuada por el profesor Peces-Barba en punto al contenido de la tantas veces mencionada moralidad pública:

“Podemos decir que los derechos humanos en la versión democrática intervienen decisivamente en la comunicación con los principios de organización (...) y son una prolongación de los mismos.

Estos principios, que derivan igualmente de los valores superiores y que completan, con los derechos, la moralidad pública, suponen la moralidad interna del Poder y del Derecho. Son condiciones de éstos, situados en la definición de su estructura y no obstáculos exteriores que los controlan. No son límites al poder, sino elementos configuradores del poder, que desde esa condición contribuyen a su limitación. A diferencia de los derechos fundamentales no forman un subsistema propio dentro del Ordenamiénto, sino que se desperdigan por el Ordenamiento, en diversos subsistemas. Son las normas básicas de identificación del subsistema. Así el principio de independencia del poder judicial, el de autonomía de los municipios, o de las universidades, el de neutralidad de la Administración, etc...

Es necesario señalar que el poder político democrático incorpora la moralidad de los valores, como valores políticos, y que, como valores jurídicos, inspiran toda la organización del Derecho, que convierte a los derechos humanos y a los principios de organización en reglas que limitan y configuran a ese poder al servicio de la persona. Es decir, que aparece aquí ya, de nuevo la idea de trilogía inseparable y comunicada, en la cual la moralidad suministra el ¿qué se hace?, el poder, el ¿quién lo hace?, el sujeto que impulsa y hace posible que se ponga en práctica, y el Derecho el ¿cómo se hace? Esta moralidad pública sólo es eficaz a través del poder y del Derecho, y el poder efectivo y el Derecho positivo sólo son legítimos y justos si incorporan esa moralidad (subrayas fuera del texto original).

La concepción de moralidad pública que se viene de referir, de una moralidad pública incorporada en y complementada por el Derecho, puede verse en plena operatividad al conjugarla con la noción de norma fundante básica o norma básica de identificación de normas, es decir, con la norma que permite identificar la validez de las normas que pertenecen al ordenamiento, concepto éste que, en el modelo positivista y formalista kelseniano, es meramente formal y responde a los interrogantes ¿quién manda? y ¿cómo se manda? o, en otros términos, ¿quién tiene el poder de producción normativa? y ¿observando qué trámites se debe producir esa decisión normativa?; de este modo, siguiendo la formulación positivista kelseniana respecto de la norma fundante básica, una norma será válida ¾y, por tanto, pertenecerá al sistema jurídico¾ si es aprobada por el órgano competente y con observancia del procedimiento establecido. Por el contrario, desde la perspectiva iusnaturalista, una determinada prescripción moral resultará jurídica sin necesidad de pasar por la norma de identificación de normas, de suerte que el iusnaturalismo comunica la moralidad con el Derecho sin pasar por el poder y el positivismo comunica sólo al poder con el Derecho, sin referencia alguna a la ética.

Pero desde la perspectiva que aquí acogemos, identificar la naturaleza y la dinámica del ligamen entre la moralidad pública y el Derecho supone reconocer la necesaria existencia de una triple relación entre ética, poder y Derecho, por manera que, más allá de lo señalado por el positivismo clásico, resulta necesario considerar la moralidad con el propósito de identificar el derecho válido y superando el iusnaturalismo racionalista, se defiende como insoslayable que la moralidad, con el fin de incorporarse en el ordenamiento jurídico, pase por la norma fundante básica, con lo cual

“[É]sta [la norma fundante básica] se amplía e incorpora frente al modelo formalista, una dimensión material que expresa un tercer criterio adicional, junto al poder normativo y al procedimiento, para identificar al Derecho. Se trata de los contenidos de las normas y consiguientemente de los límites, a sensu contrario, que éstas no pueden traspasar. Los valores superiores, es decir la moralidad del hecho fundante básico y sus prolongaciones, derechos fundamentales y principios de organización, constituyen la norma material básica de identificación de normas. Representa la resupuesta a la pregunta ¿qué se manda?. Es la positivación de la ética pública de la modernidad (...) que se convierte en criterio de validez de las restantes normas del ordenamiento. A mi juicio, este planteamiento expresa mejor que cualquier otro lo que sucede en la realidad del funcionamiento del Derecho y se sitúa en una dinámica viva y abierta. En efecto, la moralidad crítica que presiona sobre el Poder y el Derecho positivo se puede incorporar si el poder la asume y decide transformarla en moralidad legalizada.

Como fácilmente puede advertirse, los planteamientos de Peces-Barba que se vienen de referir en torno a la relación entre moralidad y Derecho y en punto al procedimiento que conduce a la incorporación de aquélla en éste con el fin de integrar la moralidad pública subyacente al Estado Social y Democrático de Derecho, encajan y se complementan perfectamente con el papel central que, a lo largo del presente salvamento de voto, hemos venido atribuyendo a los principios discursivo y democrático, pues éstos, sencillamente, forman parte del procedimiento que ha de seguirse para que la moralidad privada se incorpore en el derecho positivo tras las correspondientes deliberaciones, debates, obtención de consensos o aprobación a través del recurso a la regla de la mayoría, de suerte que los principios discursivo y democrático forman parte de la norma básica de identificación de normas y, por tanto, ello reitera que sólo pasando por el tamiz constituido por las reglas de juego derivadas de los principios democrático y discursivo o, lo que es igual, a través del filtro en el cual consiste la norma ¾material¾ básica de identificación de normas, la ética o la moralidad privada puede pasar a convertirse en moralidad o en ética pública.

Por lo demás, el carácter material ¾y no meramente formal¾ de la norma básica de identificación de normas conlleva la existencia de límites para el principio democrático y para las reglas de él derivadas, especialmente para la regla de la mayoría, pues la condición de regla de juego o de práctica “ineludible” que le asiste ¾empleando la terminología, a la cual se ha hecho alusión en apartado precedente dentro del presente salvamento de voto, que Habermas utiliza para explicar que la neutralidad del principio democrático constituye una práctica que cumple funciones de vital importancia y que no puede ser sustituida por otra¾, como quiera que está fundamentado en la propia existencia de seres libres e iguales ¾autónomos moralmente¾ que tienen la vocación de participar en la configuración o autorregulación de la vida colectiva, determina que el principio democrático y la regla de la mayoría no puedan ser utilizados con el propósito de eliminarse a sí mismos; el principio democrático, como elemento que integra e identifica tanto a la moralidad pública consustancial al Estado Social y Democrático de Derecho como a la norma básica de identificación de normas, exige prohibir su propia negación; en términos de Jhon Stuart Mill, “...el principio de libertad no puede exigir que una persona sea libre de no ser libre. No es libertad renunciar a la libertad....

Es decir, existen límites, para el principio democrático, en función de los contenidos de aquello que se pretende someter al procedimiento que de dicho principio se deriva, límites de contenido que se identifican con la moralidad pública que a lo largo de este análisis ha ocupado nuestra atención, como quiera que los contenidos de dicha moralidad o ética pública

“... suponen el reflejo en el principio de las mayorías, de la norma básica de identificación de normas, en sus dimensiones materiales que incorporan al Derecho la ética pública, en forma de valores, de derechos y de principios. No pueden ser modificadas esas normas básicas por el principio de las mayorías, teniendo además en cuenta el principio de jerarquía, ya que normalmente se encuentran situadas en la Constitución. No llegamos a esa conclusión, pues, porque se trata de criterios de justicia, lo que supondría incurrir en un idealismo iusnaturalista, sino porque son criterios de justicia positivizados.

En conclusión, la moralidad o la ética pública que informa la organización, estructura, funcionamiento y gestión de los asuntos colectivos por parte de las autoridades públicas en un Estado Social y Democrático de Derecho, está integrada no sólo por los principios democrático y discursivo, sino también y como condiciones para la plena operatividad de aquellos, por el subsistema de derechos fundamentales, por los principios básicos de organización del Estado ¾fundamentalmente el de legalidad y el de separación de poderes¾ y por los valores fundantes del ordenamiento jurídico, elementos todos que, adicionalmente, conforman la norma básica de identificación de la validez de las demás disposiciones que integran el sistema jurídico. Esa norma de identificación de normas, en la cual juegan papel preponderante todas las reglas derivadas de la operatividad del principio democrático, es el cauce a través del cual resulta posible la incorporación de la moral o, mejor, de regulaciones referidas a asuntos concernientes a las diversas éticas o moralidades privadas, en el ordenamiento jurídico. El recurso a vías y/o a procedimientos diversos del previsto por la norma básica de identificación de normas para abrirle paso a la moral en el Derecho supone una transgresión de dicha norma básica o, en otros términos, una flagrante violación de la Constitución por desconocer varios de los elementos que, recogidos en ella, constituyen pilares fundamentales del Estado Social y Democrático de Derecho.

3. Límites del razonamiento jurídico: la operatividad del principio de unidad de respuesta correcta o de unidad de solución justa a los problemas jurídicos.

Otro asunto con arraigo en la Filosofía del Derecho, en relación con el cual resulta imprescindible sentar una posición con miras a jusitificar las razones de mi disenso con la postura asumida por la Sala en la providencia de la cual he decidido apartarme, es el relacionado con los alcances y los límites del razonamiento jurídico en punto, concretamente, a dilucidar si el operador jurídico, en todos los casos, se encuentra en posibilidad de identificar la única respuesta correcta o la única solución justa al supuesto que es sometido a su examen, independientemente de que, para resolver el problema jurídico que se le plantea, no encuentre material suficiente en el ordenamiento jurídico y deba recurrir a elementos de juicio de naturaleza política, económica o, como en el parecer de la Sala ocurre en el asunto que en este lugar ocupa nuestra atención ¾por razón de la especial configuración que del derecho colectivo a la moralidad administrativa efectúa, más que por las circunstancias del supuesto específico examinado¾, a criterios de índole moral.

Sin embargo, la Sala, en fecha no muy lejana, ya fijó su postura a este respect, en providencia con la cual estuve plenamente de acuerdo y cuya argumentación en lo atinente al referido extremo, por resultar enteramente pertinente para complementar la argumentación que en el presente salvamento de voto se viene llevando a cabo, transcribo a continuación, in extenso, reiterando, por innecesario que resulte, mi plena coincidencia con los planteamientos que allí se formulan en torno a las limitadas posibilidades del razonamiento jurídico ¾ al menos, del razonamiento jurídico lógico-deductivo, que es el único que en todos los supuestos permite encontrar únicas respuestas correctas¾ y a la necesidad de reconocer que, a partir de cierto momento ¾límite¾ de la argumentación jurídica, las razones que sustentan las decisiones no son ¾no pueden ser¾ unívocas, como quiera que tampoco lo es el conocimiento o el entendimiento humano en el ámbito que del mismo debe abordarse para resolver no pocos casos concretos. De ahí que se imponga que el hallazgo de la única respuesta correcta a cada problema jurídico, no puede ser más que una aspiración del operador y del ordenamiento jurídico, aspiración que, con elevada frecuencia, no puede ser alcanzada.

Discurrió, la Sala, de la siguiente manera en la referida ocasión:

 “Fernando Sainz Moreno es uno de los autores que refiere cómo, en la filosofía del Derecho, se han mantenido dos posiciones «extremas» en cuanto a las finalidades ¾y posibilidades¾ del razonamiento jurídico: una de ellas niega como factible el logro, en todos los casos, de un resultado único que pueda calificarse como verdadero y, en consecuencia, solamente reconoce como objetivo asumible por el razonamiento, ofrecer un resultado que, entre otros posibles, resulte satisfactorio, esto es, convincente o cuando menos socialmente aceptable. La otra, por el contrario, defiende la existencia de una única solución justa o correcta para todo problema jurídico, atribuyendo al razonamiento, por tanto, el propósito de hallar esa única solució.

Será menester, por tanto, efectuar una somera referencia a los términos en los que se ha dado esta polémica en el terreno, básicamente, de la filosofía del Derecho, por tener dicho asunto directa incidencia en la manera de comprender cuáles son los alcances de las facultades que normativamente se atribuyen a la administración a través de conceptos jurídicos indeterminados...

(...)   

a. La operatividad del “principio de unidad de respuesta correcta” en el razonamiento juridic.

         

Ronald Dworkin es el más acérrimo defensor en la actualidad de la postura de acuerdo con la cual es posible hallar una y solo una solución justa a todo problema jurídico. Dada la imposibilidad, en este lugar, de entrar a fondo en un estudio sobre la filosofía del Derecho dworkiniana, baste con referir ¾porque ello resulta imprescindible a efectos de comprender su posición respecto al tema que aquí se plantea¾ que Dworkin defiende la existencia de una especial relación entre el Derecho y la moral, de acuerdo con la cual ésta penetra en el ámbito de aquél, pero no pasando a través de alguno de los procedimientos reconocidos para la incorporación de un precepto en el ordenamiento jurídico, es decir, de la actuación de alguno de los operadores jurídicos que podrían transformar esas pautas morales en deberes jurídicos ¾Parlamento, Ejecutivo, juez, etc.

Para Dworkin lo que se produce es una especie de «simbiosis» entre la moral y el Derecho, o, por mejor decir, un procedimiento que da lugar a la creación de una normatividad indiferenciada, en la cual pareciese que los principios morales y las reglas jurídicas constituyeran un sistema coherente desde un punto de vista material o valorativo. En este orden de ideas, Dworkin no concibe el ordenamiento moral como un sistema independiente del jurídico y cuya influencia en éste se canaliza solo a través de los cauces institucionales reconocidos por el positivismo ¾legislador, juez, etc¾, sino que moral y Derecho coexisten en yuxtaposición, de suerte que toda prescripción jurídica descansa sobre una argumentación moral. Por eso, el propósito de la actividad del jue¾¾, en la construcción teórica dworkiniana, no es la identificación del material jurídico vigente para aplicarlo al caso que examina, sino la construcción de la argumentación moral que le posibilite acceder a la mejor o más justa solución posibl¾¾.

De la naturaleza del ordenamiento jurídico en la manera que lo concibe Dworkin, se deriva, según el propio autor, la inexistencia de discrecionalidad para el operador jurídico, como quiera que el Derecho es completo y permite acceder siempre, en todos los casos, a una y solo una respuesta correcta. Ello no ofrece discusión en los casos que denomina «fáciles»; y en cuanto a los que cataloga como casos «difíciles», sostiene que para su resolución el operador jurídico puede valerse de la moralidad y de la filosofía política, en los que se integra el Derecho mismo ¾o viceversa¾, para buscar el principio que mejor se adecúe a la tradición del sistema institucional y, a su vez, sea el más fuerte desde el punto de vista ético, con lo cual ofrecerá la solución más just.

En este orden de ideas, para Dworkin, en aquellos casos en los cuales las normas institucionales explícitas se muestran insuficientes para fundamentar la solución o apuntan a una respuesta insatisfactoria, siempre puede recurrirse a la moral, en la cual no hay nada que pueda ser considerado a la vez como justo o injusto ¾y ante la disyuntiva, el Juez dispondrá siempre de un criterio, anterior a su actuación y conocido por los justiciables, para resolver¾. Todo gracias a su concepción del Derecho como un universo de principios y derechos que no conoce límites o fronteras en su operatividad y que, por tanto, admite una constante expansión, por vía interpretativa judicial, en aras de alcanzar una justicia que preexiste y que debe ser encontrada aún en los casos más difíciles.

Sin embargo, tal concepción del derecho y la consecuente eliminación de la discrecionalidad ¾administrativa y judicial¾ en que se traduce, han sido criticadas, no sin razón, habida cuenta que solamente podría estimarse eliminada la discrecionalidad si ante un mismo caso todos los intérpretes coincidieran en una única solución, lo que sólo resulta factible dentro de una concepción objetivista de la moral que, al interior de sociedades democráticas y pluralistas ¾como, dicho sea de paso, ha querido el Constituyente de 1991 que se estructurara la colombiana, y así lo dejó plasmado en el artículo 1º constitucional¾, resulta del todo insostenibl.

Y es que la pregunta que podría formularse es, como lo hace Aarnio, ¿qué ocurre si hay dos “Jueces Hércules” ¾en palabras del propio Dworkin¾? Ambos obrarían de forma calificada y racional, pero, naturalmente dos o más “Hércules Juez”, dos o más operadores jurídicos, perfectamente pueden llegar a respuestas no equivalentes ante un mismo supuesto específico, aunque igualmente bien fundadas, a no ser que se parta, como lo hace Dworkin, de la «suposición de valores absolutos», pero éste

«...es un punto de partida muy fuerte. Si uno no acepta este tipo de teoría de los valores, toda la teoría de una única respuesta correcta pierde su base. “La mejor teoría posible” es sólo un postulado filosófico injustificable. Además, nuestra cultura jurídica (occidental) no está basada en tales ideas absolutas. Por consiguiente, la teoría dworkiniana de una respuesta correcta tampoco satisface las necesidades de la dogmática jurídica real» (destaca la Sala¾¾.

Pero para la tesis que defiende la posibilidad de aplicar el principio de unidad de respuesta correcta a todos los problemas jurídicos, el auxilio de la moral convierte en fáciles los casos más difíciles, llenando supuestamente de claridad y completud un ordenamiento que no puede hacer desaparecer por entero lo vago y lo lagunoso, como ocurre en el ordenamiento jurídico. Pero ello obviamente solo se corresponde, como se ha dicho, con una visión objetiva de la moral, que no se aviene con el pluralismo ideológico y la diversidad axiológica presentes en las sociedades que se estructuran sobre la base del respeto a tales valore.

De ahí que en la doctrina sea más frecuente el criterio ¾que la Sala comparte¾, de acuerdo con el cual el principio de “unidad de respuesta correcta” en el razonamiento jurídico, o bien debe rechazarse, ora puede admitirse pero con matices o reservas, apenas como una “aspiración” del operador jurídico, más no como un imperativo que ha de regir su proceder en todos los casos a los que se enfrenta para resolver.

Para comprender el fundamento de estas concepciones, es necesario recordar que la concepción “ideal” de la labor del jurista que interpreta o aplica disposiciones normativas entendidas como reglas, ha sido siempre la subsunción silogística: la premisa mayor será el supuesto contemplado en la norma; la premisa menor el hecho o conducta enjuiciada, y la conclusión la consecuencia jurídica o la decisión. Esta idea fue la que permitió, durante el siglo XIX, concebir al juez como un autómata, un sujeto que valiéndose solo de la lógica y el Derecho llevaba a la práctica las prescripciones legales sin que su criterio o su voluntad aportasen absolutamente nada. Sin embargo, el paso del tiempo pronto se encargó de evidenciar que tal formulación teórica distaba considerablemente de la realidad: la vaguedad del lenguaje normativo ¾como, en general, la de todo el lenguaje¾ hace dudar al intérprete respecto de si el caso que estudia puede encuadrarse o no en el supuesto normativo que estima aplicable; los errores o las diversas valoraciones posibles de la prueba de los hechos pueden dar lugar a una equivocada ¾o, al menos, controvertible¾ formación de la premisa menor; por las más diversas razones puede resultar discutible el alcance de la consecuencia jurídica o de la decisión a adoptar en el caso concreto, etc.

De ahí que hiciese carrera la distinción efectuada, entre otros autores, por Robert Alex¾¾, entre los ámbitos de justificación interna y externa de las decisiones jurídicas. En el ámbito de la justificación interna se trata de establecer si la decisión se deriva lógicamente de las premisas que se aducen como fundamentación; a los problemas vinculados con este ámbito de la justificación se les ha denominado «silogismo jurídico. Aquí no se discute sobre la corrección de las premisas utilizadas para la fundamentación, pues eso será objeto de la justificación externa. Sin embargo, no es infrecuente el que se interprete la exigencia de deducibilidad lógica de la decisión, como si la fundamentación jurídica se circunscribiera solo a la deducción que se efectúa a partir de normas previamente dadas. Pero este entendimiento desconoce que la fundamentación de las decisiones en los “casos difíciles” demanda muchas veces recurrir a una serie de premisas que ni siquiera son extraíbles del Derecho positivo, cuya justificación concierne a la justificación extern.

Por su parte, el objetivo del ámbito de la justificación externa es la fundamentación de las premisas utilizadas para la justificación interna, premisas que pueden ser de diverso tipo, cada uno de los cuales se corresponde con un método distinto de justificación. Así, una de esas modalidades de premisa son las reglas de Derecho positivo, cuya fundamentación consiste en acreditar su conformidad con los criterios de validez del sistema jurídico en el que se integran; otra modalidad son los enunciados empíricos, cuya fundamentación puede llevarse a cabo por muy variados caminos ¾por ejemplo, los métodos de las ciencias empíricas, las máximas de la presunción racional o incluso las reglas de la carga de la prueba en el proceso¾, y, finalmente, en un tercer tipo de premisa encontraríamos aquellas que no son encuadrables en ninguno de los dos anteriores ¾ni reglas positivas ni enunciados empíricos¾ y para cuya fundamentación se recurre a la denominada «argumentación jurídica». El objeto de la argumentación jurídica es, por tanto, la justificación de este tipo de premisa.

El planteamiento básico de autores como Neil MacCormick ¾quien además de partir de la distinción entre los dos ámbitos de justificación de las decisiones que se viene de referir, descarta la operatividad del principio de unidad de respuesta correcta a todos los problemas jurídicos¾ consiste en afirmar que si bien la tarea de justificar una decisión práctic supone ineludiblemente una referencia a premisas normativas, dicha referencia ha de conducir a la elección de una o varias premisas normativas últimas que no son el resultado de una cadena de razonamiento lógico-deductivo. Y si bien ello no significa que no se pueda presentar ningún tipo de razón en favor de tales enunciados normativos últimos, lo que sí deja en claro es que los argumentos formulables no pueden ser considerados como razones concluyentes en cuanto fruto de una inferencia lógica, sino razones que involucran la dimensión subjetiva ¾que no caprichosa¾ del operador jurídico, aunque, eso sí y se insiste, no se trata de consideraciones puramente emotivas, sino de verdaderos argumentos que deben buscar el rasgo de la universalidad ¾posibilidad de ser generalizados para resolver, a futuro, casos similares en sus aspectos sustanciales. En suma, a su juicio es perfectamente posible que dos o más personas honestas y razonables puedan discrepar en relación con un concreto asunto, y las razones que les llevan a invocar determinadas premisas últimas en las cuales fundamentar sus posiciones, involucran no solamente su estricta racionalida.

Así pues, para MacCormick es menester reconocer la existencia de límites a la racionalidad ¾esto es, al razonamiento lógico-deductivo¾, como quiera que ésta ya no opera desde aquel momento de la argumentación en que se llega a la necesidad de realizar elecciones últimas entre principios y/o sistemas de vida mutuamente incompatibles. Ahora bien, a pesar del reconocimiento de la existencia de dichos límites, MacCormick mantiene la tesis de que en algunos casos la justificación jurídica tiene un carácter estrictamente deductivo, basándose en la distinción entre casos claros y casos difíciles, de manera que a diferencia de lo que ocurre tratándose de éstos, cuando han de resolverse aquellos la justificación de la decisión es simplemente una cuestión de lógica deductiv.

En esta misma dirección apunta su afirmación en el sentido de que por más que los legisladores se empeñen en evitarlo, siempre habrá conflictos interpretativos entre reglas, para cuya solución suele ser necesario acudir a «razones de orden superior» («second-order justification»), que pueden ser principios jurídicos, y éstos, a su vez, frecuentemente entran también en colisión, con lo cual ante la necesidad de resolver un caso, no es extraño hallarse frente a la situación en que cada alternativa posible de solución viene amparada por un principio general del Derecho, debiendo entonces buscarse razones que justifiquen una elección. Se está aquí en presencia del ya comentado punto de las opciones últimas, respecto del cual insiste MacCormick en que las razones en las que se fundamentará la elección, si bien pueden llegar a considerarse correctamente justificadas, no permiten en cualquier caso ser calificados como concluyente.

En este orden de ideas, habría que coincidir con la lectura de MacCormick de acuerdo con la cual la necesidad de recurrir a «razones de orden superior» o «de segundo orden» para la resolución de los casos difíciles ¾como expone este autor¾, que se traduce en la posibilidad de adoptar la premisa mayor que utilizará el operador jurídico para resolver dichos casos, eligiéndola sobre la base de argumentos que implican el recurso a criterios valorativos no proporcionados por el ordenamiento, precisamente eso, es en lo que consiste la discrecionalidad. Ésta se deriva, por consiguiente, del hecho de que en esos casos difíciles, el ordenamiento no proporciona una única respuesta correcta sino que existen varias admisibles de manera concomitante, con lo cual la elección entre ellas no puede apoyarse en principios provistos por el sistema mismo y así el operador jurídico configurará la premisa mayor de su razonamiento de conformidad con sus propios criterios de valor, justicia, utilidad pública, beneficio social, et.

Robert Alexy es otro de los autores que en la filosofía del Derecho contemporánea descarta la operatividad de la idea o principio de la unidad de respuesta correcta como un “dato” a asumir, con carácter general, en el razonamiento jurídico. Alexy formula una serie de reglas y condiciones a las cuales la argumentación debe ceñirse o que deben concurrir, con el propósito de que el resultado del discurso argumentativo pueda ser considerado como raciona.

Ahora bien, incluso el cumplimiento estricto de todas las comentadas reglas y condiciones del discurso jurídico ¾que sería en cualquier caso una situación ideal como quiera que la realidad dista enormemente de posibilitar la existencia de un entramado de circunstancias en las que confluyeran absolutamente todas esas exigencias, y así lo admite el propio Alexy¾ no alcanza para rebasar los límites que el autor reconoce al mismo: una solución que se haya alcanzado respetando todas sus reglas será, efectivamente, una solución racional; pero ello de ninguna manera garantiza que en todos los casos se pueda llegar a una única respuesta correcta, pues frente a un mismo caso las reglas del discurso permiten que varios participantes en él puedan llegar a conclusiones fundamentadas discursivamente ¾y en tal medida racionales¾ pero diversas y hasta incompatibles entre sí.

Ello por cuanto ¾continúa Alexy¾ el consenso en torno a una única solución no tiene por qué seguirse lógica y necesariamente del hecho de que se hayan cumplido todas las reglas y condiciones del discurso, pues el consenso en torno a una específica cuestión normativa implica el ámbito de lo sustantivo, mientras que las mencionadas condiciones y reglas del discurso a este respecto tienen apenas alcance formal. Una garantía plena de consenso en todos los casos solo podría desprenderse de la inaceptable premisa empírica de que no existen desigualdades antropológicas entre los hombres que se opongan al discurso o de que se puede pronosticar con absoluta certeza cómo procederán los participantes en el mismo. Pero como ello no es así, tal garantía de consenso no puede ni excluirse ni ser admitida de anteman.

Así pues, el concepto de corrección «sólo tiene un carácter absoluto en cuanto idea regulativa», con lo cual «no presupone que exista ya para cada cuestión práctica una respuesta correcta que sólo haya que descubrir. La única respuesta correcta tiene más bien el carácter de un fin al que hay que aspirar» y, en ese sentido, obliga a todos los participantes en el discurso a «plantear la pretensión de que su respuesta es la única correcta», pues habrá casos a los que resulte posible atribuir una respuesta como la única correcta ¾salvando la dificultad de establecer cuáles serían los mecanismos para demostrar que es así¾ , pero como no existe a priori seguridad sobre cuáles son esos casos, «merece la pena procurar en toda cuestión encontrar una única respuesta correcta. Por ello, la teoría del discurso tiene como base una concepción absolutamente procedimental de la corrección» (sólo la última cursiva en el texto original.

De acuerdo con lo anterior, la aceptabilidad racional ¾que, habría que convenir, constituye el objetivo del razonamiento jurídico¾ no tiene nada que ver con la dicotomía verdadero-falso, lo cual excluye a las posiciones normativas del ámbito de la verdad o falsedad, e impone rechazar la doctrina de la unidad de respuesta correcta a los problemas jurídicos, como única conclusión que puede derivarse del relativismo axiológico inherente a una sociedad democrática y pluralist. Ello no quiere decir que la argumentación jurídica carezca de sentido o de eficacia práctica, como quiera que, en palabras de Aarnio, el objetivo de la democracia no es alcanzar resultados verdaderos, sino

«lograr un consenso representativo sobre el sistema de valores que se encuentra en la base del orden jurídico. Este es el núcleo de la concepción occidental de la democracia (...) Por ello, el relativismo axiológico moderado no es más que una parte de la exigencia de democracia. Expresa un ideal del manejo de los asuntos sociales; su objetivo es producir resultados apoyados por aquellas personas razonables que representan los valores adoptados y aceptados en general por la sociedad. Así pues, no se trata de cualquier tipo de consenso o de un consenso al que se hubiera llegado por casualidad». Desde esta perspectiva, la relevancia de una alternativa de solución a un problema jurídico respecto de otra, «no está basada en la presión de argumentos persuasivos o en la mera autoridad formal sino en la fuerza racional de la justificación». Con ello quedan igualmente satisfechas las expectativas de certeza jurídica y de legitimidad social de las decisione.

Por consiguiente, la posibilidad de hallazgo de una sola respuesta correcta dentro del campo de la inferencia jurídica queda reducida al caso trivial en el que todos los factibles intérpretes coincidan de una vez y para siempre no solo en la escogencia de las premisas, sino también en la aceptación de las reglas de derivación de las conclusiones, cúmulo de eventualidades de tan infrecuente concomitancia cuya improbabilidad hace innecesario argumentar sobre lo irrelevante de semejante cas” (salvo los expresamente referidos en el texto del cita, los énfasis fuera del texto original).

De manera que si se sostiene ¾como lo ha sostenido la Sala, según se viene de traer a colación¾ que el principio de unidad de respuesta correcta o de solución justa a los problemas jurídicos debe ser desestimado o, como mucho, reconocido como una mera aspiración del operador jurídico que se desenvuelve en una sociedad democrática y pluralista; que, consiguientemente, la posibilidad de hallazgo de esa única respuesta correcta queda reducida a los eventos en los cuales todos los factibles intérpretes coincidan de una vez y para siempre no solo en la escogencia de las premisas, sino también en la aceptación de las reglas de derivación de las conclusiones y que, finalmente, en el ámbito de la moral la existencia de los referidos eventos debe quedar descartada de antemano como quiera que en una sociedad estructurada sobre la base del pluralismo moral deben poder coexistir disímiles éticas privadas, concepciones de lo bueno o de lo correcto que compiten entre sí, devendrá imposible que, en asuntos éticos, todos los individuos coincidan en la identificación de las mismas premisas morales y de idénticas reglas morales de derivación de las conclusiones, para un mismo supuesto específico que se vislumbre o se analice desde la perspectiva de diversas concepciones morales o éticas privadas o individuales.

Lo dicho vuelve a destacar la importancia, cuando de la regulación de asuntos que de algún modo conciernen a la diversidad de concepciones éticas o morales existentes en una sociedad pluralista se trata ¾regulación de tales asuntos por parte de los poderes públicos constitucionalmente llamados a efectuarla, según se explicó en el apartado inmediatamente precedente¾, la importancia, digo, de que tales decisiones colectivas, de que tales regulaciones, se lleven a cabo siguiendo el procedimiento impuesto por los principios democrático y discursivo, los cuales posibilitan la obtención de consensos o, cuando menos, de acuerdos mayoritarios, pues dado que no existen respuestas correctas únicas, desde el punto de vista moral ¾entiéndase moral individual, de la ética privada¾ la dignidad humana y la autonomía moral del individuo demandan que ninguna de las posibles respuestas al mismo caso, cada una con arraigo en una determinada ética privada, sea impuesta respecto de las otras, sino que la cuestión se dilucide reconociendo en cada uno de los interesados en resolver el punto, no obstante lo diverso de su moral o de su ética particular, un interlocutor libre, con igualdad de derechos y de aspiraciones a la realización moral, con quien, por tanto, estos asuntos han de consensuarse o, simplemente, discutirse ¾y resolverse¾ con fundamento en la operatividad del principio democrático.

La imposibilidad de sostener que el principio de unidad de respuesta correcta opera frente a todos los problemas jurídicos y frente a todos los problemas morales pone de presente la importancia que reviste que el contenido de la moralidad pública sea determinado con fundamento en los principios democrático y discursivo, arribando a consensos o a acuerdos o a decisiones mayoritarias y por parte de los órganos constitucionalmente llamados a adoptar ese tipo de determinaciones, en consideración a su legitmidad democrática directa. Esta premisa excluye, como alternativa legítima de configuración de la moralidad pública, la imposición de su contenido y/o el que el mismo sea decidido por instancias carentes de legitimidad democrática directa que les avale para adoptar, discursiva y democráticamente, decisiones que interesen a todos los coasociados.

4. Los motivos de la inconstitucionalidad de la caracterización del derecho colectivo a la moralidad administrativa efectuada por la Sala en la providencia respecto de la cual se formula el presente salvamento de voto.

Una vez provisto del marco conceptual que se ha dejado expuesto en los apartados anteriores, procederé a precisar cuáles son los elementos de la argumentación que sustenta la decisión de la Sala de la cual me aparto que, atendiendo, precisamente, a la exposición que se viene de efectuar, a mi entender fuerzan la conclusión consistente en que la configuración que del derecho colectivo a la moralidad administrativa se efectúa en la sentencia a la cual se refiere el presente salvamento de voto, resulta contraria a la Constitución Política. Con tal propósito y a efecto de dar cierto orden a la explicación de los fundamentos de mi desacuerdo, organizaré en tres grupos los argumentos de la Sala de los cuales me aparto y expondré, en relación con cada grupo y a medida que se vayan refiriendo los correspondientes planteamientos, las razones de mi disconformidad para con los mismos.

Con apego a dicha metodología, las tres ideas que resumen, a mi entender, sendos yerros en los cuales incurre la construcción teórica de la Sala en punto a la caracterización del mencionado derecho colectivo, son las siguientes:

(i) La Sala no distingue suficiente y adecuadamente los ámbitos de la ética o la moral privada, de un lado y, de otro, de la ética o la moralidad pública, confusión que la lleva a sustentar su argumentación, en algunos apartes, en planteamientos más propios de la primera que de la segunda;

(ii) La Sala no define con claridad cuál es el procedimiento a través del cual la moral ¾privada¾ puede acceder al Derecho para, de este modo, posibilitar que asuntos en determinado momento sólo de interés para aquélla, puedan pasar a ser regulados por éste ¾y a formar parte, consiguientemente, de la moralidad pública¾ y esa falta de definición la lleva a hacer referencia a unos mecanismos de acceso de la moral al Derecho que resultan contrarios a varios de los más importantes principios que sustentan el Estado Social y Democrático de Derecho o, dicho de otro modo, que desconocen la moralidad pública subyacente a éste y

(iii) La Sala atribuye al juez popular un papel que constitucionalmente no le corresponde en punto a la incorporación de criterios morales al ordenamiento jurídico, con el fin de exhortar a que el funcionario judicial configure el derecho colectivo a la moralidad administrativa más allá de los límites trazados por el principio ¾o “bloque”, en la terminología de Maurice Hauriou atrás referida¾ de legalidad.

4.1. La falta de distinción suficiente y adecuada entre los ámbitos de la moral privada y de la moralidad pública y la ¾indebida¾ irrupción de la primera en la fundamentación de la sentencia de la cual se discrepa.

La Sala da inicio a su argumentación ocupándose del concepto de moralidad y de explicar cuáles son, a su entender, las relaciones que se tejen entre las que denomina “moral individual” y “moral social” y atribuye a “la razón y la conciencia moral” el carácter de herramientas con las cuales el hombre, mediante la reflexión en torno a “los comportamientos más adecuados”, puede descubir “los valores más útiles para cada persona y para la sociedad”. Sin embargo, la propia Sala considera que este procedimiento enfrenta algunas debilidades derivadas de la natural condición humana que aconsejan, en lo posible, la adopción de una moral objetiva que pueda ser impuesta a todos los coasociados. En la anotada dirección, sostuvo la Sala:

“Existe, no obstante, una deficiencia en ese proceso de construcción de la moral individual, como base de la existencia de una ética aplicada, lo que hace dudar de la capacidad de definir, por sí solo, lo que es ético y lo que no lo es. Pensar lo contrario constituye una ética ingenua. Se trata de que no es posible confiar en que todos los hombres coincidirán en dictarse las mismas normas morales -por lo menos las más importantes-, con el mismo contenido y el mismo nivel de vinculación, logrando así que la observancia de una conducta se generalice. Este riesgo crece porque existen hombres que no están dispuestos a dictarse reglas de conducta buenas, que limiten su capacidad de obrar, es decir, sujetos que actúan sin prejuicios éticos, y que prefieren actuar, frente a los demás, usando la fuerza, la astucia, el engaño, entre otros antivalores.

Se debe aceptar y reconocer, moralmente hablando, la existencia de esta condición humana, es decir, la incapacidad que demuestran algunos individuos para dominar sus pasiones, e incluso la preferencia por convivir con ellas.

(...)

En los términos más simples de la axiología, es claro que la superación de la condición humana natural supone tener la actitud decidida de vencer las pasiones, es decir, las inclinaciones humanas más bajas que hacen que el hombre tenga ciertos sentimientos y, luego, ciertos comportamientos egoístas para con el resto de la humanidad. Esa inclinación a ser dominado por las sensaciones y sentimientos más bajos debe combatirla el mismo hombre, hasta sobreponerse de esta condición y superarla con ayuda de sentimientos más nobles, que hacen más humana la existencia en el mund

.

Este hecho pone en cuestión la convicción de algunos, sana pero también ingenua, de que el hombre, sólo, puede actuar bien; de manera que es necesario construir y reclamar una moral objetiva, exigible y oponible a todas las personas, que no dependa, por tanto, de la voluntad soberana del individuo, y que pueda imponerse a cualquiera que viva en la sociedad” (subrayas fuera del texto original).

En el apartado número 2 del presente salvamento de voto, al ocuparnos de diferenciar la ética o moralidad pública de la ética o la moral privada, señalamos cómo aquélla es una moral o una ética procedimental, toda vez que no señala criterios ni establece conductas obligatorias para alcanzar la salvación, el bien, la virtud o la felicidad, así como tampoco se ocupa de indicar cuál debe ser el plan de vida de cada individuo, sino que su propósito se concreta en fijar criterios con base en los cuales la sociedad y el Estado deberían estructurarse y funcionar de manera que se constituyan en el escenario dentro del cual cada ser humano pueda escoger y realizar libremente su proyecto de vida particular, su específica ética privada, mientras que ésta, la que ahora pregona la Sala, por el contrario, sí es una ética de contenidos y de conductas que señala criterios para la salvación, la virtud, el bien o la felicidad, es decir, una moral que diseña planes concretos de vida para los individuos.

Pues bien, a lo largo del presente salvamento de voto hemos insistido en que la moralidad que informa la manera de organizarse y de funcionar el Estado Social y Democrático de Derecho es la moralidad pública y no una concreta concepción moral o ética privada, es decir, que la moralidad con vocación de servir de soporte a las actuaciones de las autoridades públicas es aquella que, habiéndose incorporado al ordenamiento jurídico, tiene una naturaleza procedimental y neutral, en la medida en que no defiende concepción alguna de lo bueno o de lo correcto o de lo conducente a la felicidad, sino que establece el procedimiento y las condiciones de conformidad con las cuales las decisiones que afectan a toda la colectividad deben ser adoptadas, de manera que ese procedimiento y esas condiciones garanticen la dignidad humana y la autonomía moral del individuo. Lo dicho supone que si una determinada decisión de una autoridad pública y, más concretamente, una decisión judicial, ha de sustentarse en argumentos de naturaleza moral, los argumentos morales que resultan relevantes para el Derecho son aquellos que forman parte del Derecho mismo por integrar la noción de moralidad pública, cuyo contenido se ha explicado profusamente a lo largo del presente voto disidente.

De manera que, a nuestro entender, resulta desde todo punto de vista extraño al razonamiento y al ejercicio argumentativo propio de cualquier decisión judicial ¾y con mayor razón aún tratándose de una sentencia proferida por el Tribunal de cierre de una jurisdicción, como es el caso del Consejo de Estado como Tribunal Supremo de la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo¾ que los fundamentos de la misma contemplen o contengan, así sea por vía de obiter dicta, elementos de argumentación propios de concepciones morales individuales o privadas, justificaciones extraídas de comprensiones de lo bueno o de lo correcto defendidas desde determinadas formulaciones éticas particulares, como evidentemente ocurre con los apartes recién transcritos de la posición mayoritaria de la Sala, en la cual se esgrimen comprensiones morales sustantivas relacionadas con una específica manera de ser manejadas las pasiones, las sensaciones, los estados de ánimo, etcétera, por parte de los seres humanos, asunto que escapa, enteramente, al ámbito de la moralidad pública, como quiera que frente a tal tipo de asuntos, válidamente, pueden mantenerse posiciones discordantes desde la perspectiva de otras concepciones éticas individuales.

Así por ejemplo y sólo con el propósito de ilustrar cómo la postura que se asume por la mayoría de la Sala en relación con el referido asunto del manejo de las pasiones, las sensaciones, las ambiciones o los estados de ánimo por parte de los individuos no constituye, es más, no puede constituir una comprensión uniforme en una sociedad pluralista, referiré, a continuación, algunos elementos de la concepción filosófica defendida, entre otros autores, por Bernard Mandeville, a cuyo entender la forma en la cual habría que valorar y gestionar, en aras del interés general, situaciones, comportamientos o circunstancias como los abordados por la Sala en el aparte recién referido del pronunciamiento del cual me separo, resulta completamente disímil de lo sostenido en dicha sentencia por la posición mayoritaria de la Sección Tercera.  

Mandeville introduce su obr con una breve alegoría rimada de una colmena ¾la “Fábula de las Abejas”¾, en la cual describe la deshonestidad y el egoísmo que reina en dicha colmena: comerciantes, abogados, doctores, ministros del culto, jueces y estadistas, todos, son viciosos y, sin embargo, su perversidad es la materia prima de la cual se nutre el complicado mecanismo social de un gran Estado, a cuyos habitantes se ve

“... empeñados por millones en satisfacerse

 mutuamente la lujuria y vanidad.

Así, pues, cada parte estaba llena de vicios,

pero todo el conjunto era un Paraíso” (Fábula, pp. 11 y 14).

Sin embargo, a las abejas no les resultaba satisfactorio ver sus vicios entremezclarse con su prosperidad, de suerte que todos los tramposos e hipócritas denigran del estado moral de su país y piden a los dioses establecer la honestidad, circunstancia que promueve la indignación de Júpiter, quien inesperadamente otorga a la colmena su deseo, de modo que al perder sus vicios, pierde la colmena su grandeza y ello da lugar a la moraleja:

 “Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan

 por hacer de un gran panal, un panal honrado.

 Querer gozar de los beneficios del mundo

 y ser famosos en la guerra, y vivir con holgura,

 sin grandes vicios, es vana

 utopía en el cerebro asentada.

 Fraude, lujo y orgullo deben vivir

 mientras disfrutemos de sus beneficios (...)

 igualmente es benéfico el vicio

 cuando la Justicia lo poda y limita;

 y, más aún, cuando un pueblo aspira a la grandeza,

 tan necesario es para el Estado

 como es el hambre para comer (Fábula, p. 21).

El análisis del mundo que Mandeville lleva a cabo a la luz de la moraleja derivada de esta fábula le hace imposible encontrar la virtud, pues sostiene no haber descubierto, buscando en todo lo que quiso, ninguna acción ¾ni siquiera entre las más laudables¾ dictada exclusivamente por la razón y completamente exenta de egoísmo; a su entender, los asuntos del mundo jamás se desenvuelven obedeciendo a una concepción trascendente de moralidad, de manera que concluye que si se suprimieran todos los actos, salvo los debidos al desinterés, a la idea pura de bondad o al amor a Dios, cesaría el comercio, las artes se harían innecesarias y la mayoría de los oficios quedarían abandonados, como quiera que todas estas actividades sólo existen para servir apetitos puramente mundanos, los cuales, según el análisis de Mandeville, son todos, en el fondo, egoístas. Así las cosas, resulta una deducción obvia que, si todo es vicioso, también las cosas provechosas para la sociedad proceden de causas viciosas y de ahí que sostenga que los vicios privados constituyen beneficios público

¾¾.

Sea de este debate lo que fuere, lo cierto es que, como se ha puesto de presente, la pluralidad de posiciones ¾aquí han quedado patentes apenas dos, pero muy probablemente resultaría viable proponer varias más¾ que en relación con este asunto ¾como ocurriría respecto de cualquier tema propio de la ética privada¾ pueden ser asumidas, deja ver, a las claras, la imposibilidad de identificar, en materias que conciernan a la moral individual, únicas respuestas correctas o únicas respuestas justas, por las razones ampliamente referidas en el apartado número 3 del presente pronunciamiento.

El pluralismo moral característico de las sociedades democráticas contemporáneas impide, como también se explicó y justificó antes, que alguna de las concepciones morales existentes en relación con determinado asunto ¾como el que ocupó la atención de la Sala en el aparte recién transcrito del fallo comentado¾ se imponga sobre las demás, como quiera que ello supondría desconocer la dignidad humana y la autonomía moral de los individuos que profesan o defienden otras perspectivas éticas o morales particulare. Lo dicho no quiere significar, según también se explicó, que cuestiones propias de la ética privada no puedan ser llevadas a la deliberación y al debate públicos e, incluso, a que con fundamento en las reglas de juego derivadas del proceso democrático, pasen a ser reguladas por el Derecho y a formar parte de la moralidad pública.

Pero cosa completamente distinta, ilegítima y contraria a Derecho, es que el juez traiga a colación en sus decisiones, con el fin de sustentarlas, concepciones morales individuales para, sin procedimiento deliberativo y democrático alguno ¾los cuales no se encuentra constitucionalmente autorizado a desplegar, como quiera que no es la instancia llamada, dentro del poder público, a ponerlos en funcionamiento¾, imponerlas a la colectividad, trasgrediendo con ello, por las razones suficientemente explicadas en los anteriores apartados del presente salvamento de voto ¾las cuales nos eximen, en este lugar, de reiterar idénticos argumentos¾, capitales principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho recogidos en la Constitución como la dignidad humana ¾sustento de la autonomía moral de un individuo que se concibe como fin en sí mismo¾, el principio democrático ¾artículo 1 constitucional¾, el principio de legalidad ¾artículo 4 de la Carta¾ y el principio de separación de poderes ¾artículo 113 superior¾.

4.2. La falta de definición, por parte de la Sala, de un procedimiento a través del cual, respetando la Constitución, la ética privada pueda acceder al Derecho para, de este modo, posibilitar que asuntos en determinado momento sólo de interés para aquélla, puedan pasar a ser regulados por éste ¾y a formar parte de la moralidad pública¾.

Quizás el aspecto más preocupante, a mi entender, de la postura asumida por la Sala en el fallo del cual me aparto ¾como quiera que, precisamente, creo que de él se desprenden las demás aseveraciones en relación con las cuales he venido y continuaré dejando expresas y explicitadas mis discrepancias¾, consiste en que la posición mayoritaria no definió ni comprendió, con claridad, cuáles son el camino, los órganos y los procedimientos que, en un Estado Social y Democrático de Derecho, posibilitan la entrada de la moral en el sistema jurídico, esto es, la intercomunicación entre la ética pública y la ética privada. Tales camino, órganos y procedimiento no son otros que la puesta en marcha de las reglas derivadas de los principios discursivo y democrático por parte de todos los ciudadanos, directamente o a través de sus representantes democráticamente elegidos ¾según se explicó en el apartado 2.1 del presente salvamento de voto¾, como quiera que ésa es la única manera de regular las condiciones de la vida colectiva garantizando la autonomía moral de los individuos y la aspiración que dicha autonomía plantea en el sentido de que sean los destinatarios de la normatividad estatal quienes autolegislen en relación con los asuntos que a todos interesan. En punto a estos elementos de la noción de moralidad pública inherente a un Estado Social y Democrático de Derecho, no reiteraremos lo ya explicado en apartados anteriores y, por tanto, a ello nos remitimos.

Empero, la Sala no deja para nada claro cuál es ¾o cuál debe ser¾, a su entender, el referido procedimiento que resulta menester seguir para permitir que la ética privada acceda a la moralidad pública y, por el contrario, las aseveraciones que en este sentido se llevan a cabo en la sentencia de la cual discrepo dan lugar a que aparezcan serias preocupaciones tanto desde la perspectiva de la moralidad pública que se dejó perfilada en el acápite número 2 de este salvamento de voto, como en clave de análisis de constitucionalidad, dos perspectivas o ángulos, al final, íntimamente imbricados. Para evitar una posible desinteligencia de los argumentos de la Sala a este respecto, he preferido transcribirlos antes que sintetizarlos, no obstante su extensión:

“A esta moral, de carácter social y pública, le corresponde la tarea de construir y sugerir un comportamiento debido, a partir de una escala de valores aceptada por los miembros de la comunidad. De hecho, una ética que no se universalice difícilmente permitirá que surjan las condiciones para vivir con tranquilidad en la sociedad política.

Esta actitud trasformadora da el paso de la moral privada hacia la moral pública, de la moral individual a la social, de la moral subjetiva a la objetiva. Así se garantiza, también, la mínima uniformidad de la conducta ética, sin la cual existiría una desventaja en la existencia para los sujetos morales que actúan por vocación propia, lo que haría imposible vivir en comunidad a los individuos éticos y a los sujetos amorales.

De otro lado, la moral que se comparte socialmente sólo usualmente se alcanza mediante la imposición, a través de las distintas instituciones sociales -como la familia, la empresa, la sociedad civil o el Estado-, lo que contribuye a construir consensos de comportamiento, estimados como éticamente buenos y virtuosos. El óptimo ético, desde luego, consiste en la formación de una voluntad moral universal y uniforme, dictada por todos y cada uno de los individuos de una sociedad concreta, quienes, de manera coincidente, confluyen a proponer, crear y observar un mismo comportamiento, socialmente aceptables.

(...)

No obstante, como la naturaleza humana no ha dado nunca la garantía de que todos los hombres pueden llegar a acuerdos en estas materias, y considerado el riesgo que se corre si algunos individuos se resisten a compartir el mínimo ético que una sociedad concreta exige, entonces ha sido necesario dictar e imponer conductas morales a éstos, quienes sólo por la presión están dispuestos a acatar los parámetros éticos que la sociedad demanda.

(...)

La moral social resulta siendo, en este contexto, un acuerdo, expreso o tácito, sobre los valores y deberes que tienen los ciudadanos para consigo mismo y con los demás.

(...)

Sin embargo, la moral social debería llegar a reflejar los valores construidos por todos los individuos virtuosos de una sociedad, para que, de esa manera, no desaparezcan los valores individuales, y, en su lugar, se reflejen en el espacio donde los hombres comparten con los demás. Este proceso constituye una especie de reproducción, a escala mayor, de los valores individuales, hasta llevarlos, por aceptación generalizada, a la sociedad, representada por las distintas instituciones sociales.

Este proceso de construcción de la moral social, usualmente inducido a través de la educación y la costumbre, pero también por medio de la presión que ejercen algunos órganos sociales fuertes –como la familia, la sociedad civil o el Estado-, busca salvaguardar los valores morales individuales dignos de conservación -como, por ejemplo, el respeto a los derechos fundamentales, la protección al débil, la consideración con los menos favorecidos, el repudio a las mentiras y el engaño, etc.- hasta generalizarlos e incrustarlos como valores sociales, exigibles de todo ciudadano.

Este camino hacia la generalización de la moral, imperceptible a los ojos del individuo común, pero no para los observadores de los procesos de trasformación social –filósofos, sociólogos, sicólogos, y en menor medida abogados- pretende universalizar la moral más provechosa para una sociedad concreta, buscando que adopte lo valores más altos posibles.

Una sociedad éticamente fuerte, no hay duda, generaliza la mayor cantidad de valores posibles en sus ciudadanos, enseñándoles a amar y respetar, por convicción personal, primero que todo, cada uno de los valores estimados como útiles y necesarios para tal fin. No obstante, y en segundo lugar -de ser necesario-, la misma sociedad impondrá a los ciudadanos indiferentes la obligación de respetar los acuerdos éticos, a fin de instituir una sociedad buena y justa, donde se conviva con tranquilidad.

Todo este proceso trascurre en una dialéctica social que oscila entre la actitud natural y espontánea del ciudadano, y la inducción, a través de hechos sociales, naturales e incluso normativos, que asientan la moral pública.

No obstante lo dicho, no puede establecerse una distinción tajante entre la moral individual y la social. Por el contrario, la relación es permanente y se conecta, casi imperceptiblemente, en la conciencia de cada individuo, quien aprecia, determina y juzga, en todo momento, en términos morales, las conductas que debe realizar él o sus congéneres. De esta manera, fluye una especie de comunicación constante entre los dos mundos de la moral, provocando una recreación perseverante y perenne de las actitudes éticas y de los valores morales.

(...)

Este proceso mantiene a la moral activa, en sus distintas facetas, porque se somete a prueba por parte de cada individuo y también de la sociedad, generándose un proceso, a su vez, de revisión constante de su contenido, bien para ajustarlo o bien para modificarlo.

De aquí también se sigue que, al margen de las posiciones iusnaturalistas o positivistas, la moral no siempre es la misma, pues si bien ciertas conductas tienen una alta capacidad de permanecer en el tiempo, no necesariamente todos los comportamiento morales subsisten iguales: unos surgen, otros se trasforman y algunos más desaparecen.

De otro lado, la idea de moral social, por su misma forma de construcción, y también de imposición, es bastante más compleja que la moral individual, en cuanto a los medios de los cuales se sirve para implementarla. De hecho, a ella le corresponde asumir la tarea de unificar el sentido de moral de la comunidad, y socializar sus contenidos, sin sacrificar la moralidad individual que permanece, siempre, en el interior de cada sujeto, en constante ebullición.

Esta complejidad también se distingue en el hecho de que su debida apreciación, y posterior paso a la formulación universal, requiere de complejos y delicados juicios de comprensión del entendimiento humano, a fin de extraer de cada sujeto lo bueno moral y luego extenderlo, con posibilidades de éxito, sobre el grueso de la capa social” (subrayas, cursivas y negrillas, fuera del texto original).

 a. El aparte recién trasncrito de la providencia respecto de la cual se formula el presente salvamento de voto permite apreciar que la posición mayoritaria de la Sala no definió un procedimiento claro a través del cual las pautas morales individuales podrían pasar a convertirse en regulaciones jurídicas, es decir, un procedimiento unívoco y preciso que haga realidad la intercomunicación entre las dimensiones de la ética privada y de la ética pública, a través de la entrada de regulaciones contenidas en aquélla, dentro del territorio propio de ésta. Nótese que, en algunas frases, la Sala al parecer hace referencia a que en lo que consiste el aludido procedimiento es en una especie de retroalimentación entre ética o moralidad pública y moral privada, de suerte que las regulaciones normativas van y vienen de un plano a otro, de manera un tanto indistinta o, incluso, casi automática; en otros apartados del texto, se hace referencia a que el proceso de identificación de la moral social o de la moralidad pública es una tarea que sólo resulta posible acometer a un grupo de eruditos o de virtuosos a quienes se atribuye la capacidad de identificar las más relevantes y plausibles concepciones de lo bueno o lo correcto en la sociedad para incorporarlas, según su leal saber y entender, en la moralidad pública, en el ordenamiento jurídico; en fin, en otros segmentos de la argumentación se sostiene, sin ambages, que la mera imposición a la colectividad, por parte de instituciones o grupos sociales poderosos, es el vehículo a través del cual se generaliza la moralidad pública en la sociedad.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que para la posición mayoritaria de la Sala en el presente asunto ningún papel juegan ni el principio democrático, ni el procedimiento discursivo, ni la trascendencia que para el verdadero ejercicio de la autonomía moral por parte de los individuos reviste el conjunto de condiciones que a tal efecto proporcionan el subsistema de los derechos fundamentales, los principios estructurales del Estado Social y Democrático de Derecho y los valores fundantes del mismo. De esa línea de pensamiento se deduce que para la Sala ninguna relevancia tiene ¾al menos en el referido pronunciamiento no se hace explícita¾ la consideración de acuerdo con la cual en un Estado Social y Democrático de Derecho es el origen y el procedimiento democrático y discursivo de las regulaciones jurídicas atinentes a asuntos morales el rasgo que las dota de legitimidad y no su conformidad con o su apartamiento respecto de concepciones morales privadas pretendidamente preexistentes.

Esta capital inadvertencia en la cual incurre la Sala desconoce la centralidad del principio democrático como cauce a través del cual puede incoporarse la moral en el Derecho en el diseño conferido por la Constitución Política al Estado Colombiano; deja de lado que sólo la operatividad del procedimiento discursivo y el funcionamiento de las reglas derivadas del comentado principio democrático constituyen el único íter procedimental de adopción de las decisiones que interesan a todos los coasociados, directamente o a través de sus representantes democráticamente elegidos, que respeta la autonomía moral del individuo, su dignidad humana y su potencialidad autorreguladora de las condiciones de la vida social.

Y es que alternativas prohijadas por la mayoría de la Sala como la imposición de la moralidad pública a la colectividad toda, por parte de instituciones o grupos sociales influyentes o poderosos, al margen del Estado y prescindiendo del procedimiento democrático, eliminan la autonomía moral del ciudadano, convierten al individuo en un medio y no un fin en sí mismo y, en una palabra, en la medida en que suprimen la dignidad humana, hacen nugatorias las razones que dan lugar a y justifican la existencia de la organización estatal misma. Por otra parte, opciones como la consistente en que la moralidad pública sea “revelada” por el conjunto de eruditos o de hombres virtuosos de una colectividad nos regresa a épocas en las cuales la democracia era limitada ¾como quiera que operaban figuras como el sufragio censitario y el sufragio capacitario¾, con fundamento en la “incapacidad” de la mayoría de los ciudadanos para discernir correctamente entre lo bueno y lo malo, debido a la insuficiencia de sus posibilidades económicas, profesionales o culturales, argumentación ésta que, hoy en día, más allá de desconocer varios principios fundantes del Estado ¾como la libertad, la igualdad y la solidaridad¾ podrían suponer, así fuese de manera indirecta, una legitimación a condiciones sociales que limitan la libertad, no garantizan la igualdad o no hacen efectiva la solidaridad, es decir, condiciones en las cuales no es posible desplegar una existencia digna ni realizar, de manera real y efectiva, proyecto moral individual alguno. De ahí que Habermas haya sostenido, con razón, que

“[L]as regulaciones jurídicas pueden, ciertamente, arbitrar mecanismos para que los costes de las virtudes ciudadanas cuyo ejercicio se reclama y exige, puedan permanecer bajos y sólo hayan de pagarse en moneda pequeña. La comprensión del sistema de los derechos en términos de teoría del discurso dirige la mirada hacia ambos lados. Por una parte, la carga de la legitimación de la producción del derecho se desplaza y no se hace recaer tanto sobre las cualificaciones o virtudes de los ciudadanos como sobre los procedimientos jurídicamente institucionalizados de formación de la opinión y la voluntad comunes. Por otra, la juridificación de la libertad comunicativa significa también que el derecho ha de abrirse a fuentes de legitimación de las que no puede disponer a voluntad” (énfasis añadido.

b. Si se sostiene ¾como en esta ocasión lo hace la posición mayoritaria de la Sala¾, además, que la moralidad, tanto pública como privada, no es estable, que cambia o se modifica con el transcurso del tiempo y a ello se suma la inexistencia de un procedimiento formalizado para la incorporación de dimensiones de moral en el ordenamiento jurídico, de suerte que resulte posible establecer cuándo una prescripción moral ha entrado a formar parte de la moralidad pública o cuándo la ha abandonado, el resultado será la absoluta imposibilidad de conocer cuál es el contenido de la moralidad pública a la cual debe sujetarse la gestión de las autoridades en un determinado momento histórico. Semejante cuadro de circunstancias acarrearía una creciente inseguridad jurídica y una total imprevisibilidad tanto respecto de las normas a las cuales los poderes públicos han de ceñir sus decisiones o su actividad, como en relación con los parámetros de control que podrá utilizar como referente el juez al momento de fiscalizar la actuación de una entidad pública. A ello habría que sumar el nada baladí efecto dañino consistente en que, de cara a los administrados, existirán elevadas cotas de incertidumbre en punto a que puedan identificar cuáles son las regulaciones vigentes de la vida en sociedad.

Pero la que quizás se constituya en más peligrosa e indeseable consecuencia que se derivaría de la eventual consolidación de un panorama como el recién descrito no es otra que, tras siglos de haberse librado, desde todos los escenarios ¾con el concurso de la jurisprudencia, de la doctrina y hasta del derecho positivo mismo¾, una frontal lucha contra las inmunidades del poder ¾parafraseando la célebre frase acuñada por Eduardo García de Enterrí

¾, lucha planteada, en lo sustancial, teniendo principalmente en mente la necesidad de someter al Derecho a la totalidad de la acción de las instancias administrativas, al punto de llegar a alcanzarse el reconocimiento y hasta la consagración normativa de un principio general de Derecho animado, esencialmente, por ese propósito ¾el denominado principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes público¾¾¾¾¾, esa batalla se vería definitivamente perdida cuando se admitiese la posibilidad de que el juez, a través de sus pronunciamientos, podría incorporar como parámetros del ejercicio de su actividad, como referente fiscalizador de la actividad de las autoridades públicas, sus propias y personalísimas preceptivas morales individuales, las convicciones arraigadas en su particular ¾e imprevisible¾ ética privada; asì pues, de hacer frente a la arbitrariedad administrativa, habría que pasar entonces a confrontar la ¾aún más díficilmente controlable¾ arbitrariedad judicial.

4.3. La concepción “extensa” del derecho colectivo a la moralidad administrativa, acogida por la Sala, concepción que defiende la concreción del contenido del derecho por parte del Juez, el cual no estará sometido, a tal efecto, a límite alguno derivado del ordenamiento jurídico.

Partiendo de considerar que la equiparación de la moralidad administrativa con la legalidad, la reducción de la misma a los supuestos en los cuales la Administración incurre en desviación de poder, en manifiesta arbitrariedad o en actos de corrupción e incluso la referencia de la moralidad administrativa a los principios generales del Derecho, limitan desmesurada e irrazonablemente el contenido del mencionado derecho colectivo, la Sala considera necesario sostener una concepción “extensa” del mismo, afirmación que es justificada de la siguiente manera:

“En este sentido, no se desconoce que una de las más importantes técnicas de identificación del contenido concreto de la moral administrativa, pero también la más simple y sencilla, es la verificación de la observancia de las normas jurídicas, portadoras, en muchas ocasiones, de valores morales. Sin embargo, este derecho colectivo no lo puede reducir el juez a esta condición, so pena de comprimir su riqueza material.

Esta postura, además, es excesivamente formalista, y carece de sentido lógico ante la abundancia moral de la acción humana y de la actividad pública, así persiga un fin bueno: garantizar la seguridad jurídica, evitando “sorpresas” para la administración pública, por parte de los jueces, quienes en un momento dado podrían considerar que moral es algo al margen de la norma positiva. No obstante, este criterio esconde un sacrificio excesivo al derecho colectivo a la moral administrativa, por varias razones:

En primer lugar, es equivocado asociar, inescindiblemente, legalidad y moralidad -y a la inversa-, porque la ética queda reducida a la ley; cuando el derecho ha superado, hace bastante tiempo, ese atavismo jurídico, pues no toda moral está contenida en la norma, del mismo modo que tampoco toda ley contiene un concepto moral.

Razonar de este manera habría impedido que los derechos fundamentales, como por ejemplo el de la igualdad, sean lo que hoy son: una indagación axiológico-normativa sobre la relación de trato, de carácter material, que se verifica en la norma y también en el caso concreto. Si la Corte Constitucional hubiera procedido de manera diferente habría dicho que la igualdad es lo que la ley diga, en lugar de hacer un juicio de ponderación sobre la circunstancias concretas del caso, para verificar la igualdad de trato.

 En este sentido, habría supuesto que el legislador hizo una ponderación de la igualdad, la cual el juez no podría revisar, so pena de sorprender a la administración que aplica la norma. Con esta forma de razonar y asumir los problemas jurídicos complejos, que involucran la axiología y el derecho, al Estado no se le podría cuestionar la valoración que hace en torno a la igualdad; y del juez se diría que lo pondría en riesgo, sorprendiéndolo con el análisis que hiciera, eventualmente distinto al de la entidad que se controla.

En parte, el inadecuado entendimiento tiene que ver con el hecho de que si la moral fuera la ley misma, entonces el derecho colectivo no sería el de la “moralidad administrativa” sino el de la “legalidad administrativa”. Pero las cosas no pueden ser de ese modo, pues este argumento esconde la supresión de este derecho colectivo, al reducirlo al principio de legalidad rígido, en cuyo caso brilla sólo la legalidad, que tan sólo recoge expresiones morales concretas. Para la Sala no cabe duda que se trata de dos principios jurídicos diferentes, y que so pretexto de evitar el eventual desafuero de los jueces no se puede reducir, siempre, la moral al derecho positivo.

De hecho, si se confundiera la legalidad con la moralidad, la protección de ésta equivaldría a un juicio legal, luego la Constitución no habría agregado valor al ordenamiento jurídico cuando creó el derecho colectivo, pues no sería otra cosa que la misma normatividad, pero reformulada en términos de axiología.

Entre las alternativas posibles de control de la moralidad puede el juez verificar tanto los “fines” de la acción administrativa, como los “medios” empleados para obtenerlos, pudiendo ocurrir que alguno de ellos no tenga prescrito en la ley un modo de acción concreto, no obstante lo cual el mecanismo de actuación empleado podría resultar inmoral.

Estas dos técnicas de control a la moralidad dan cuenta de la amplia posibilidad protectora que tiene el juez para reconducir las acciones administrativas hacia los más correctos modos de obrar. Estas posibilidades requieren, no obstante, ingentes esfuerzos judiciales de comprensión y asimilación del problema, que sólo es posible lograr a través de las acciones populares, no a través de las acciones convencionales que protegen la legalidad pura.

En este orden de ideas, el juez debe verificar si el fin empleado es aceptable, y si los medios para alcanzarlos lo son igualmente. De este modo, puede ocurrir que un fin público inaceptable se realice por medios aceptables, o que un fin público aceptable se lleve a cabo por medios inadmisibles, desde el punto de vista moral. Todos estos aspectos de la acción requieren de un control, y bastaría con que un elemento de la cadena de la realización de las acciones administrativas se rompa, para que la protección, a través de la acción popular, deba actuar.

En ocasiones, la manera de medir estas conductas puede hacerse por intermediación del derecho puro; en otras por medio de la moral pura; otras veces en forma combinada, dando lugar a un amplio espectro de colaboración entre el derecho y la moral, en sus distintas facetas.

De esta manera, deberá ocurrir que la trampa, la astucia, el engaño político, la mentira, el desorden y otras formas de acción u omisión de tinte inmoral, que no siempre dan al traste con la legalidad material o formal de una actuación estatal, deben reconducirse a través de las acciones populares. En este sentido, el mal comportamiento bien puede afectar la moral, sin afectar la legalidad, debiendo el juez popular corregir el comportamiento moral del Estado y sus funcionario. Entre otras cosas, porque no puede creerse que siempre el acto controlado por medio de la acción popular es un contrato o un acto administrativo –susceptibles de confrontarse contra las normas positivas-, pues es claro que las puras actuaciones materiales también pueden amenazar o violar la moral administrativa.

El análisis racional, los principios jurídicos y los valores señalan a la administración lo que es correcto e incorrecto, de la manera aceptada por la sociedad, para lo cual el juez deberá verificar ese comportamiento, hasta determinar si vulnera la moralidad administrativa, sin temor a que esta actitud produzca un desorden social en los valores; por el contrario, debe afianzarlos y asegurarlos.

Desde este punto de vista, no se puede confundir el reto que tiene el juez de hacer efectivo y real el derecho colectivo a la moral administrativa, a través de canales distintos al típico control de legalidad; con la dificultad que existe de controlar la moral pública. Construir una moral aplicada, al lado del derecho y al rededor de éste, es la tarea que se debe acometer para hacer efectiva la Constitución, y contribuir al desarrollo y sublimación de la moral pública, cada vez más perfecta y elevada. El juez de la acción popular, por tanto, debe pasar de buscar en las actuaciones administrativas simples “vicios legales”, a buscar también “vicios morales, ambos con la misma capacidad destructora del ordenamiento jurídico.

Esta situación refleja, de mejor manera, que el juez de la acción popular está invitado –incluso obligado-, por la Constitución y el legislador, a realizar un juicio moral sobre las acciones públicas, sin que deba sentir temor a adentrarse en terrenos movedizos, pues desde 1991 la moralidad administrativa adquirió el rango de derecho, ya no sólo de principio abstracto, y de su mano se debe hacer una nueva lectura de las actuaciones públicas, ya no sólo la de la legalidad, sino también la de la moralidad.

En síntesis, hoy en día es posible desentrañar la moral administrativa en varios lugares, unos más comunes que otros, unos más complejos que otros, unos más grandes que otros: i) al interior de la norma positiva –la Constitución, la ley, los reglamentos, y en general o cualquier norma del ordenamiento jurídico que desarrolle un precepto moral-; lugar en el cual, comúnmente, buscan los abogados la moralidad pública; ii) en los principios generales del derecho y en los concretos de una materia, los cuales mandan, desde una norma, actuar de un modo determinado, aunque menos concreto que el común de las normas positivas. Esta fuente de la moralidad administrativa es menos precisa, pero no por ello menos concreta en sus mandatos. Admite, por esta misma circunstancia, un alto nivel de valoración, pero sin tolerar el capricho. Finalmente, iii) la moral administrativa también se halla por fuera de las normas, pero dentro del comportamiento que la sociedad califica como correcto y bueno para las instituciones públicas y sus funcionarios, en relación con la administración del Estado. Esta fuente de la moral administrativa exige del juez mayor actividad judicial, pero con ayuda de la razón y del sentido común ético puede calificar los distintos comportamientos administrativos a la luz de la moral exigible de quien administra la cosa pública. Este lugar, más abstracto aún que el anterior, exige una ponderación superior, en manos del juez, de la conducta administrativa, a la luz de la ética pública” (subrayas, negrillas y cursivas fuera del texto original).

En relación con los planteamientos que se acaba de transcribir, estimo oportuno dejar expuestas las siguientes apreciaciones, en las cuales se condensan los motivos de mi inconformidad con los aludidos apartes del fallo aprobado por la mayoría:

a. A juicio de la Sala puede considerarse atávico asimilar las nociones de moralidad y legalidad estricta y en eso no le falta razón. Sin embargo, en el presente salvamento de voto no es tal equiparación la que se lleva a cabo, sino que lo que aquí se propone es encuadrar la noción de moralidad pública en el ordenamiento jurídico en su conjunto, en el “bloque de la legalidad”, parafraseando a Hauriou, no simplemente en las normas con rango formal de ley. La comprensión de principio de legalidad que aquí defendemos no sólo es bastante amplia ¾según se explicó en el acápite número 1¾ como quiera que incorpora un conjunto de valores, principios y derechos al parámetro del control de la actividad administrativa por parte del juez, sino que además y concomitantemente, reconoce la existencia de muchos ámbitos morales más allá de los límites trazados por el Derecho ¾luego no se asimilan moralidad y legalidad¾, pero ésa no es una moral relevante para el sistema jurídico más que a efectos de posibilitar, a quienes profesan o han convertido la ética privada de la cual se trate en su proyecto vital individual, realizar su autonomía moral a través de la materialización de su plan de vida.

b. Equiparar lo que la sentencia de la cual me aparto propone que el juez popular lleve a cabo en relación con el derecho colectivo a la moralidad administrativa ¾es decir, completar o extender su alcance con contenidos incorporados, directamente por el juez, desde fuera del ordenamiento jurídico, acudiendo a la moral más allá del Derecho, es decir, a la moral privada¾ con la labor de desarrollo conceptual de los derechos fundamentales realizada por la Corte Constitucional, encierra una falacia consistente en sostener que el Juez Constitucional está autorizado para desentrañar el contenido de esos derechos de algún entramado axiológico o concepción moral ubicados por fuera de la Constitución Política. La Corte Constitucional funge como Juez de la Constitución y, en tal virtud, todos sus pronunciamientos, tanto en sede de acción de tutela como en ejercicio de la función de control de constitucionalidad, están supeditados a los mandatos de la Carta y sólo a ellos, como no podría ser de otro modo atendiendo a lo preceptuado por el artículo 4º superior.

 En consecuencia, la tarea que ha desarrollado la Corte Constitucional en aras de precisar el sentido y los alcances de cada derecho fundamental siempre tiene y debe tener como referente, de un lado, la regulación que la propia Carta Política efectúe del derecho en cuestión y, de otro, el sustrato ideológico, moral y axiológico contenido en la Norma Fundamental, el cual ¾según lo ha sostenido el mismo Alto Tribunal en cuestió¾ se encuentra contenido, en considerable medida, en el Preámbulo de la Constitución, es decir, siempre dentro de la Constitución, dentro del ordenamiento jurídico y no fuera de él, que es a donde estima la Sala que debe acudir el juez popular para integrar el contenido del derecho colectivo a la moralidad administrativa. Éste, ciertamente, requiere de precisión, de integración de su significado para poder ser aplicado a los casos concretos, como concepto jurídico indeterminado que es. Pero la integración de este concepto jurídico indeterminado en particular ¾la moralidad administrativa¾, como la de cualquier otro, si bien supone ¾como tuvo ocasión de precisarlo la Sal¾ la existencia de un margen de elección entre alternativas, con base en criterios objetivos y razonables, implica, asimismo, la obligación de ejercer esa relativa libertad de elección y/o de valoración, siempre dentro de los límites señalados por el ordenamiento jurídico.

La anotada, por lo demás, ha sido la dirección en la cual, hasta la aprobación de la sentencia de la cual me aparto, la Sala había venido precisando la noción de moralidad administrativa, como un concepto vivo y necesariamente incompleto, que debe ser integrado en cada supuesto específico, pero siempre con acatamiento de los límites constituidos por la pluralidad de elementos ¾principios y valores entre ellos¾ que integran el ordenamiento jurídico, sin necesidad alguna de trascenderlo, con los insondables peligros que esto último supone. La posición asumida por la mayoría de la Sección Tercera en la decisión a la cual se refiere el presente salvamento de voto, por tanto, lejos de constituir la corroboración de una tendencia evolutivamente consolidada, refleja un brusco cambio de dirección en la argumentación que, en línea con el hilo expositivo que aquí venimos sosteniendo, había venido reiterando la Sala:

“Así las cosas, es claro que al aplicar la ley, el juez no puede limitarse a examinarla y entenderla en su contenido puramente literal ¾sistema de interpretación que en múltiples oportunidades resulta insuficiente¾, puesto que ello reflejaría una concepción muy restringida del concepto de legalidad, sino que, por el contrario, debe indagar por todos aquellos valores, principios y reglas que constituyen su verdadero sustrato o reflejan su finalidad, con el fin de ubicarla correctamente en el contexto que le corresponde, cuyo marco se encuentra delimitado o, mejor aún, ampliado por el conjunto axiológico que en muchos casos es incorporado de manera expresa por las normas constitucionales y que, en otros, sin perder su carácter supremo, corresponden a los valores, principios y reglas que sirven de orientación, soporte o complemento a la propia Carta Política.

Esa directriz cobra mayor significado cuando se trata de proteger o de tutelar el derecho colectivo a la moralidad administrativa, puesto que la misma sirve para articular de manera adecuada la tarea que en estos casos le ha sido asignada al juez, la cual, por esencia, siempre debe ser de índole jurídica y ha de cumplirse en el plano de la legalidad, pero debe cumplirse en relación con un concepto que sólo en apariencia resulta “meta” o “extra” jurídico, puesto que, en realidad, se encuentra integrado por todos aquellos valores, principios y reglas que sirven de fundamento a la misma ley y que, incluso, forman parte de ella de manera inescindible, abriendo paso así a una concepción integral, ampliada o teleológica de la moralidad.

Sin perjuicio de reconocer y admitir ¾no obstante la dinámica interrelación que permanentemente se presenta entre el derecho y la moral y de los múltiples puntos de contacto que unen a estos conceptos¾, que entre la moralidad y la legalidad existen importantes diferencias, resulta preciso señalar que para garantizar y asegurar la efectividad del derecho colectivo a la moralidad administrativa, el juez popular no requiere abandonar el aludido terreno de la legalidad ¾para adentrarse en el campo de la moral, corriendo el riesgo de fallar cada asunto de manera subjetiva, según sus propias y personalísimas convicciones de índole moral¾, como quiera que el propio concepto de legalidad ¾entendido de manera integral¾, involucra tantos, tan importantes y tan variados valores, principios y reglas, algunos incorporados expresamente a través de normas positivas y muchos otros como sustrato o finalidad de aquellas y, en todo caso, como parte esencial de las mismas, que para lograr ese propósito basta con que en cada caso concreto se examine la respectiva gestión de la Administración Pública ¾la cual puede manifestarse a través de hechos, omisiones, actos, abstenciones, contratos, etc¾, a la luz de ese conjunto de valores, principios y reglas que conforman o sustentan las disposicones constitucionales, legales o reglamentarias que autorizan, asignan o prevén el cumplimiento de las funciones o de las actuaciones a cargo de la correspondiente autoridad administrativa (subrayas fuera del texto original).

 c. Los ejemplos que la Sala plantea como supuestos en los cuales el derecho positivo resulta insuficiente para controlar la actividad de las autoridades públicas ¾y, concretamente, de la Administración¾ y que justificarían, por tanto, la necesidad de ampliar los alcances del derecho colectivo a la moralidad administrativa más allá de los límites del ordenamiento jurídico, se refieren, de un lado, a supuestos en los cuales puede resultar útil fiscalizar la relación de medio a fin que debe existir entre la actividad o la decisión pública de la cual se trate y los propósitos que con la misma se pretendía ¾o debería pretenderse¾ alcanzar y, de otro, a la vulneración del derecho de turno ante la hipotética ausencia de norma legal que consagrara ese derecho, así como las consecuencias derivadas de su vulneración.

Sin embargo, sin necesidad de mayores lucubraciones puede apreciarse que, en ambos casos, se trata de eventos en los cuales el ordenamiento jurídico proporciona elementos suficientes de control de la decisión o de la actividad material de las autoridades públicas, probablemente no a través de reglas jurídicas precisas, pero sí, en cualquier caso, valiéndose del recurso a los principios generales del Derecho, como en numerosas ocasiones lo ha hecho la propia Sala. Así, en relación con el primer grupo de casos, el examen de la relación medio-fin de una decisión o de una actividad material de las autoridades públicas constituye, precisamente, el propósito del control basado en el principio de proporcionalidad, el cual se ocupa de constatar si la medida evaluada es idónea para alcanzar el objetivo buscado, necesaria ¾o la menos lesiva de los derechos o intereses implicados¾ a dicho efecto y ponderada o proporcional en sentido estricto; y en el segundo ejemplo aludido, aún en ausencia de norma que consagrase el derecho de turno, siempre quedaría la posibilidad de acudir al principio-derecho a la igualdad, como parámetro de fiscalización de una decisión o de una actividad material de la Administración que introdujese un tratamiento diferenciado entre dos o más sujetos ubicados en situaciones fácticas similares, sin que para ello existiese una justificación objetiva y razonable, lo cual convertiría el trato diferencial ¾no siempre antijurídico¾ en discriminatorio o arbitrario.

Como se ve, el haz de valores y de principios incorporados en el ordenamiento jurídico provee al juez de herramientas suficientes de control de la actividad de las autoridades públicas, en los eventos en los cuales se eche de menos norma legal o reglamentaria expresa que haga las veces de parámetro de fiscalización dotado de mayor precisión. De todas formas, la dinámica propia de los principios y de los valores integrados en la moralidad pública recogida por el ordenamiento jurídico hace inncesario el recurso a elementos extranormativos y propios de la ética privada, con el propósito de fiscalizar las decisiones o las actuaciones materiales de las autoridades. Por lo demás, los parámetros de actuación de éstas ¾los cuales, a la postre, habrán de convertirse en los parámetros de fiscalización de su actividad, en el entendido de que toda norma de acción para la Administración se convierte en una norma de control para el Juez¾, deben ser conocidos ¾y respetados¾ por la entidad actuante desde antes de dar inicio a su actividad o de adoptar la correspondiente decisión y no ser introducidos, ex post, por el juez, quien, en el evento de proceder de esa manera ¾lo que ocurriría si se admite que el juez popular integrase el contenido de la moralidad administrativa con elementos acopiados más allá del ordenamiento jurídico¾, violaría el principio de legalidad y el derecho de defensa de la entidad controlada, pues la sometería a parámetros de fiscalización inexistentes al momento en el cual aquella actuó o decidió.

d. Según queda visto del fallo del cual me aparto, la Sala considera posible la existencia de casos en los cuales la actividad o la decisión de la autoridad pública que se fiscalizan en el proceso iniciado con ocasión de la acción popular, sean sometidos a parámetros de control exclusivamente morales, carentes de sustento en el ordenamiento jurídico ¾control con base en la “moral pura”, sostuvo la Sala¾, por manera que sería posible que hubiesen decisiones o actividades de los poderes públicos contrarios a la moralidad pero no al ordenamiento jurídico.

Pues bien, tal posibilidad, a nuestro entender, no debe tener cabida en un Estado Social y Democrático de Derecho, en el cual el sometimiento a Derecho de la actividad de todos los poderes públicos se predica respecto de todo el “bloque de la legalidad” ¾según la concepción que del principio de legalidad defendimos en el apartado número 1 del presente salvamento de voto¾; en el cual existe una clara distinción entre ética pública y ética privada, por manera que es aquélla la que tiene trascedencia para el Derecho, en cuanto incorporada en él a través de las reglas de juego derivadas de los principios democrático y discursivo; en el cual, en consecuencia, toda la moralidad en la cual pueden sustentarse tanto las decisiones de las autoridades como la actividad controladora del juez, debe encontrarse previamente incorporada en el Derecho, como garantía no sólo de la autonomía moral de los individuos, son también como concreción de algunos de los principales valores constitucionales fundantes del Estado a los cuales atrás hicimos referencia, vale decir, libertad, igualdad y seguridad jurídica.

El reconocimiento que la Sala hace de la posibilidad de que existan parámetros morales de control de la actividad administrativa ubicados por fuera del ordenamiento jurídico, deja ver sin hesitación alguna, nuevamente, la ausencia de claridad en torno al único procedimiento válido y legítimo, en un Estado Social y Democrático de Derecho como el colombiano, para admitir la entrada de elementos propios de la moralidad o de la ética privada, en el sistema jurídico, procedimiento que conecta, según se ha explicado suficientemente ya, con los principios democrático y discursivo y con la idea de norma básica de identificación de normas, nociones éstas a cuya explicación en el apartado segundo del presente salvamento nos remitimos.

e. Finalmente, en este caso la Sala efectúa un llamado al juez popular para que construya “una moral aplicada, al lado del derecho y al rededor de éste”, pasando “de buscar en las actuaciones administrativas simples “vicios legales”, a buscar también “vicios morales””, con ayuda de “la razón y el sentido común ético”. Nuevamente quedan al descubierto, en este lugar, los problemas que afronta esa postura para identificar el procedimiento a través del cual la moralidad puede ¾válida y legítimamente, respetando la dignidad humana y la autonomía moral del individuo¾ incorporarse en el sistema jurídico de un Estado Social y Democrático de Derecho, vale decir, los conceptos de norma básica de identificación de normas, los principios democrático y discursivo y, especialmente, una de las condiciones ¾igualmente integrada en el contenido de la noción de moralidad pública que en el presente salvamento de voto hemos dejado expuesto¾ que resultan necesarias para que el principio democrático pueda desplegar toda su virtualidad legitimadora, desde el punto de vista de la moralidad pública, de las decisiones o regulaciones adoptadas o aprobadas en interés de todos los coasociados: el principio de separación de poderes, el cual fue incluido entre los principios estructurales del Estado, imprescindible para garantizar la plena y efectiva operatividad del principio democrático.

De acuerdo con la fundamentación ¾que en su momento referimos¾ de dicho principio de separación del poderes desde la perspectiva de la teoría del discurso y del principio democrático, la división de poderes se explica en consideración a que sólo existen dos funciones dentro del diseño constitucional del Estado Social y Democrático de Derecho ¾la constituyente y la legislativa¾, llamadas a poner en marcha las reglas de juego derivadas del principio democrático para adoptar sus decisiones, habida cuenta que las razones en las cuales tales determinaciones podrían apoyarse, válida y legítimamente pueden ser razones de cualquier índole, incluso traídas desde fuera del ordenamiento jurídico ¾por ejemplo, desde la moral privada, desde las diversas ideologías, concepciones políticas, religiosas, etcétera¾, como quiera que la legitimidad democrática del órgano encargado de desplegar esas funciones ¾constituyente y legislativa¾, así como el procedimiento discursivo que orienta el ejercicio de las mismas, posibilita que aún tratándose de tal tipo de asuntos extrajurídicos, puedan alcanzarse consensos o acuerdos mayoritarios que dotan de legitimidad las regulaciones que se implementen.

Contrario sensu, los órganos del Estado que carecen de legtimidad democrática directa, de competencia atribuída para el efecto y de la facultad, por tanto, de acudir a razones de cualquier orden, incluso extrajurídico, para sustentar sus decisiones ¾como quiera que tampoco se encuentran constitucionalmente habilitados ni funcionalmente concebidos para hacer operativas las reglas de la teoría del discurso y del principio democrático¾ no tienen la posibilidad de incorporar legítimamente planteamientos morales o éticos en el ordenamiento jurídico pues, al hacerlo, desconocen la dignidad de la persona que tiene la aspiración de autolegislar en tales asuntos para ver realizada su autonomía moral y los principios democrático, de legalidad y de separación de poderes. Desconocen, por otra parte y según se explicó en el acápite 3 del presente salvamento de voto, la circunstancia de que en asuntos morales no existen ¾no pueden existir, debido a la operatividad, en un Estado Social y Democrático de Derecho, del meta-principio pluralista¾ únicas respuestas correctas en relación con cada asunto sometido a análisis, sino tantas respuestas justas cuantas concepciones morales o éticas privadas existan con interés en el supuesto concreto.

En ese orden de ideas y sin pretender negar lo que hoy en día resulta incuestionable, esto es la característica eminentemente creadora del Derecho que acompaña a la actividad judicial, los planteamientos que se vienen exponiendo apuntan a garantizar que el ordenamiento jurídico sea modificado única y exclusivamente a través de los cauces instituidos como corolario de la supremacía del principio democrático, sin perjuicio de que, respetando esos cauces, se facilite o se permita su permeabilidad a los asuntos morales. De suerte que si los jueces han de crear Derecho, puedan hacerlo pero respetando siempre los límites señalados por el propio ordenamiento jurídico; lo que en manera alguna debería avalarse o prohijarse es que éste acabe siendo alterado, de manera indebida, por un juez que introduzca sus personalísimas convicciones en el sistema normativo.

El juez, por tanto y atendiendo, además, al imperativo mandato contenido en el artículo 230 de la Constitución, en sus providencias sólo está sometido al imperio de la ley, esto es ¾según se explicó en el apartado número 1 del presente salvamento de voto¾ al imperio del “bloque de la legalidad” o del ordenamiento jurídico en su conjunto. Ello le impide tomar en consideración, al momento de decidir, parámetros o criterios de fiscalización no previstos por el ordenamiento jurídico, por manera que si incorpora, como ahora lo reclama la Sala, concepciones propias de la ética privada a manera de normas de control de la actividad de las autoridades públicas y a manera de fundamento de sus pronunciamientos, ese juez incurre en un proceder, por todas las razones hasta ahora expuestas, contrario a la Constitución Política y a la ley.

En definitiva, la postura asumida por la mayoría de la Sección Tercera en torno a la configuración del derecho colectivo a la moralidad administrativa en el pronunciamiento al cual decidí no apoyar con mi voto, resulta, en mi criterio, contraria a la Constitución, con fundamento en las razones que prolijamente he dejado expuestas ya pero que a continuación simplemente enlisto: (i) aniquila la dignidad humana y la autonomía moral del individuo, quien tiene la aspiración ¾y el derecho¾, en un Estado Social y Democrático de Derecho, a participar en la regulación de las condiciones de la vida social, especialmente cuando se trata de la definción del contenido de la moralidad pública; (ii) desconoce por completo el principio democrático, del cual se derivan las reglas procedimentales que son las únicas cuya operatividad abre las puertas del Derecho a la incorporación de juicios morales; (iii) vulnera derechos fundamentales de los individuos, en especial los relacionados con la antes mencionada libertad-participación, la cual se encuentra, desde el punto de visa axiológico, en la base de todos los derechos políticos; indirectamente, también, tal actitud del juez puede legitimar situaciones de inequidad social, de insatisfacción de necesidades básicas o de incumplimiento de los deberes sociales del Estado, elementos éstos que forman parte del plexo de condiciones que deben garantizarse a todos los ciudadanos para que puedan hacer uso efectivo de su autonomía moral; (iv) vulnera el principio de legalidad de la actuación de las autoridades públicas y la supremacía normativa, en el orden interno, de la Constitución Política, como quiera que abre las puertas para que la actuación tanto de jueces como de Administración no necesariamente se ciña a los contenidos previstos en el ordenamiento, sino a la concepción moral privada prohijada por el funcionario administrativo o judicial del cual se trate; (v) viola el principio de separación de poderes, como quiera que reconoce al juez la facultad de arrogarse competencias que son del exclusivo resorte del Constituyente o del legislador; (vi) desconoce el principio pluralista, como quiera que autoriza a que el juez popular imponga sus personalísimas concepciones morales, antidemocrática e inmoralmente ¾desde la perspectiva de la moralidad pública¾, a todos los demás ciudadanos, quienes verán mermada, de tan irregular manera, su dignidad humana y su autonomía moral; (vii) viola la garantía constitucional del debido proceso y el derecho fundamental a la defensa, en la medida en que posibilita el juzgamiento de situaciones fácticas concretas a la luz de enunciados normativos no preexistentes al hecho enjuiciado, puesto que los parámetros ¾morales¾ de control resultarìan introducidos, de manera posterior y sorpresiva, por parte de un juez que no brindarìa a nadie la posibilidad de conocerlos de antemano ni, muchísimo menos, de cuestionarlos y (viii) en la medida en que permite al juez definir, ab casus, el contenido del ordenamiento jurídico que a bien tendrá aplicar, se constituye en un esguince al principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos; se estaría en presencia de un camino que conducirìa, de manera directa y evidentemente peligrosa, a la legitimación de la arbitrariedad judicial.

Por ello, considero que la configuración del derecho colectivo a la moralidad administrativa, lejos de constituir una tarea acabada, supone un ejercicio de argumentación y de reflexión que aún está por desarrollar con mayor profundidad por parte del juez popular; es decir, muy probablemente la moralidad administrativa pueda verse reflejada en elementos distintos de ¾aunque no necesariamente incompatibles con¾ la desviación de poder, la manifiesta arbitrariedad, la corrupción o los principios generales del Derecho y esos nuevos elementos habrán de irse incorporando, paulatinamente y con base en la solución de casos concretos, al bagaje conceptual que habrá de enriquecer la esencia de este derecho colectivo.

Sin embargo, esa tarea de reflexionar en aras de enriquecer, aún más, la noción de moralidad administrativa, cuenta, espero, con algunos elementos de juicio adicionales que pueden resultar de utlilidad, con base en la exposición que se ha efectuado en el presente salvamento de voto. Dicha exposición ha explicitado el concepto de moralidad pública que constituye el sustrato moral y axiológico del Estado y dentro del cual, sin ningún género de dudas, hay que continuar con la tarea de búsqueda del contenido de la noción de moralidad administrativa.

En donde de ninguna manera el Estado Social y Democrático de Derecho puede permitirse continuar con tales pesquisas, es por fuera de los límites del ordenamiento jurídico, como quiera que tal alternativa, según se viene de justificar, implicaría desvertebrar la organización estatal como consecuencia del socavamiento de varios de sus más caros principios. De ahí que, en este punto, considere útil recoger los postulados formulados desde la filosofía griega clásica y acondicionados por el pensamiento de la Ilustración en torno al papel de la ley ¾actualmente diríamos nosotros, del ordenamiento jurídico¾ en la sociedad:

“A los que ahora se dicen gobernantes los llamo servidores de la leyes; no por introducir nombres nuevos, sino porque creo que ello, más que ninguna otra cosa determina la salvación o perdición de la ciudad; pues en aquella donde la ley tenga la condición de súbdita sin fuerza, veo ya la destrucción venir sobre ella; y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de esa ley, veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los Dioses a las ciudades....

“Sea cualquiera la forma de gobierno, por la que se rija la comunidad política, el poder soberano debe gobernar por medio de leyes promulgadas y aceptadas y no por decretos improvisados o por decisiones imprevisibles...

O, como permite advertirlo el hermoso y edificante diálogo que se transcribe a continuación, en este empeño por delimitar el contenido y alcance del derecho colectivo a la moralidad administrativa siempre podrá arribarse a buen puerto en la medida en que no se trasciendan los límites prefijados por el ordenamiento jurídico ¾que es como debe leerse, a mi modo de ver, la palabra “Ley” en el diálogo¾ so pretexto de emprender la búsqueda de criterios morales ¾más allá de los democráticamente incorporados en el sistema jurídico¾, con los cuales reforzar la batería de técnicas y de herramientas de control de la actividad de las autoridades públicas por parte del juez, juez que ya dispone, en el ordenamiento jurídico, de suficientes reglas, principios y valores con fundamento en los cuales hacer realidad la exigencia de sometimiento pleno de la actuación de los poderes públicos a la juridicidad y, también, a la moralidad pública:

MORE: Yo sé lo que es legal, no lo que es bueno. Y me aferraré a lo que es legal.

ROPER: Es decir, tú Pones la ley del hombre por encima de la ley de Dios.

MORE: No, muy debajo; pero déjame señalarte un hecho: yo no soy Dios. No sé navegar los remolinos y las corrientes de lo bueno y lo malo, que tú distingues con tanta facilidad. Soy un mal navegante. Pero en los bosquecillos de la ley, oh, allí soy experto guardabosques. No creo que viva nadie capaz de orientarse allí mejor que yo, a Dios gracias ... (la última frase la dice para sí mismo).

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ROPER: Tú le darías al Diablo la protección de la Ley?

MORE: Sí. Qué harías tú? Despedazarías la Ley para seguir al Diablo?

ROPER: Sí; para perseguirlo pasaría sobre todas las leyes que hay en Inglaterra!

MORE: (Emocionado) Oh (se aproxima a ROPER) y cuando hubieses terminado con la última Ley, y el Diablo se diera media vuelta contra tí, dónde te esconderías Roper sin Ley alguna para protegerte? (lo deja) Este país ha sido edificado con numerosas leyes, de costa a costa ¾leyes de los hombres, no leyes de Dios¾ y si tú las destruyes, crees realmente que podrías permanecer de pie en las tormentas que sobrevendrían entonces? (tranquilamente) Sí, yo le daría al Diablo la protección de la Ley, para mi propia seguridad.

ROPER: Por mucho tiempo he sospechado esto; he aquí el becerro de oro; la Ley es tú Dios.

MORE: (fatigado) Oh, Roper, eres un tonto, Dios es mi Dios... (con algo de amargura) Pero he encontrado que El es quizá demasiado (con mucha amargura) sutil ... No sé dónde está y qué desea.

ROPER: Mi Dios desea servicio, hasta el fin y sin fallecimiento; nada distinto!

MORE: (secamente) Estás seguro de que eso es Dios? parece Moloch. Pero, sin duda, puede ser Dios. Y quien quiera me busque, Roper, Dios o Diablo, me encontrará escondido entre los arbustos de la Ley!

ROBERT BOLT, A MAN FOR ALL SEASONS, ACTO 1.

(Diálogo entre Tomás Moro, Canciller de Enrique VIII, y William Roper).

En los anteriores términos dejo expuestas las razones por las cuales consideré necesario salvar el voto respecto de la decisión proferida mediante la Sentencia citada en la referencia.

RESPETUOSAMENTE,

MAURICIO FAJARDO GOMEZ

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